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Andando


En Silaca, descalzo.

Los pies.

Piensa en esa palabra. En plural. Esos que te llevaron desde allá hasta aquí. Piensa en cualquiera de tus viajes que valieron la pena. Caminar es más que viajar. Ahí están ellos: dos pies moviéndose.

En Brooklyn llenaste la pared de tu cuarto con mapas del National Geographic. Había en esos mapas lugares de Europa y de África en los que te gustaría caminar. Los mapas te acompañaron desde Lima: en tu aventura gallega, en Londres y también (metidos dentro de tu morral roto y desbaratado) durante las horas inciertas de Reyjkiavic, cuando regresabas al continente americano.

Alguna tarde, Rachel los miró inquieta desde su cama. Tal vez después de esos almuerzos fabulosos que preparaba en el departamento que compartías con ella en la calle Dean. Estaba echada junto a un inmenso cocodrilo de tela verde que llegó desde Madrid. Rachel miró los mapas –con sus dobleces muy marcados, los rastros de la cinta adhesiva que los pegó a otras paredes allá en Perú– y te preguntó: «¿Para qué?»

Y entonces fue evidente que un mapa no era nada sino habías caminado el territorio. Tu memoria es frágil y sólo recuerdas (bien) aquello que has andado.

Desde 2000 hasta 2008 no andaste mucho. En Nueva York escribiste tus primeras historias y reviviste imágenes de los lugares a los que llegaste andando: Santa Cruz de la Sierra, Buenos Aires, Luján, Ancud, San Sebastián, Leiría, Nuremberg, Bordeaux, Lisboa.

Muchas de esas historias–incluso las que escribes ahora (tantos años después)– también contienen el recuerdo de tus pies bajando la cuesta de tierra roja de la playa Silaca.

Andar descalzo te parecía, en ese entonces, algún tipo de proeza.

Los veranos empezaban cuando te sacabas los zapatos al llegar de Lima. Ellos caían sobre la tierra apisonada –a un lado del portal de la casa de piedra– y tú te ibas hacia el mar.

Saltabas entre las rocas, como un animalito más. Tus pies corrían sin sentir la aspereza de las peñas. Mirabas desconfiado a quienes se sumergían con zapatillas, como si aquellas los protegieran de los erizos negros: esas miles de agujas que tu cuerpo esquivaba al nadar entre las rocas, y tus pies al salir del agua.

Y ahora –cien años después– aquí están mis pies: apoyados sobre una alfombra de mi casa en los Estados Unidos, calentándose mientras escribo. Estoy tomando café de una taza que me compré en México. Miro alrededor del cuarto y no veo mapas. Veo libros, veo fotos. Mientras escribo escucho las voces de los míos y mis pies descansan.

Los miro. Quisiera creer que están listos para cuando decida otra vez sacarlos por la ruta. Que podría otra vez caminar por las mismas ciudades que caminé, o por otras nuevas: por Belgrado, por Bucarest. Por algunos caminos del África.

Y si los miro demasiado, puedo sentir que me reclaman. Que están ahí, callados, pero sin entender muy bien lo que me engancha a este lugar.

Que se preguntan todo el tiempo qué cosa me ha dado esta vida, por qué ya no los hago caminar sobre las piedras de Silaca o por los bordes de una autopista. Que les interesa saber, por ejemplo, qué les ha pasado a los caminos de polvo que van hacia la chacra de Anqui, a las trochas escarpadas y muy altas que van desde el villorio de La Florida hacia Rúpac, o desde el pueblo de San Pedro de Casta hacia Marcahuasi. Me parece sentir que me exigen el sabor de otro tipo de vida.

Y mientras tomo el café, yo los calmo. Mentalmente les digo:

Ya pies. Voy a ver qué se me ocurre.

Los pies, felices, llegando a una nueva ciudad (circa 2004). Foto del autor.

 

 

 

 

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