Los pies.
Piensa en esa palabra. En plural. Esos que te llevaron desde allá hasta aquí. Piensa en cualquiera de tus viajes. Caminar es más que viajar. Ahí están ellos: dos pies moviéndose.
En Brooklyn llenaste la pared de tu cuarto con mapas del National Geographic. Había en ellos lugares en los que te gustaría caminar. Los mapas te acompañaron desde Lima: en tu aventura gallega, en Londres y también (metidos dentro de tu morral roto y desbaratado) durante las horas inciertas de Reyjkiavic, cuando regresabas al continente americano.
Alguna tarde, Rachel los miró desde su cama. Después de esos almuerzos fabulosos que preparaba en el departamento que compartías con ella. Echada junto a un cocodrilo de tela verde que trajo desde Madrid, Rachel miró los mapas –con sus dobleces muy marcados, los rastros de la cinta adhesiva que los pegó a otras paredes allá en Perú– y te preguntó: «¿Para qué?»
Entonces fue evidente que un mapa no era nada sino lo habías caminado. Que sólo recuerdas aquello que has andado.
En Nueva York escribiste historias que revivían imágenes de lugares a los que llegaste andando: Santa Cruz de la Sierra, Leiría, Buenos Aires.
Muchas de esas historias también contienen el recuerdo de tus pies bajando la cuesta de tierra roja de una sola playa: Silaca.
Los veranos empezaban al sacarte los zapatos. Caían sobre la tierra apisonada –al lado del portal de la casa– y te ibas hacia el mar. Saltabas sobre las rocas como un animal más. Corrías sin sentir la aspereza de las peñas. Desconfiabas de quienes se sumergían en el mar con zapatillas, como si aquellas los protegieran de los erizos negros que tu cuerpo esquivaba al nadar y al salir del agua.
Y ahora –tantos años después–aquí están ellos: apoyados sobre una alfombra de mi casa en los Estados Unidos, calentándose mientras los describo. Tomo el café de una taza que me compré en México. Miro alrededor y no veo ningún mapa, solo libros y fotos. Escucho por algún lado las voces de los míos y mis pies descansan.
Los miro. Quisiera creer que están listos para cuando decida otra vez sacarlos por la ruta. Que podría caminar por las mismas ciudades que caminé o por otras nuevas: Belgrado, Lagos, Dakar.
Si los miro demasiado siento que me reclaman. Que siguen callados pero sin entender lo que me engancha tanto a este lugar. Y se preguntan qué cosa me ha dado esta vida, por qué ya no los hago caminar sobre las piedras de Silaca o por los bordes de una autopista. Que les interesa saber qué les ha pasado a los caminos que van hacia la chacra de mi abuelo, a las trochas que van hacia Rúpac, o a Marcahuasi. Siento que me exigen el sabor de otro estilo de vida.
Así, mientras tomo el café, acá en Nueva York, yo los calmo. Les digo:
Ya pies. A ver qué se me ocurre.