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Anderson & Pynchon

Suena The soft parade,

de The Doors


 

Al afirmar que poco le suelen importar las tramas de las películas, que tan solo las sigue por encima, Paul Thomas Anderson hace una evidente declaración de intenciones que no deja de ser curiosa para alguien que inició su carrera con un mecanismo de relojería como Sidney (Hard eight, 1996). A continuación le seguiría Boogie nights (Idem, 1997) con su tradicional esquema de ascenso-caída-redención o la estructura geométrica de la monumental y maravillosa Magnolia (Idem, 1999). Sin embargo, en sus dos últimas películas, Pozos de ambición (There will be blood, 2007) y The Master (Idem, 2012), ya ponía de manifiesto que sus relatos podían resquebrajarse a través de unas estructuras fragmentadas, surcadas por elipsis y organizadas en torno a escenas alargadas, creando así la sensación de que el tiempo se suspendiera o, simplemente, se desvaneciera. En la primera de ellas, por ejemplo, ya se atrevía con una abertura de 15 minutos sin diálogo, con su protagonista, Daniel Plainview, perdido en medio de un paisaje árido tratando de sacarle una gota de petróleo a la tierra.

 

Si la trama apenas importa –algo que no supone una novedad en el cine contemporáneo y que Hitchock ya tenía muy claro no sorprende que Anderson haya decidido adaptar a un novelista considerado inadaptable como Thomas Pynchon del que mi amigo Nadal Suau escribía: “cabalgo la ola de sus muy termodinámicas digresiones, entusiasmado, hasta que caigo de la tabla, incapaz de recordar cómo he llegado hasta donde sea que esté en ese momento. […] Una página es un recorrido sideral en toda novela de Pynchon, con el agravante de que nuestro guía disfruta despistándose”. Aunque cabe reconocer, como el propio Nadal Suau indicaba, que seguramente sea “Vicio Propio” –rebautizada para la película con el inapropiado Puro vicio (Inherent vice, 2014)– como su novela más accesible y, por lo tanto, más fácil de adaptar para la gran pantalla.

 

 

Que a través de la literatura pynchoniana Anderson haya encontrado el eslabón perfecto para seguir su trayectoria como cineasta y que además resulte coherente con el resto de su filmografía puede suponer ya inicial motivo de celebración. Después de hacer un retrato de los emprendedores años veinte del siglo pasado en una Norteamérica corrompida por la violencia y cegada por la avaricia –Pozos de ambición y de mostrarnos una nación habitada por seres traumatizados, convertidos en carroña para comerciantes de la fe –The Master, ahora con Puro vicio llega la revisión de la década de los 70. La sociedad norteamericana vive con el peso de la mala conciencia de lo ocurrido en Vietnam, se encuentra sumida entre la frustración y la resignación causadas por la muerte de la utopías que germinaron en la década anterior. Presenciamos como ese mundo ha creado su propio infierno, en el que las comunas hippies, con su filosofía del amor libre, del vive y deja vivir, han derivado en sectas guiadas por el mismísimo diablo –resuena el eco de los atroces asesinatos cometidos por Charles Manson y sus seguidores a lo largo de la película.

 

 

Entonces podríamos establecer, de forma ciertamente maliciosa, una línea de continuidad entre Puro vicio, y el fin de la utopías, y The Master, el nacimiento de nuevos ideales a través de esa figura que remite directamente a la figura de L. Ron Hubbard, fundador de la Cienciología. De la misma forma podemos recordar al cineasta Roman Polanski, cuya esposa, la actriz Sharon Tate, fue una de las víctimas del magnicidio perpetrado por Manson y compañía. A la vez jugaríamos a establecer paralelismos entre el caso investigado por el detective Gittes, protagonista de Chinatown (ídem, 1975), de Polanski, y el caso investigado por Doc Sportello, el protagonista de Puro vicio, con sendas tramas alimentadas por asuntos de corrupción política, especulación inmobiliaria, etcétera. Solo entonces, a través de esta divagación, en parte inconsciente, que nos lleva a descubrir una película que se abre en múltiples meandros que remiten tanto a la propia realidad de la época como a su propio cine, solo entonces, y solo así, la propuesta de Puro vicio cobra su auténtico sentido.

 

 

“nherent Vice, el titulo original de la película, y de la novela, remiten directamente a la degradación propia que padecen las cosas por su propia naturaleza. Si tratamos de reconstruir la alambicada trama, si pretendemos aplicar la lógica, seremos nosotros como espectadores quienes estaremos corrompiendo la propia naturaleza de una película en ese sentido absolutamente desligada de ataduras. La propia puesta en escena de la película, apoyada en una voz en off encarnada por una misteriosa presencia femenina, parece contagiarse de la confusión mental de su protagonista, Doc Sportello, detective privado descendiente del citado Gittes pero también del chandleriano Philip Marlowe, eso sí, pasado por el filtro de Robert Altman y su El largo adiós (The long goodbye, 1973). Ahora, pero, el humo de los cigarrillos ha sido reemplazado por el de los canutos.

 

Contratado por su ex para que localice a su amante, un multimillonario agente inmobiliario que ha desaparecido, Sportello se pierde por las continuas subtramas que va abriendo su investigación, y nosotros con él. Sin posibilidad alguna de seguir el hilo de los acontecimientos, el ovillo se va deshaciendo y a la vez deshilachando. A cada nuevo paso dado por Sportello aparecen nuevos nombres, nueva información, hasta convertir la película en una galería de personajes excéntricos –motoristas neonazis, policías corruptos, miembros de los Panteras Negras con sentimientos patrióticos, adolescentes fugitivas, hippies que son espías infiltrados, etcétera en los que el protagonista y los espectadores ya no saben quién es quién, quién hizo y qué y por qué lo hizo. Qué más da. Estábamos avisados: la trama no importa.

 

 

Puro vicio, en manos de Anderson, se convierte en una película confusa y extraña. El delirio, la paranoia del protagonista se trasladan al relato y de esa manera nos traslada a los espectadores de forma admirable –y exigente– al estado de ánimo de una época sumida en el desconcierto y la psicosis. El heterogéneo mosaico de personajes es el reflejo de unos Estados Unidos desencantados, cuya sociedad ve como se han desvanecido sus ilusiones. Por ello, Puro vicio, más allá de sus situaciones hilarantes –homenaje a Buñuel incluido, por ejemplo nos revela como la risa deja un rastro amargo bajo la bruma del humo de la marihuana.

 

A pesar del sonambulismo narrativo y la ambivalencia tonal, Anderson no pierde las riendas de su película, sin que ello implique que su estilo se haga ostentoso –con el tiempo Anderson se ha ido despojando de cualquier tipo de afectación en su estilo. Recordaba Adrian Martin como en un momento determinado de The Master, cuando Freddie es “procesado” por primera vez por Dodd, los espectadores también vivíamos ese mismo “procesado” por parte de Anderson. Mientras Dodd ordena a Freddie que no parpadee mientras le hace preguntas de forma insistente y reiterada, el espectador parece obligado a no parpadear tampoco. Si Freddie poco a poco se va derrumbando, recordaba Martin que como espectadores somos trasladados al límite de nuestra tolerancia. Puro vicio vuelve a ponernos, de alguna forma, frente a la misma prueba.

 

 

El carácter inclasificable, e indomable, de una película como Puro vicio obliga a realizar malabarismos, combinaciones imposibles. Mezcla de cine negro, comedia y drama sentimental, podríamos calificarla de esperpéntica parábola filosófica si no fuera porque renuncia a poner de manifiesto cualquier tipo de discurso. Y tampoco podemos obviar su carácter elegíaco, su lamento por un mundo que deja de existir, del que ya solo quedan fugaces y vagos recuerdos, la mayoría bañados por la tristeza. Ahí está esa imagen final, extemporal. ¿Se trata de un recuerdo, queriéndonos decir pues que tan solo queda la posibilidad de instalarse nostálgicamente en el pasado? ¿Proyección mental del protagonista, colgado de una ilusión permanentemente? ¿Se trata de un futuro que ni sus propios protagonistas son capaces de atisbar? Anderson nos suspende en un no-tiempo y se emparenta con Michelangelo Antonioni. Sus protagonistas parecen huir a la búsqueda de algo, seguramente irrecuperable, al igual que el film parece ir al encuentro de sí mismo, consciente como es de que sido incapaz de contar su propia historia durante dos horas y media. En esa imagen tal vez esté el siguiente paso a dar por parte de Paul Thomas Anderson.

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