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Mientras tantoAnecdotario para la historia

Anecdotario para la historia

Contar lo que no puedo contar   el blog de Joaquín Campos

 

Laura. Italiana. Diseñadora. Preciosa. Pechos sibilinos –los que yo suelo soñar dormido y despierto; los que te hacen caer del caballo–. Actitud demoledora. Besable hasta la extenuación. Inteligente. Con sentido del humor. Nos duchamos juntos como si nos conociéramos de toda la vida. Que ya era hora de poseer a una clienta parecida  a las chiquillas que me solía sacar de las discotecas en tiempos cuanto menos mejores. Y me contrató porque según ella, le “picaba la curiosidad”. Pero mira tú por dónde, que a los siete minutos de un acto primoroso, y en un cambio de postura, se produjo un hecho melodramático que la dejó en imagen congelada mientras yo buscaba una excusa para que todo aquello tuviera una aceptación por mi parte: una muestra de normalidad absoluta. Mientras se tapaba su espléndida cara con sus manos tan largas como la profundidad de su vagina, intenté quitarle hierro al asunto.

 

¿A quién no le ha pasado esto alguna vez? ¿A quién? A mí, mismamente, hace un par de semanas. Ni te preocupes. 

 

La cama había quedado completamente perdida, así como mi cintura y pubis. Sus piernas chorreaban ese líquido marrón que se le soltó de manera violenta y sorpresiva. ¿Una ventosidad mal contenida? ¿Un atracón previo a base de picantes? ¿Un brote de nervios estomacal? ¿O un nuevo episodio de algún problema de incontinencia imposible de aceptar? Un día leí en un libro que algunas mujeres en esos instantes en que disfrutan los orgasmos pierden tanto el sentido que hasta les puede llegar a ocurrir lo que acababa de pasarle a Laura: que simple y llanamente se había cagado encima de mí; que había perdido el control de su esfínter como el borracho de su abstinencia. Siento ser tan brusco, pero narrar esta anécdota para la historia guardándome detalles o no llamando a las cosas por su nombre sería algo imperdonable. Una traición a la vida. Porque la mierda, evidentemente, es parte de nuestra vida; algo con lo que convivimos a diario. Y más los que tienen bebés que lo hacen por partida doble. Por lo que negar uno de los ingredientes de nuestro día a día, que hasta los que sufren estreñimiento acaban conviviendo con ello, sería una afrenta no ya sólo a la literatura sino al lector, que necesita conocer la verdad para fabular con conocimiento de causa: una base real donde asentarse y comenzar a volar.

 

Pues eso. Que nos encontrábamos en un momento extraño. Y alguien tenía que comenzara a moverse. Laura, impertérrita, seguía, como una niña de tres años que ha cometido una trastada usual, con las manos adosadas a su cara. Y yo, que me había conseguido apartar un poco, contaba los segundos para salir a la carrera con dirección al baño, procurando gotear lo menos posible en un trayecto que veinte minutos antes, y en sentido contrario, nos dio la vida: nos habíamos duchado juntos besándonos como auténticos novios.

 

Llegué al aseo –informo que nos alojábamos por deseo expreso de la muchacha en el Pavilion, un hotel de Phnom Penh de precios altos, cuco como él solo– donde me metí bajo la ducha mientras llenaba la bañera con agua templada de forma muy violenta: como si en vez de un baño quisiera ahogar allí dentro a alguien para luego hacerla desaparecer con ácido sulfúrico. En la ducha, dejé caer por el desagüe los restos fisiológicos de Laura, sin frotarme, ya que a los treinta segundos ya había iniciado la segunda parte de mi plan: rescatar a mi dama que seguía sentada sobre sus heces tapándose su rostro, inmenso, de rasgos peculiares, con un labio inferior más salido que el superior, y con agujeros en sus cachetes que se le formaban cada vez que sonreía. Como un espadachín que escala hasta el torreón y saca a la princesa en volandas, cargué con mi clienta la cual volvió a depositar, esta vez sobre mis antebrazos, lo que ya antes les había explicado. Por eso lo de no haberme frotado con anterioridad. Primero la metí en la ducha –seguía tan avergonzada que no quería quitarse las manos de su rostro– y luego, cuando los restos de heces habían desaparecido, la introduje en la bañera donde volqué unas sales de baño de esas con las que ese tipo de hoteles te rellenan la repisa a modo de muestrario. Cuando se dio cuenta de todo el esfuerzo que había realizado por ella me pidió disculpas.

 

Lo siento. No sé que ha podido ocurrir. Querría que me tragara la tierra.

 

No te preocupes Laura. Ya te he dicho que esto le acaba ocurriendo a todo el mundo.

 

No sé… a lo mejor… pero dudo mucho que haciendo el amor y con 27 años. Además, casi ni había bebido.

 

Te lo repito: cosas peores se han visto.

 

Intenté meterme en la bañera pero ella había perdido la confianza. Por lo que me quedé fuera, junto a su cabeza, que salía a flote sobre un manto de espuma azulada, sentado en un taburete desde donde intentaba sacarle las palabras para volver a la posición inicial, donde parecíamos una pareja en fase de formación: besos a boca abierta, abrazos porque sí, carcajadas en comunión. Pero lo peor estaba por venir. Si es que después de aquel ataque nuclear alguien podía imaginarse algo peor.

 

Porque fue secarla con la toalla, cual esclavo, para luego envolverla en un albornoz con el logo del hotel, y devolverla al lugar de los hechos –en este caso con hache–, y darme cuenta de que aquello parecía la sección de autopsias del hospital que ustedes elijan. Además, tras haberse empapado su nariz, envidia de muchas, con sales de baño seleccionadas, la vuelta a la cloaca le debió parecer una humillación, porque aparte de salir a la carrera de vuelta al baño me dejó con la verdadera deshonra: retirar sábanas y demás enseres manchados de un liquido, que como la arcilla recién moldeada, no sólo se había secado, sino hasta había cogido forma: en un caso un pedazo de su interior me recordó al Teide. No sé, la imaginación no deja de estar atada a lo infantil. Y yo fui de viaje de fin de curso a Tenerife, que para uno de Málaga es lo más parecido a que un tipo de Cancún veranee en Playa Baviera.

 

Me sentí como un asesino en serie. O si acaso como el Señor Lobo en Pulp Fiction, con la salvedad de que yo era mi propio jefe y ayudante. Y aquella ex blancura nuclear no podía ser ni mantenida ni ignorada en una habitación que olía a mierda de manera ya exasperante; tampoco podía ser enviada a la lavandería como el que envía la ropa interior levemente manchada de algo: de lo que sea. Por lo que tomé las riendas, si es que ya no las había tomado hacía rato, para en calzoncillos puestos a la carrera –al volver a la habitación me di cuenta que la zona anal la había puesto en la frontal, pero a esas alturas ya daba todo igual– salir al espacio exterior buscando algo, un cesto, un agujero, un precipicio, donde lanzar aquel amasijo de heces. Mi pasado casi delictivo, y hablo de mis épocas estudiantiles donde las monté gordas, ayudaron a que en un país aún virgen e inocente como Camboya, consiguiera abrir una puerta en donde un cartel indicaba ‘No entrar: sólo empleados’, donde dejé caer aquel regalo único. Luego salí silbando, como Mortadelo cuando se las montaba a Filemón, volviendo a una habitación convertida en suite de presidio latino: bañera, televisión con canales vía satélite, mini bar, aire acondicionado, pero sin sábanas ni frescor, ya que nada más regresar tuve que abrir la única ventana ­–inmensa, por cierto, de estilo colonial– donde el aire acondicionado dejó de dominar el ambiente que fue cuando las moscas acudieron al olor del pastel. Aunque suene a exageración, Laura seguía con las manos tapando su rostro.

 

Son las siete. Deberíamos ventilar esto lo más rápido posible ya que o si no se llenará todo de mosquitos. Y yo prefiero dormir en un establo antes que rodeado de mosquitos.

 

¿Y qué quieres que haga?

 

Nada, nada. Dormiremos al raso. Ventanas abiertas, lagartos, dengue y malaria saludándonos con la mano… y todo por evitar un olor que aunque sea tuyo y te dé vergüenza, no deja de ser, tras diez minutos de ventanas abiertas de par en par, lo más parecido a lo que nos ocurre a cada persona cuando acudimos a nuestros baños a defecar. Laura, mírame: ya ha pasado todo. Cerremos las ventanas, ¡por el amor de Dios!

 

Ni siquiera me abrazaba. Sufría, me dijo. Aunque claro, yo no le comenté que tras cinco minutos frotándome con sales de baño traídas desde Haití –además lo hice con la escobilla del baño; que a lo mejor ahí estuvo el error–, según decía un cartelito junto a los sobres, mi mano derecha seguía apestando a mierda. A auténtica mierda.

 

Salgamos de aquí. Yo pago la habitación y tus 50 dólares.

 

Lo que tú quieras. Pero me parece demasiado.

 

¿Demasiado? ¿Y qué dirán mañana cuando al dejar el hotel comprueben la habitación y verifiquen que no es que falten bebidas del mini-bar, sino que falta toda la ropa de cama?

 

Creo que les parecerá más sospechoso que dejemos el hotel sin avisar.

 

Creerán que vamos a cenar.

 

Yo di mi pasaporte en recepción. No lo olvides. Si nos vamos ahora y mañana no aparecen las sábanas apareceré en el Cambodia Times, en portada, como un extraño cleptómano que aparte de cagarse encima de las sábanas las esconde o se las come.

 

No me lo recuerdes, ¡por favor!

 

Nos quedamos toda la noche. Cuando el hedor ya no era palpable cerré las ventanas. Afortunadamente los hoteles en Camboya cargan con mosquiteras en todos sus camastros. En el Pavilion hasta era de diseño. No podía ser menos. De todas formas, llamé a recepción para pedir media docena de aparatos electrónicos anti-mosquitos. El muchacho, de actitud servil, tocó el timbre y yo no le dejé asomar ni la esquina de su mirada, atendiéndole en calzoncillos en un pasillo donde justamente transitaba una pareja que aunque parecieran escandinavos o canadienses padecían sobrepeso. Me miraron asombrados. Aquello parecía más la contratación de un masajista jovenzuelo por parte de un homosexual occidental calvo con melenas y en calzoncillos: el clásico enfermo que tras beberse el mini-bar sólo piensa en horadar. Porque Camboya, por mucho que las oenegés digan lo contrario, sigue siendo un paraíso del sexo con sus nativos; y porque yo, para más inri, me dedico a lo mismo. Cualquiera lo hubiera dicho. Justo al contrario. Aunque para aquella pareja de orondos primermundistas yo era el contratante.

 

A la mañana siguiente hicimos el acto, muy pausadamente. Ella seguía tapándose la cara –de hecho desde la evacuación por sorpresa nunca quiso realmente mirarme a los ojos; como si hubiera sido yo el causante de aquel estropicio–. Cuando me pagó sentí algo más cercano a la nausea que cuando me manchó el pubis con sus heces. Que para los que tanto luchan por la igualdad de sexos decirles que el hombre se parece a la mujer, entre otras muchas cosas, en que defecamos de la misma forma. Exactamente de igual manera. Empecemos por ahí.

 

¿No me vas a mirar a la cara?

 

Quiero marcharme.

 

¿Puedo hacerte una última pregunta?

 

¿Dime?

 

¿Te gusta la coprofagia?

 

No sé qué significa.

 

Luego lo miras en Google. Hay que gente a la que da vergüenza contar sus secretos sexuales.

 

Y le di un papel con la dichosa palabra escrita en mayúsculas. Que hubiera querido ver su cara cuando ya en su casa hubiera encontrado su significado. La chiquilla de recepción, por cierto, dominable.

 

¿Han tomado algo del mini-bar?

 

Nada.

 

Mientras lo verificaba, preparaba la respuesta a lo que estaba a punto de llegar. Porque lo que salía del walkie-talkie le cambió la cara a la recepcionista.

 

¿Las sábanas? ¿Dónde están las sábanas?

 

Íbamos sin equipaje. La onda expansiva de mi respuesta se sintió hasta en Islandia.

 

¡¿Pero usted cree que hemos robado unas sábanas?! ¿Pero quién se cree que somos? ¿Terroristas? Y entonces, ¿por qué estamos aquí hablando con usted? ¿Por qué nos va la marcha?

 

Lo siento… es lo que me ha dicho mi compañera.

 

¿No creerá usted, ya que venimos sin equipaje, que la habrán sacado las limpiadoras? ¿No lo cree más probable? ¿O cree que llevamos la ropa de cama escondida en nuestros culos?

 

Disculpen. Pueden marcharse.

 

Salimos corriendo; casi sin despedirnos. Y fue una auténtica pena, porque Laura, mi italiana de Padova, poseía un garbo inmensamente superior vestida que desnuda. Yendo a mi hotelucho me la imaginé cagándose encima en plena calle. Y tapándose la cara con sus excelsas manos sin que nadie atendiera a su problema. Ya en mi zulo, tumbado sobre mi camastro, y mientras leía por primera vez en mi vida a Bukowski (Factotum), descubrí que las entrañas de mis uñas seguían desprendiendo algún tipo de olor que ya me comenzaba a resultar familiar. Debí quedarme dormido. Y soñé con que era el lateral derecho de un equipo de fútbol húngaro que jugaba en un estadio sin público y que cuando conseguía meter un gol, cosa extraña en los laterales derechos, no sólo nadie jaleaba mi hazaña sino que acababa descubriendo que estaba solo en el campo, sin compañeros de equipo. Me queda poco para invertir buena parte de mi dinero en psicólogos. Y si no al tiempo.

 

 

 

Joaquín Campos, 05/05/14, Phnom Penh.

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