La otra noche se nos apareció un ángel. Fue en un bar de la 110 con Amsterdam Avenue y bajó en forma de mujer negra, voluptuosa, envejecida, no por los años, sino por la vida, con un perfume en expansión y una risa ronca y bastante contagiosa. Labios enormes y mirada como de adivina ciega, incapaz de posarse en nada, en nadie; sólo en el vacío y en la oscuridad. La conocimos en la puerta, A. y yo, donde la gente se arremolina en espirales de humo y, por esa escalera, las conversaciones suben al cielo. Un cielo del que, a veces, bajan ángeles.
A. parecía un poeta centroamericano de los años 80, con tanto trago y tanta sonrisa a medias. La barba, el pelo alborotado. Un artista-guerrillero, suspendido en un alambre imaginario, mandando un enorme corte de mangas –también imaginario- a todos los que se lo merecen, que no son pocos. Yo, en mi cómodo papel de cronista, de testigo que entra y sale del primer plano, pregunta, asiente, bromea. Un facilitador. La verdad sea dicha, hacíamos una pareja demoledora y ella, la musa que hubiera llegado, por fin, a certificar que lo íbamos a conseguir, a tocarnos con la magia suficiente para conquistar esta ciudad y el mundo entero.
Yo, consciente de ello, le pedía, una y otra vez, que me bendijera. Le pedí por la leona, la única que he conocido. También le dije que estaba escribiendo y que sabía que si ella me bendecía, todo iría bien. Todo. No quiso. Dijo que ella era una mala persona. Habló de una hija. Quizás una hija a la que había perdido o con la que ya no se hablaba o una hija con la que vivía peleándose todo el día. Yo lo que quiero es que me bendigas, porque sé que eres un ángel -un barniz brillante en sus pupilas-, pero basta con que le pidas algo a un ángel para que se niegue a hacerlo. Los ángeles no tienen jefe, ni horario. Los ángeles toman las decisiones. Los ángeles saben historias increíbles y se ríen de todo. Los ángeles pueden sorprenderte bajo la piel de una mujer desahuciada a la que nadie quiere pagar el siguiente vodka. Decía que era escritora y que estaba vetada en el bar por no sé qué disputa terrenal. Qué injusticia. Esa noche, éramos sus guardianes.
A. y yo la invitamos al siguiente vodka y eso nos valió la expulsión del paraíso. Después de dejar una propina a la altura del encuentro, nos dijeron que nos fuéramos a nuestro puto país –bueno, A. dijo antes algo de los americanos-. Si estás en el paraíso o en el cielo, me imagino que el puto país al que se refería la camarera era el mundo, la calle helada surcada por taxis amarillos. Afuera, en el asfalto lleno de nieve y de viento y de luces nocturnas y de todos esos edificios que te van como escoltando, miré atrás y nuestro ángel se iba, calle arriba, sin despedirse. Algo había perturbado su espíritu, no sólo la camarera. Quizás mi insistencia, quizás la vida. Caminando junto a A., riéndome, supe que la bendición ya estaba funcionando y, entonces, supe que todo iba a salir bien. Todo.