Viví una infancia en la que los niños aún sabían quién era Aníbal. Aníbal Barca, caudillo de los ejércitos de Cartago, azote de la República romana, pues he de comenzar aclarando que este pecio no está dedicado al coronel John “Hannibal” Smith, protagonista de la serie de televisión El equipo A o al doctor Hannibal Lecter, el inquietante protagonista de la película El silencio de los corderos, sus secuelas y protosecuelas (no me gusta nada la muy extendida precuela). No me caben demasiadas dudas de que los creadores de ambos personajes de ficción debieron de inspirarse cuando eligieron sus nombres en el general cartaginés. Existen algunos nombres cuyos portadores tienen muy difícil desprenderse del peso de la evocación constante del héroe epónimo que los inspiró. Aníbal es uno de ellos.
Aníbal es una voz púnica, una lengua semítica que los colonizadores fenicios llevaron a sus establecimientos en el norte de África y en la Península Ibérica. Anibal viene del nombre del general en latín: Hannibal, que era a su vez una transcripción del púnico Hannī-ba’al, “Baal es mi gracia”, de Hannī, “mi gracia” y ba’al, “señor” o Baal, dios por antonomasia de la naturaleza y de la fertilidad de los antiguos pueblos semíticos. La raíz semítica *hann es el origen de los nombres Ana, del hebreo hannâ, “gracia”, y Juan, del hebreo yohānān, “Yahve ha mostrado su gracia”.
Escuchar la palabra Aníbal nos evoca el asedio al que sometió a la ciudad de Sagunto. El nombre de Aníbal, también, nos evoca automáticamente a un animal: el elefante, y a la epopeya de atravesar los Alpes con aquellos proboscidios acostumbrados a otros climas mucho más benignos. Aníbal nos hace evocar también a un hombre con parche, pues recordamos –aunque sólo sea por el cine y no por la lectura de Tito Livio y de otros historiadores romanos– que el general cartaginés perdió su ojo a consecuencia del malhadado paso a través de los Alpes. Con Aníbal evocamos también uno de los más claros ejemplos de odio eterno, no en vano su padre, Amílcar Barca, le hizo jurar ante los dioses de Cartago que consagraría su vida a combatir al enemigo romano. Todo esto lleva el nombre Aníbal en esas seis letras (en castellano). Si existen nombres cargados de significado y de ecos profundos, Aníbal es uno de ellos.
Pero Aníbal, como todos los personajes históricos tuvo un final trágico (trágico desde el momento en que, conocedores de la historia, siempre sabemos su final). Sus dos vencedores fueron Publio Cornelio Escipión, cuyo agnomen o apodo fue “El Africano”, porque derrotó definitivamente a Aníbal en África, en la batalla de Zama el 19 de octubre de 202 a.C., y Quintus Fabius Maximus Verrucosus, apodado Cunctator, “el que retrasa”, pues logró convencer al Senado de Roma de que la mejor estrategia en la lucha contra Aníbal consistía en demorar el choque con sus ejércitos y aplicar una política de tierra quemada hasta que las legiones romanas estuviesen preparadas. Con su perspicacia Quinto Fabio Máximo preparó el camino de la victoria de Escipión (cognomen derivado de scipio, “cayado”), pero al igual que Moisés no entró jamás en la Tierra Prometida, Cunctator demoró tanto el enfrentamiento final con Aníbal que no pudo vivir lo suficiente para conocer la victoria de Roma sobre Cartago.
Los fundadores de la Sociedad Fabiana (Fabian Society), precursora del laborismo británico, se inspiraron aquel político romano y sus tácticas para denominar su movimiento, que abogaba por medidas graduales y no revolucionarias para reformar el capitalismo. Aníbal y sus enemigos, Escipión y Fabio Máximo, tres héroes del Mundo Antiguo cuyos nombres siguen teniendo una enorme carga evocativa.