Los animales son animales y los humanos, humanos. Es cierto que también somos animales, pero también es cierto que no lo somos. Los animalistas creen que los animales tienen derechos inalienables, como los tienen los humanos. Razonan como animales. Los que no se confiesan animalistas razonan de modo parecido; hay animales con derechos (los humanos) y animales que carecen de ellos (el resto). Obviamente, el peso de los argumentos de los segundos (los humanos no animalistas) es mayor que el de los animalistas. Es fácil entenderlo: todos los animales son, en principio, inhumanos, es decir, no humanos. Podemos hacer con ellos lo que queramos, pero no al contrario. Podemos divinizarlos, comérnoslos, adoptarlos o exterminarlos. Al primer grupo pertenecen Apis o los toros de lidia; al segundo grupo, pertenecen las gallinas, los cerdos y una miríada de especies comestibles según costumbres o imperativos culturales o religiosos; al tercer grupo pertenecen los animales salvajes (cuyo salvajismo es una mera consecuencia de la declaración de un paraje natural como “natural”, esto es, aprovechable para el gozo estético-científico) y los animales domésticos, es decir, los animales salvajes sojuzgados por placer, conveniencia o egoísmo antropocéntrico a lo largo de la historia. Al último grupo pertenecen las alimañas, que también son animales, pero, ay, sin otro destino que el de ser meticulosamente exterminados: cucarachas, piojos, ratas, ácaros, arañas, moscas, mosquitos y un sinfín de especies odiadas por los humanos.
Los animales, en efecto, carecen de cualquier derecho por la simple razón de que son incapaces de reclamarlos, formularlos o imponerlos. Son lo que queremos que sean: enemigos o amigos, especies protegidas o materia orgánica de uso gastronómico. Los animalistas son, en este sentido, unilaterales: exigen que consideremos a todos los animales según su particular punto de vista, estético. Hoy logran que se aprueben leyes idiotas sobre el maltrato animal y mañana prohibirán el consumo de carne. Quizá los más radicales aboguen por la supresión, incluso, de los insecticidas; matar al mosquito que me ataca será constitutivo de delito. El animalismo es un fanatismo tontiloco; no aspira a cambiar el mundo, sino a devolvernos a nuestra felizmente perdida animalidad. Quieren que todos seamos animales. Son objetivamente peligrosos.
El peligro del animalismo radica en la confusión, siempre letal, entre ética y estética. No hay una ética ligada al respeto por el mundo animal, sino una estética, es decir, una valoración intelectual de algo que, privado de esta valoración, no tendría sentido espiritual o significación profunda. Los animalistas, por ejemplo, no comprenden que la tauromaquia es un fenómeno estético. Si tuvieran razón, y los espectadores fueran sádicos despreciables, toda la plaza al unísono pediría sangre; el toro sería descuartizado lentamente, o gaseado, o quemado a distancia con sofisticados lanzallamas. Los toreros serían aclamados por su crueldad creativa y en las tabernas taurinas se oirían comentarios de este tipo: “qué bien estuvo fulanito cuando le amputó las cuatro patas al toro de un tajo, qué gusto ver tanta sangre, qué bonito el hígado del toro hábilmente extraído, que maravilla ese ojo que saltó de sus órbitas, que estupendas las convulsiones del morlaco cuando lo rociaron con napalm…”. Pero el espectador no aprecia la sangre, ni la crueldad, ni la muerte del toro sin más. Ve lo que el animalista no ve, del mismo modo que para un profano, la música dodecafónica es ruido.
Los animalistas suponen que es incoherente mostrar amor por los animales y, a la vez, apreciar el arte de la tauromaquia. De nuevo la confusión: un juicio estético puede ser contradictorio con otro. Un juicio ético, en cambio, no. No hay una ética en nuestro trato con los animales, sino, a lo sumo, una larga tradición prosopopéyica, de personificación. Proyectamos sobre ellos lo que somos y lo que no somos. Nos gustan las fábulas. El animalismo es una fábula pergeñada por fanáticos.