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Mientras tantoAño nuevo Jemer

Año nuevo Jemer

Contar lo que no puedo contar   el blog de Joaquín Campos

 

Resulta curioso el moverse dentro de páramos culturales. A mis anchas. Camboya, sin ningún género de dudas es uno de esos páramos culturales, por mucho que sus defensores occidentales justifiquen su pobreza intelectual en un hecho que se produjo hace ya 40 años: el gobierno de Pol Pot descuartizó al país asesinando al 25% de su población, esmerándose en quitar de en medio a los más inteligentes, por precaución. Hoy la población se mueve entre Lexus por millares, iPhones por decenas de miles y una falta de escrúpulos sin parangón entre los pudientes que no me queda más que asociarla con la creciente inversión china en el país, la primera entre todas las naciones del mundo que, curiosamente, siempre elige a países corruptos para sellar amistades y asociaciones. Y no olvidemos otro detalle escabroso que demuestra qué es Camboya: Hun Sen, el primer ministro más longevo en su cargo de todo el planeta, era jefecillo de los Jemeres Rojos que hoy juzgan, en pantomima hiriente, los trencillas del Tribunal Penal Internacional de la ONU, que siguen sin citar al primer ministro en un acuerdo corrupto hasta límites inaguantables.

 

El Año Nuevo Jemer genera pena. Primero, porque los camboyanos dejaron su calendario budista para amoldarse al gregoriano. De hecho, no he dado con ni un solo nativo que sepa qué es el calendario budista. Lo máximo que llegan a balbucear es que estamos en el 2015.

 

Otro asunto es ver cabras por todos lados. Cabras colgantes en coches, cabras serigrafiadas en camisetas y cabras en la boca de bastantes nativos. Debe saberse que en China sí es el año de la cabra, celebrado hace ya dos meses. Pero aquí nada tienen que ver, ni en fechas ni tradiciones, con el entramado mandarín que tocó techo hace ya más de 2.000 años, cuando Confucio.

 

Pero lo que de verdad clama al cielo es ver muchísimos negocios y hogares decorados con motivos navideños. Y he dicho navideños. Sí, navideños. La catástrofe, desde hace siglos, se cierne sobre nuestras cabezas. Que a mayor información mayor desasosiego. Que por aquí, como en China, algunas mozas llevan colgantes con crucifijos y nadie sabe quién era Jesucristo ni dónde queda la iglesia más cercana. Pero no ocurre nada. La globalización congelará nuestros cerebros mucho antes de que la industria farmacéutica decida darnos el antídoto contra el cáncer. Que si todavía no conocemos la pócima de la Coca Cola qué podríamos esperar de los que manejan los hilos en cuestiones médicas.

 

La cultura, y que quede claro, es todo lo contrario de aquello de lo que se hace cargo el ministerio correspondiente, o de lo que vacila el pueblo mientras devuelve películas en el videoclub apestando a Brummel y mascando chicle sin azúcar. Por eso las escuelas, institutos, universidades y, generalmente, los teatros municipales y casi todas las exposiciones politizadas son bazofia. Apestan. Amiguismo clientelar en cada premiado con una exposición, protección al retrasado de la clase, proliferación de esbirros que imitan a Hitler o Mao en los campus, y programas culturales en las televisiones a los que sólo les falta el balón de fútbol.

 

Pero volvamos a Camboya, donde justamente ahora se celebra un año nuevo extraño: porque no sabes si estás en China o en Polonia; en Taiwán o en Andorra. Yo, por lo pronto, me siento en la gloria, paseando a solas, con la mugre ascendiendo por las paredes de los, generalmente, cochambrosos edificios –si en algo se parece Camboya a España es que aquí hace fiesta todo cristo, basureros incluidos, cuando ese gremio, además, casi no existe– mientras sus moradores andan a la greña de la fiesta impostada dándole a la cerveza en provincias cercanas, kilométricamente hablando, pero lejanas por culpa de las carreteras, tan cercanas a las de Uganda, en número de socavones y falta de arcenes o medianas.

 

Lo que sí se cumple a rajatabla es lo de ir a rezar a los muertos, dando dinero a los monjes azafranados, para luego salir disparados a casa a ponerse tibios de alcoholes varios. ¿A que les suena?

 

Lo que sí realizan los más jóvenes son donaciones forzadas por la situación: como en Camboya no existe prestación social alguna ni jubilación, los hijos y nietos que trabajan en la capital regalan buena parte si no la totalidad de sus minúsculos ahorros, imposibles de agrandarlos por los irritantes sueldos de los que disponen. Porque en Camboya el abuelo no le compra la bicicleta al nieto, sino que el nieto se pasa por la tienda más cercana para adquirir 40 paquetes de fideos y cuatro bolsas de kilo de glutamato. Luego se hacen fotos con dejes importados de Occidente para el último día de celebración caer en un profundo sueño del que despertaran de nuevo trabajando. Y así hasta el año que viene.

 

 

Joaquín Campos, 16/07/15, Phnom Penh. 

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