Como un condottiero o un cónsul en tiempos de penumbra para la república, un imperio en lento declive, como la morrena de un glaciar que fue glorioso y ahora apenas tiene nieve con la que reflejar el sol, llega Donald Trump. Se presenta como el héroe que su país necesita para volver a ser grande. Un hombre providencial, que cuenta con la bendición de Dios Todopoderoso (que impidió que los enviados del maligno le mataran dos veces en su camino hacia la Casa Blanca, ese tempo donde todo deseo y añagaza se purifica y se domina el mundo). Para ello cuenta con un renacido Partido Republicano que ha vuelto a levantar la banderola del destino manifiesto, y que ha sabido arrastrar en su lectura interesada de la realidad a una caterva de millonarios y a una legión de parias, blancos empobrecidos por la globalización y despreciados por las élites de las dos costas que no conocen el sufrimiento y las penurias que su vicepresidente (el heredero, J. D. Vance) sí ha experimentado en carne propia y a pesar de todo superó todos los obstáculos con Dios y la voluntad. Todos tras el mesías de las torres doradas y el pelo naranja que se pone como ejemplo de lo que se puede conseguir mintiendo como un bellaco y diciéndole a sus partidarios lo que quieren oír. Así ha conseguido que más de 71 millones de seres supuestamente racionales le den el poder que ha pedido para reinar sobre sus almas y las de sus enemigos. América primero. Un malentendido que puede llevar al mundo a un abismo resplandeciente.
Cuando murió Franz Kafka de tuberculosis, el 3 de junio de 1924, en un hospital cerca de Viena, su ex amante, traductora y admiradora Milena Jesenská escribió una necrológica en un diario checo: “Era lúcido, angustiado, sereno y bueno, pero escribió libros terribles y dolorosos. Veía el mundo poblado de demonios invisibles que aniquilaban a las personas indefensas. Era demasiado clarividente, demasiado sabio para vivir, y demasiado débil para luchar (…) Todas sus obras describen el horror de los misteriosos malentendidos y de la culpa inmerecida que atormenta a los seres humanos. Fue un hombre y un artista dotado de una conciencia tan escrupulosa que seguía alerta incluso cuando los demás, sordos, ya se sentían seguros”.
Sordos, ciegos, seguros en una almadía de cartón piedra, encaramados a una realidad alternativa que les ha puesto en bandeja un líder para estos tiempos sin sustancia. Un hombre sin más atributos que su propio narcisismo y egolatría, sin escrúpulos, pero con el talento de los que son capaces de encandilar a las masas y convencerlas de que va a llevarlas a una tierra prometida que no puede ser más que un espejismo. Pero la gente quiere creer.
Yo no quiero el consuelo de Kafka, sino su desesperanza lúcida, su prosa capaz de mostrar a los demonios invisibles y palpables que aniquilan a las personas indefensas, a los inocentes, que son los que más van a sufrir, en Estados Unidos y en todos los despeñaderos, ríos secos, costas, marismas y desiertos del mundo. Acaso este epitafio de Milena Jesenská sirva este 6 de noviembre de aviso de lo que se nos viene encima con el triunfo en la potencia indispensable de un tipo atroz (espejo cóncavo y convexo de la era) que se ha ganado el aura de lo inevitable. El Gran Circo de Oklahoma vuelve a funcionar a todo trapo mientras suenan clarines estridentes soplados por ángeles oscuros con una pistola bajo el ala.
Por azares de la necesidad me encuentro con los cuadros silenciosos, de una soledad tan bella como inquietante, que Félix de la Concha ha pintado al aire libre, soportando todas las estaciones, en Iowa, en ese país desconocido, que no acertaron a auscultar los doctores de la realidad, periodistas y analistas encerrados con el juguete de sus prejuicios y sus deseos. Iowa se puede visitar hasta el viernes 8 de noviembre en la madrileña galería Fernández-Braso, y es quizá un amable antídoto visual y espiritual contra la asperura de los tiempos que vienen, un maremoto para el que no tenemos palabras que al descifrarlo nos descifren.