lunes, 13 de febrero, 1989
Mejor no esperar nada de la vida y, al mismo tiempo, esperarlo todo de ella. De momento, una casa cerca del mar para poder escribir. Escribir copiosamente antes de Berlín y de mi más largo viaje.
Sigue siendo lunes, el mismo lunes largo y tristísimo. Abrí la pantalla y allí estaba. El mensaje de Joaquín Vidal: “Tu amiga Cruz ha muerto”. Mi amiga Cruz. La esperé durante todo el domingo. Su llamada y la llamada de Sandra. Teléfono en silencio. Íbamos a hablar de su monólogo, porque le había parecido demasiado difícil y demasiado triste el Monólogo entre una mujer y una puerta. Dios mío. La esperé durante todo el día, y no me preocupé, porque la informalidad era parte de su carácter, nada a reprocharle. Pero no llamó porque estaba muerta. Desde la noche del sábado. 24 horas muerta, sin que nadie la descubriera. Y a mí me llega la noticia esta misma mañana. Y todavía miro alrededor, para cerciorarme, y se me llenan los ojos de lágrimas. Cruz, Cruz. ¿Qué ocurre cuando se mueren los mejores amigos que uno tiene? Esos amigos con los que no es nunca necesario emplear un gran número de palabras. Desde aquella noche en la plaza de la Quintana en la que ambos nos descubrimos el amor por el teatro. Cruz, Cruz. Muerta. Es demasiado sólida, demasiado rotunda, demasiado irreparable esa palabra. Unidos en los desastres, porque el mismo día que a ella le dejó Florián a mí me dejó Iria, y lo hablamos, tristes e irónicos bajando hacia la Puerta del Sol. Santiago, Vigo, Madrid. Mis agendas están llenas de direcciones suyas. Nos besamos, pero nunca hicimos el amor. Estuvimos cerca, hace dos veranos, en el apartamento de su hermana Conchi, en Coruxo, sobre el mar. Pero yo no quise. Le escribí un poema que prometí mejorar, pero nunca lo hice. Luego se enturbió nuestra amistad cuando no la elegí para interpretar el papel de la Mística de La edad de oro de los perros. Y nunca acabó de perdonármelo. Mi falta de confianza en su formalidad a la hora de trabajar. Le escribí un monólogo. Se lo leí ante mi primo Beni en la cafetería Gran Vía, cerca de la casa de sus padres. Demasiado duro, demasiado obsceno, demasiado difícil. Demasiado obsceno. Nunca dejamos de hacernos confidencias, sobre nuestros respectivos amores y fracasos. En Vigo, en Navidad, comenzamos a restaurar nuestra amistad. Tenía mala conciencia por no haber confiado en ella. Una estupenda actriz, pero mejor mujer. En ningún momento pensé que se hubiera suicidado. A pesar del gas. Monóxido de carbono. Cruz, Cruz. Dios mío. Una feria de despropósitos, o acaso las cosas deben ser así. Con su hermana Conchi y su marido, otro hermano, una cuñada. Madrid bajo un extraño sol de febrero. Lunes, 13, largo y tristísimo. El Instituto Anatómico Forense y el informe del forense, el juzgado de guardia y la autorización para trasladar el cadáver (el cadáver de Cruz), la funeraria municipal y el catálogo de ataúdes. Pasamos juntos el fin de año de hace tres, cuando todos nuestros sueños estaban como intactos. Íbamos a trabajar en Galicia, algún día. Mi mala conciencia y mi propia devoción por ella. ¿Qué ocurre cuando se mueren tus mejores amigos? “Tu amiga Cruz ha muerto”. Debería estar en Vigo, en el entierro. Cogeré ese tren nocturno. Mañana, Dios mío. Y me tragaré todas estas lágrimas que me persiguen desde la calle, desde un lunes largo y tristísimo, este extraño y soleado lunes de febrero. Cruz ha muerto y eso es así, helado, irremediable. Un cadáver no duerme, un cadáver está frío. Y no voy a escribirle ya nunca nada, menos difícil, menos triste, menos obsceno. Sólo la muerte, más obscena y más real que todos mis textos. Cruz, ¡que solos nos quedamos ahora!