martes, 14 de febrero, 1989
Otro día más sobre los hombros, las burlas, las aduanas que levantamos ante los otros y la melancolía. Desde aquí, en este restaurante junto a la estación del Norte, puedo ver el Manzanares –el cabrilleo de las luces en el agua– y los coches que se desvanecen camino de Alcorcón, de Móstoles, de quién sabe dónde. Otro día para que se nos pase la tristeza, para que nos acostumbremos a su ausencia, porque no tiene remedio la muerte. No sé por qué me aterra la idea de abrazar a la madre de Cruz. Acaso porque temo sus preguntas, por las razones de otra muerte absurda, pero que nos toca tan cerca que es como si el hecho nos quemara las manos y los párpados, este entendimiento que se estrella una y otra vez contra la misma noche y que ni siquiera ese tren que ya esta formándose bajo la enorme marquesina de la estación del Norte va a iluminar. Otro tren mío hacia el mar, hacia la costa. No vamos a vernos más, a hablarnos más. Proyectos rotos, reducidos a polvo, a cenizas, porque la muerte es así de minuciosa. No deja ningún cabo suelto. Porque ni siquiera estos cabos, estas palabras que agito como ascuas, este tren nocturno que estoy a punto de coger, sirven efectivamente para nada.
Me gusta estar solo aquí, en este restaurante sobre el río, y las luces rojas de los coches, desplazándose como fuegos fatuos. Todavía dispongo de unos minutos para entristecerme más, para pensar en el ritmo del tren sobre los raíles. Ciudades acostadas al borde del camino, entre este río casi inmóvil y el mar. Su hermana me dice por teléfono: “Está muy guapa”. Guapa mi amiga muerta, los párpados helados, los labios yertos. Y yo vuelvo después a mis asuntos, y no quiero que sepan que estoy triste, y quiero que lo sepan sólo mis amigos, todos esos amigos que quiero, que esta noche deposito con cuidado en el río, para que nadie les arrebate la vida, toda esa vida frágil y dulce, tan amarga, que les queda por delante. Mañana entierran a Cruz en el cementerio de Pereiró. Pensé que debía estar allí, junto a ella, cerca del mar. Para que la memoria coseche toda esa tristeza y la retenga. Porque cuando se mueren nuestros mejores amigos parece como si toda la realidad enfermara y se resintiera nuestro mapa del mundo. Ahora hay sombras espesas y el tren está a punto de partir. No quiero perderlo. Vigo es un espejismo. La muerte, no.
Vigo, miércoles, 15 de febrero
Por lo menos he visto el mar. Toda esta muerte impregnándolo todo, incluso la hermosura de este día que invita a una boda, no a un entierro. ¿Dónde están nuestros hermosos días grises bajo la lluvia? Reducido a cenizas el ánimo. Su madre me abraza como si se abrazara a la vida. Un largo abrazo al pie de ataúd, el ataúd que elegimos el lunes en Madrid, cubierto de flores. Luis Mariño lleva un tulipán rojo en la mano. Amigos que creía perdidos hace tiempo, desde Compostela, allí estamos todos, desbordando la capilla del cementerio, tristes y enamorados. Ahora escribo en este café de Vigo, Las tres luces, tan moderno, tan inútil. Malentendido con mi madre a raíz de una cruz ausente en una esquela. Quería hablarle del abrazo de Elvira Comesaña: “Ella te quería tanto. Estaba tan ilusionada con el monólogo que ibas a escribirle. Esta muerte me arrastra a mí”. No consigo escuchar con nitidez sus palabras: “Tienes que agarrarte a la vida”. El albañil es tan eficaz como cualquier enterrador.
Cae la noche sobre mi infancia y el mar de Alcabre. Del Kiosco das Almas Perdidas al bar de la señora Mercedes, junto al camino de la playa el bar Perucho. La señora Mercedes ya no está tras el mostrador, fea y desconfiada. Tal vez sea su hija la que ahora despacha. Han pintado el suelo de un ocre amarillento. El retrete es diminuto. Tras un boquete que hace de ventana se ve una luna que crece despacio en un cielo azul de plata. Cruz dormirá sola esta noche en el cementerio de Pereiró. No hay nada más oscuro que la muerte. Pasan los automóviles camino de la playa ahora que la noche se hace más densa y mi tiempo se agota. Escribo sobre el mismo mármol de tantas otras veces. La cerveza está tibia, como mi corazón. Bajé a la playa de Alcabre a cumplir con mis propios ritos. Me había traicionado a mí mismo en mis dos viajes anteriores. Y el pretexto era lamentable. Es como decir que no hay tiempo para escribir cartas. Llegué cuando el sol ya se había ocultado entre los árboles. El bar se queda solo. Me quedo con la hija de la señora Mercedes en este anochecer de febrero, tan tibio como mi corazón y la cerveza. El mismo perfil del matadero, las rocas, las palmeras. Quiero memorizar el estruendo del mar hasta que me perfore los oídos. El agua cambia de color a medida que el resplandor del sol pasa del amarillo al rojo y del rojo al malva. Marea baja. Y ese sordo retumbar de los motores de los buques en la caja de la ría. Dos aviones trazan líneas blancas en el cielo. Pasan barcos que no me van a servir para huir de aquí. Vendría todas las tardes de invierno a recorrer esta misma playa. El albañil selló la tumba con cemento. ¿Qué queda del alma? En este barrio que recuerdo tanto. También mi abuela duerme para siempre. Se hace tarde. Cenar en casa antes de volver a la estación. Una casa cerca del mar. Los plátanos están secos. El mar escuece. Bajar todas las tardes, antes de escribir. Todo lo que todavía tengo que escribir. Aquí me abrazo a mí mismo, planto un rosal, escribo un artículo, una carta a la madre de Cruz, otro monólogo alegre, como si fuera para ella. Los sonidos del enterrador: ese martillo fijando la losa con pequeñas cuñas de madera, esa pala apurando el cemento, cegando todas las ranuras. Solos, y el mar percutiendo hasta dejar los tímpanos reducidos a cenizas. Como si nunca supiéramos nada de la vida. Azul de plata. Ahora recuerdo. Cruz, tus labios, y bajo hasta el mar a compadecerme. Lo que ahora es sólo ausencia, este azul, este febrero, los muñones amargos de los plátanos.