Time to go. Ha llegado el momento de que se marche. Por el bien de Estados Unidos y del mundo en general. Y hasta de mí mismo, que soy una hormiga humana y no estoy en ningún sanedrín del poder. Voy a tratar de evitar el nombre del 45º presidente de Estados Unidos en este artículo. Denigra a la primera potencia democrática mundial y resulta inconcebible que este millonario de la construcción y de la telerrealidad haya podido llegar a la Casa Blanca, haya estado contra viento y marea cuatro años en ella y aspire en las próximas horas a renovar su mandato. Dios o la Providencia no lo quieran.
Cierto, merecen un respeto los casi 63 millones de norteamericanos que votaron por él el pasado 8 de noviembre de 2016. Pero a fecha de hoy sigo sin entenderlo. Por mucho que fuera un castigo contra Hillary Clinton, que en realidad le superó por 2,8 millones de sufragios aunque luego mediante ese complejo e indirecto proceso de número de compromisarios ganara él. Sí, él, con una reputación por los suelos dentro del Partido Republicano, con sus finanzas mermadas y con su familia bastante dividida por su deseo de llegar a la presidencia.
Es verdad que el populismo comenzaba por entonces a perfilarse como uno de los grandes males del presente siglo antes de que llegara más tarde el gravísimo problema del virus. Y él era prototipo de ese fenómeno. La Rusia de Putin se infiltró en las redes sociales para interferir y seguramente tuvo mucho que ver en el resultado final. Sin embargo, ni él mismo tenía esperanzas de ser el nuevo inquilino de la Casa Blanca y de que las encuestas del último mes se equivocaran groseramente. El escándalo de los mails públicos utilizados torpemente por Hillary y el reproche público del entonces director del FBI también influyeron.
En cualquier caso, nadie en la dramática noche del 8 de noviembre de hace cuatro años apostaba por su victoria. Ni siquiera cuando las cadenas de televisión nacionales anunciaron que había vencido en Florida, uno de los Estados bisagra clave. Melania, su atractiva y hierática esposa, lloró cuando él le dijo que había ganado. No fueron lágrimas de alegría, sino probablemente de pena, de horror por lo que iba a ocurrir. Nadie mejor que ella conocía al personaje.
Recuerdo que seguí la noche electoral con interés e inquietud. Daba por supuesto que Hillary ganaría y en el fondo me agradaba por ser una persona preparada y además mujer, otro hito después de lo ocurrido hacía ocho años con Obama, un afroamericano. Sin embargo, la esposa del ex presidente Clinton y él mismo eran políticos a los que entonces acusaba la prensa de estar en manos de los lobbies y de enriquecerse a manos llenas. Mal está, yo pensaba desde mi refugio por entonces en Santa Cruz de la Sierra (Bolivia) trabajando como cooperante en una ONG dirigida por un obispo español galardonado de cuyo nombre y de su institución preferí olvidarme poco después. A la mañana siguiente, cuando me reuní en el desayuno con sus más estrechos colaboradores descubrí que lo que había pasado esa madrugada en Estados Unidos les importaba un pimiento. Como si eso no les influyera. Ellos preferían comentar los resultados de la liga de fútbol boliviana y los últimos chismorreos del famoseo del altiplano, que también lo hay por esos parajes. Qué equivocados estaban, pensé.
Desde el primer instante de su llegada a Washington hizo gala de sus malas formas y de su ignorancia de la política. Engañaba a uno prometiendo un cargo mientras que en la otra habitación se lo daba a otro. Hablaba con sus colegas de otros países y les gritaba amenazándoles con esto o aquello. A mí me recordaba por momentos a James Gandolfini en la maravillosa serie Los Soprano. Si bien le faltaba la humanidad y hasta la humildad que muestra en el filme el capo mafioso Tony Soprano.
Sus gobiernos le duraban lo que un caramelo en el patio de un colegio. Despedía a sus ministros a gritos, hablaba mal de ellos a sus espaldas y, obviamente, éstos le pagaban con la misma moneda. En su primer año de mandato, en el que ya hizo de las suyas abandonando el acuerdo internacional sobre cambio climático y rompiendo el nuclear con Irán, fue un político solitario, que no se fiaba de nadie, como Richard Nixon en sus últimos meses. Se desahogaba con sus presuntos amigos millonarios neoyorquinos de lo mal que lo trataba esa clase de políticos interesados.
Michael Wolff y Bob Woodward describen bien en sus respectivos libros lo que sus colaboradores más estrechos, incluido Steve Bannon, su gurú electoral y alma mater hasta que le dejó, pensaban de él. De su carácter impulsivo hasta la vehemencia y de sus problemas para centrar la atención en la lectura de un documento más allá del primer folio y de cómo decidían colocar encima de algún paper que recogía una idea loca suya otro menos comprometido con la esperanza de que se le olvidara. Y eso pasó, por ejemplo, a la hora de renegociar el acuerdo con México.
Ése era él, a quien de repente se le metía en la cabeza si fulanita se había metido en la cama de un fulanito, y lo preguntaba a alguno del gabinete, apadrinaba a Macron como si fuera hijo suyo, odiaba a Merkel acusándola de no poner más dinero en lo militar, insultaba en público a Trudeau o se mofaba de «ese gordito» de Kim Yong Un para luego citarse con él y no llegar a nada. Abrió la caja de los truenos con Pekín lo cual dio comienzo a una guerra comercial no resuelta, levantó igualmente ampollas con la Unión Europea, de la que nunca se fio, anunció a bombo y platillo un plan de paz para Oriente Próximo, muerto desde el inicio, y cacareó el famoso muro con México, que nunca ha llegado a terminar, al tiempo que endureció la política migratoria y miró para otro lado cuando surgía violencia racista en el país. Pero su gran bestia negra fue como no podía ser de otro modo la prensa, en particular el New York Times, el Washington Post y la CNN, a los que acusó desde el primer minuto de ir contra él, de publicar mentiras y de explotar las que según él los demócratas manifestaban desde el Congreso. Frente a las fake news que, según él, confeccionaban los medios creaba la política de «hechos alternativos».
Sin embargo tuvo suerte, incluso hasta con el impeachement, que apenas se sostenía pese a que había presuntos delitos mucho más serios que el fiscal especial Robert Mueller decidió archivar. Pareció serenarse un poco gracias a que la economía se mantenía sólida y el desempleo tocaba tierra hasta niveles históricos. Pero la magia se le rompió con la llegada del covid-19. Los buenos datos económicos se fueron al traste. Allí volvió a ser él, en su vehemencia y paranoia de siempre. Acusó a China de haber creado el virus en un laboratorio, de haber ocultado la gravedad. De puertas afuera, cuando salpicó a Estados Unidos un poco más tarde que en Europa, le restó importancia, si bien, como demuestra el último libro de Woodward, conoció por sus asesores que la pandemia no era una broma. Y por supuesto no lo era cuando ha causado ya 230.000 muertos en su país.
En fin, hoy tienen sus compatriotas la oportunidad democrática de obligarlo a empacar con su familia y regresar a su torre dorada neoyorquina, de descansar en su mansión de Mar-a-Lago, en Florida o de jugar al golf en una de sus propiedades en Escocia.
Sin duda, no hay que hacer un profundo ejercicio analítico para concluir que es y será el peor presidente de Estados Unidos de toda la historia. Su llegada y su presencia en el poder, al margen de dividir y polarizar a la sociedad norteamericana, muestra que la idiocia es actualmente uno de los males mayores de nuestra sociedad. De Norte a Sur, de Este a Oeste. Tan grave o más que la maldita pandemia que nos abruma. Ésta confío en que la superaremos tarde o temprano con la vacuna. Pero, ¿y la otra? Tengo serias dudas al respecto.