20 dólares y el brazo de una niña.
Tras dar por finalizada la entrevista y mientras el periodista se despide, uno de los hombres que le han mostrado parte del campo de desplazados internos de Char-i-Qar a las afueras de Kabul saca una fotografía doblada de su bolsillo. En ella puede verse a una niña ensangrentada y tendida en una cama.
-Han sido los americanos. ¿Quieres hablar con ella?”
-¿Es posible?, ¿Está aquí?”
-Sí. Ahora la traemos”
A penas diez minutos más tarde, un hombre se acerca con la niña agarrada por un brazo. El único que le queda. La niña llora. La han traído a la fuerza, no quiere hablar y, mientras insiste en taparse el muñón que tiene en el hombro, el periodista percibe su equivocación. La misma insistencia de los hombres en mostrar la herida, es la que la niña invierte en taparse. Le levantan la voz y le piden dinero al extranjero para comprarle medicinas. Pura escenificación. La única salida digna que el periodista encuentra para terminar con esta situación es darle el dinero a la niña, pedirle que se vaya e insistir para que el traductor se disculpe en su nombre todas las veces que haga falta. Mete la cámara en la bolsa con un gesto exagerado de desaprobación y da por terminada la visita. Posteriormente el traductor explicaría que lo más probable es que la niña se haya ganado una paliza y los hombres se hayan quedado con el dinero.
Muchos pensarían que se ha perdido una buena historia. Una niña afgana amputada por un misil norteamericano. Lágrimas y muñón incluidos. Apenas media hora de trabajo y 20 dólares de inversión por los que quizás llegasen a sacarse, a lo sumo, 150 de beneficio. Otros opinarán, en cambio, y sin faltarles la razón, que debido a la llegada de un periodista, una niña ha recibido una serie de golpes de sus mayores, que la utilizan para ganar dinero. Independientemente de la valoración ética que la situación merezca, eso puede sucederle a un periodista extranjero en Afganistán cuando busca historias con las que denunciar lo que sucede en el país.
La historia me sucedió a mí hace apenas dos semanas. Y la reflexión surge a raíz de una frase de Renzo Martens durante su intervención en una mesa de debate en el Palau de la Virreina, en Barcelona, en el marco de la exposición Antifotoperiodismo: “Las personas fotografiadas permiten que se capture su imagen porque creen que mejorará su situación a corto plazo, con un plato de comida, o a medio plazo, con una intervención política. Nosotros sabemos que no es así. Deberíamos decírselo siempre. Deberíamos dejar claro que eso nunca sucederá”.
Como antídoto ante la depresión del periodista y ejerciendo de trasunto del riego de tales dilemas con una buena botella de vino, Antifotoperiodismo es una exposición impagable, capaz de acolchonar a puñetazos la conciencia del más cínico con unos cuantos ejemplos aún más complicados que el ya relatado, casi de novato. Un par de horas por delante, y participará de una interesante reflexión sobre los límites de una profesión sometida continuamente a retorsiones éticas y estéticas.
Antigua Yugoslavia. Un equipo de televisión le da indicaciones a un niño: “quítate la camiseta”, “póntela”, “mira a cámara”, “quítate la gorra”, “póntela”, “sentaos aquí, sentaos allí”. Hablan con víctimas de crímenes de guerra. Mientras miden la luz. Aparentemente se olvidan de que quienes tienen delante son seres humanos que sufren. Puede comprenderse. Ellos sólo están haciendo su trabajo. Nada que no hayamos visto antes.
Tras dos horas de reflexión, Antifotoperiodismo termina con el trabajo kurdo de una fotógrafa que renunció a su propio proyecto para dedicarse a recuperar las fotos perdidas de otros. Las que los propios protagonistas habían sacado. Una dura reflexión sobre el fotoperiodismo llevada hasta su último extremo, y jugando además con la sofisticada y propositiva elección de proyectos personales que se muestran siempre con nombres. Nombres y personas que representan decisiones éticas, profesionales, y económicas. Desde la estudiada escenografía compuesta para mejor relato del horror hasta la cámara que, definitivamente, se cuelga como cuelgan las botas los futbolistas apenas rebasada la treintena.
¿Quieres conocer a los talibanes?
Tardes de merienda en Kabul. Encuentros con fixers (periodistas locales que, a cambio de una módica suma, se convierten en los ojos, oídos y perros-guía de extranjeros con prisa y sed de noticias). Si es un amigo, 50 dólares. Si no lo es, pero es buena persona, 125 dólares. Si es un gran profesional que además quizás se convierta en amigo al terminar el trabajo, 175. Aprovechados, 300 dólares. Siempre por día. Tres de cada cinco terminan con la misma pregunta. ¿Quieres hablar con los talibanes? Tengo un contacto. Con tiempo y dinero, puedo llevarte allí. 2.500 euros para hablar con un comandante talibán. O con un antiguo compañero de colegio que, turbante, barba y Kalashnikov en ristre y largas horas de coche hasta una casa en la montaña, contará exactamente lo que el periodista siente que debe llevarle a sus editores.
El periodismo es caro. Y exige resultados.
La exposición Antifotoperiodismo gira en torno a la proyección de Enjoy poverty, una película documental-intervención del artista contemporáneo Renzo Martens. Su tesis: “Estaría bien que los pobres entendiesen que la pobreza es un recurso y puede extraerse beneficio de ella”.
Renzo Martens se acerca a un grupo de fotógrafos congoleños. Bodas, bautizos y comuniones. Algún cumpleaños. 30 dólares al mes. ¿Por qué conformarse con eso si pueden ganarse 1.000 dólares al mes fotografiando el hambre y la muerte para el hombre blanco? Taller formativo de por medio, el grupo de africanos reclutados -beneficiarios- se siente preparado para su nueva labor. Sueñan con su nuevo ingreso. Martens gestiona una reunión con el responsable de Médicos sin Fronteras en el campo de refugiados de Goma. Se niega en redondo a colaborar con los fotógrafos locales.
-No voy a dejar que mis pacientes y mi logo sirvan para hacer dinero.
-¿No es eso lo que hacen los fotoperiodistas occidentales empotrados en sus misiones? -inquiere Martens-.
-Por supuesto que no. Eso es comunicación, noticias.
-¿No ganan dinero con ello? -insiste Martens-.
-Ellos saben sacar fotografías. No se limitan a apretar un dedo sobre un botón.
El objetivo del taller de formación no se ha cumplido. Los fotógrafos locales continuarán documentando la vida diaria de sus vecinos. Sus momentos felices. Se les veta la representación del sufrimiento. No obstante Martens se despide con una frase icónica: “Haber accedido a vuestro sufrimiento me ha convertido en una persona mejor. Me ha enseñado mucho. Os estoy muy agradecido”. Le encanta parafrasear a Angelina Jolie cuando declara lo mismo una y otra vez ante las cámaras de la CNN. No parecen entenderle.
Renzo Martens interviene en una mesa redonda junto a Rafael Vilasanjuan, antiguo secretario general de Médicos Sin Fronteras y declara: “Mi obra molesta porque es un retrato del statu quo más preciso que el que estamos acostumbrados a ver. Vemos el sufrimiento en África, pero siempre mostrando como nosotros mismos lo aliviamos, ya sea en calidad de periodistas o en calidad de trabajadores humanitarios. Los periodistas viajan patrocinados por organizaciones ya que no tienen ni el tiempo ni el dinero ni la información necesarias para realizar su trabajo. Se convierten en rehenes de un mensaje muy concreto: la exculpación del hombre blanco a través de la ayuda, el foco sobre la corrupción, la ineptitud y la corrupción, cuando no el salvajismo, que caracteriza a los países negros”.
Martens insiste en denunciar el conglomerado creado por la unión entre periodismo y organizaciones no gubernamentales. Según él, mantienen una situación en la que el periodismo se hace más barato, generando más beneficios y reproduciéndose, por tanto, cada vez más. Nuevas vías de negocio en contexto de crisis. Con una intencionalidad clara, la recaudación se hace a costa de quienes sufren.
-Se trataría, por tanto, de un nuevo periodismo empotrado humanitario -añade Martens- en el que nadie tiene la culpa de nada individualmente ya que todo tiene una explicación racional, compasiva e incluso solidaria.
Su trabajo muestra que para los habitantes de África es imposible desarrollar la más mínima felicidad y critica que cuando nosotros la representamos hacemos negocio, monetario y mental. Creamos, recaudamos y nos realizamos a sus espaldas.
Empotrados.
Cinco días de gestiones. Finalmente, un vecino General que tiene un sobrino comandante sobre el terreno y un Teniente norteamericano con ganas de ayudar incluyen al periodista extranjero en una operación de la policía afgana. Kilómetros de carretera, varias horas de caminata por la montaña, confusión, un millón de explicaciones respecto a diversas tácticas militares y más de un centenar de hombres movilizados. Resultado: dos talibanes detenidos. Gran escena y mejor noticia si no fuera porque se trata de una escenificación ante la que no se sabe cómo reaccionar. ¿Insistir en las preguntas o disfrutar del material grabado? ¿Quedarse con la exclusiva o desenmascarar el teatro propagandístico ante el que tantos han caído? Nadie lo sabrá jamás a menos que se cuente. Los policías miran al extranjero. La comunicación, en Pashtun, es imposible. Ellos piensan que el periodista mentirá. El periodista sabe que lo piensan. Han caminado cinco horas en vano para él. Al terminar, el Comandante pide dinero “para invitar a comer a los soldados”. El periodista sabe cuánto ganará con esta historia. Trato hecho.
El cinismo. Su ausencia.
El instrumento, la provocación. El personaje de Renzo Martens en Enjoy poverty genera arcadas de la conciencia. Desde el público se le acusa de lucrarse con lo mismo que denuncia. Sonríe. “No puedes sentir empatía con las personas que mueren de hambre en la película, o con la explotación, o con la enfermedad, pero te sientes ofendida porque yo gane dinero realizando esta obra. Eso es exactamente lo que pretendo conseguir, que entiendas que el fotoperiodismo sobre África es algo creado por nosotros, para nosotros mismos. Y que dejamos a los africanos y sus sentimientos fuera del negocio. Nos lucramos con su sufrimiento y lo convertimos en modo de vida. Explicarlo así es más honesto que fotografiar una caricia sobre la cabeza de un niño que sonríe, que el rictus de dolor ante la muerte, que la entrega de un camión cargado con ayuda”.
“El protagonista, siempre el periodista. El mayor riesgo, la falta de cinismo. Que ideológicamente estemos convencidos de que realmente el periodismo puede cambiar el mundo”. Renzo Martens. Antifotoperiodismo. Por un puñado de dólares.