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Antología

Hace un par de meses emprendí la tarea definitiva de mi vida: elaborar una selección de mis artículos, ordenarlos en temáticas y empezar a andar con ellos de editorial en editorial como un chamarilero. Planteé el trabajo desde un punto de vista práctico, porque yo he escrito mucho y además muy bien, así que la antología comprendería sólo desde 2008 hasta este artículo que está usted leyendo mientras se lleva las manos a la cabeza. La cosa empezó de maravilla. Yo soy alguien que no pone muchos obstáculos a los antólogos y escribo con amplios márgenes para las anotaciones biográficas y las curiosidades del destino. Así llevaba un par de noches entre papeles y anotaciones, releyéndome en un ejercicio tan delirante de autoafirmación del yo que empezaba a pensar si no sería más humilde fundar una religión, cuando de repente me separé de la mesa y tuve la certeza de que si seguía con aquello me iba a morir.

 

No era la primera vez que me pasaba, pero sí la vez en la que más cerca estuve. Morirme, de hecho, hubiera sido lo más natural del mundo. “Falleció precisamente cuando se disponía a publicar una antología de su obra desconocida”. Lo había leído cientos de veces en cientos de periódicos, y lo extraño era saber de alguien sobre quien no se preparaba una selección de su obra al morir. La antología luego la prepara la viuda y de repente, contigo bajo tierra, llega el éxito, el dinero y las rupturas familiares. Así que dejé la tarea un poco asustado, preguntándome si no habría ido demasiado lejos y había pasado ya el punto de no retorno. Me toqué el corazón, que noté desacompasado, y me metí en la cama después de deshacer el trabajo realizado, creyendo así que alejaría el infortunio, mientras ensayaba una última frase no fuera a sorprenderme el final aquella noche. Pensaba en Goethe, que dijo aquello de “¡luz, más luz!”, pero en el fondo yo sabía que si la muerte me sorprendía por habérseme ocurrido recopilar mis artículos lo único que iba a decir sería “mecago en la cona que me parió”.

 

Morirme no es que sea una cosa que me tenga a mí muy traumatizado, pero tampoco voy a andar pillando atajos. Cuando alguien me ofrece drogas y yo acepto serenamente en paz conmigo mismo y con el mundo, jamás digo esa frase tan desafortunada que ha provocado ictus y sobredosis a manos llenas: “Venga, va, pero la última”. No la digo para no engañarme, de acuerdo, pero también para no morir, porque siempre he creído que no hay un suicidio mayor que el del torero que anuncia que la del domingo será su última corrida. Manías, dirán ustedes. Pero cuando me llaman de una compañía aérea para decirme que ha quedado una plaza libre y ya puedo coger el vuelo, les pregunto amablemente si ese ofrecimiento se lo harían a su padre, y siempre cuelgan aterrorizados entre disculpas.

 

Lo de volar, de todos modos, viene de lejos y es común a la población, como el miedo a la oscuridad o el pavor  a los hombres grandes de voz aflautada. En todos los aviones a los que yo me he subido hay un testamento y un croquis del tratamiento en prensa de la catástrofe, que varían siempre dependiendo de mis afectos y la nacionalidad del vuelo. La última vez que me puse a ello fue llegando a Santiago desde Madrid. Hubo un intento de aterrizaje que no salió bien. Cuando el avión empezó otra vez a subir cogí la mano que tenía a mi derecha, que con los nervios pensé que era la de mi mujer y resultó ser la de un señor de edad escandalosa, y le dije apretándosela mientras cerraba los ojos: “Bueno, pues ya está”. Después de eso, sin reparar en su mirada trastornada, hice lo que es tradición: echarle un vistazo al pasaje, uno por uno, no fuera allí haber un famoso y fastidiarnos el duelo a todos, tipo “mueren Bustamante y 97 personas más”, que en ese caso, qué quieren que les diga, yo casi prefiero asaltar la cabina y acabar mis días como un muyahidín.

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