Brutal alumbramiento, emoción turbia. Como un rostro al que le hubiesen de repente arrancado la máscara, y con ello la carne -o la piel- fuese también arrastrada en forma de humo; así aparecen las espectrografías en el mundo del arte.
Pero también, y al tiempo: delicada evanescencia; y aun más: desvanecimiento, como un garabato de sombra estremecida que nos advierte, por el humo mismo y los rescoldos que resplandecen flamígeros, del calor y el fuego escondidos. Y con su mismo carácter tan purificador como abrasivo, no exento de crueldad. Con la lucidez temblorosa y fantasmal de la llama, que lo vuelve todo más sutil, más transparente: depurado.
No podemos, por tanto, más que relacionar el efecto de una espectrografía con el método poético de Mallarmé; quien, al cabo, no deja de ser contemporáneo del descubrimiento de los rayos X. En ambos casos, el objeto elegido tiende a perder sus contornos y se desdibuja hasta difuminarse en una nebulosa de impresiones no del todo definidas.
La retórica enigmático-impresionista del poeta francés busca más que nada evocar, sugerir y, en todo caso, decir no la cosa, sino el efecto espectral e incantatorio que produce su reverberación sonora en las palabras.
En lo que concierne a la obra plástica sometida a la radiación, allí se evidencia algo que también se produce en la configuración de la palabra poética: la imagen transparece, se vuelve un centro difuso de luz y de ignición que semeja inflamarse por sí mismo, desde su propio interior. Inmanencia incandescente que es el vuelo impalpable, momentáneo, entre la ausencia y la presencia, la comparecencia y la finitud, en que toda palabra y toda imagen se definen y deciden: dándose, exteriorizándose en una apertura en la que el referente brilla encendido por su ausencia.
Así pues, apariencia en trance, en tránsito: aparición. Pura visión, ingravidez y ligereza que, no obstante, siempre es signo y reclamo de toda poesía. Pero también des-realización fantástica, fantomática, de lo referido traspasado de su propia forma y sentido. Cuerpo fulminado por afán ansioso de esclarecimiento, cuando el exceso de claridad conduce al definitivo misterio. Misterio por luz plena, o tiniebla, pues “tinieblas es luz donde hay luz sola”, que dijera Unamuno.
La imagen radiográfica, flotante, desvalida, no evoca solo una dimensión visual -incluso ultravisual, o mejor: trans-visual- sino, de un modo más enfático, un estado incorpóreo, pre o postformal, larval, póstumo incluso.
Constituye en sí misma un nudo contradictorio; por un lado, efigie de la redención o liberación cumplida del espíritu, que se quiere el estado esencial de la cosa; justamente lo que Mallarmé entendía bajo el término de Idea: destilación sutil “tan misteriosa como pura es una armonía…”. Por el otro: tortuosa purga -purificación descarnada y nunca del todo conseguida o cumplida- a que la materia misma, el cuerpo de la cosa, ha de someterse.
El proceso de radiación convierte las imágenes en redoblados fantasmas de luz, que lo son además por mostrar una escatológica transformación interior, al modo de un método expiativo que solo puede conducir a la quemazón completa del icono; su desaparición en forma láctea, fugitiva, en penitencia de humo y cenizas.
Pero, mientras tanto, en la transparencia alcanzada -transfiguración tan sádica como gloriosa- la figura se sobrevive a sí misma, como ausencia y en su ausencia misma. Se ofrece informe y ardiente y se dispone -o desvela: último desnudamiento- en una lejanía de imposible captación que, al tiempo, suscita en el contemplador una imparable -por insatisfecha- voluntad demente de examen y escudriñamiento, de excesiva y viciosa o tenebrosa posesión.
Conduciendo la imagen al límite de su propio misterio, mortificándola hasta convertirla en humo, al aniquilarla en favor de una realidad última y esencial, la espectrografía, procedimiento dialéctico y, en definitiva, barroco y nihilista, nos muestra la frontera misma en que la existencia de la verdad solo es posible al borde de su nada.