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Mientras tantoApenas pongo orden, dicho orden caduca

Apenas pongo orden, dicho orden caduca


El MACBA se suma este otoño a la tendencia de algunos centros de arte a exhibir sus colecciones reordenadas. El Reina Sofía lo hizo el año pasado. Cabría preguntarse sobre la conveniencia, en el marco de un museo público, de utilizar las piezas de la colección como parte de un discurso impuesto al visitante. Es fácil caer en trampas didácticas que difuminen, tras el velo del contexto o del episodio crítico, lo que una obra de arte tiene de único, de indescifrable, de abisal, en su íntima relación con el espectador, que es quien le da la vida. Sin duda una ordenación basada —por ejemplo— en el orden alfabético de los títulos, garantizaría el máximo respeto hacia el enigma que conforman juntos la pieza y quien la contempla. (Yo sería feliz en la sala «S», donde, en torno a la «i», se acumularían todas las obras sin título. Siempre me he identificado con esa dejadez perezosa).

Hay algo de exultante y a la vez aterrador en la idea de que nada en el mundo sea tan único como para no poder entrar en una lista. Para Perec todo es enumerable, pero ninguna clasificación es duradera: Apenas pongo orden, dicho orden caduca.

¿Cómo nos influye la primera obra de una exposición, la primera escena de una obra, el primer tema de un concierto, la primera frase de una novela? Hoy, mamá ha muerto. O tal vez ayer, no sé. Vila-Matas admira este comienzo de Camus. ¿Qué diferencia hay entre llevar tatuado el número 12360 o el 80064?

Decía John Berger que «Trigal con cornejas» se vuelve otro cuadro cuando conocemos que es la última obra que Van Gogh pintó antes de suicidarse. Al saberlo, la pintura cambia, se convierte en una ilustración del suceso.

Cuando en un determinado momento de nuestra vida nos asomamos a una obra de arte, la clave no es lo que debemos saber de ella (todo lo que nos digan será ficción) sino lo que necesitamos encontrar ahí y ahora. Por ello Berger habla de esos tableros donde pinchamos fotos, recortes, postales. Todas las imágenes han sido elegidas de un modo muy personal para ajustarse y expresar la experiencia del habitante del cuarto. Lógicamente, estos tableros deberían reemplazar a los museos. Son esos pequeños atlas privados con los que ilustramos nuestra forma de llevar el mundo a cuestas e intentamos explicarnos la vida.

Quizás por eso esté teniendo tanto éxito Pinterest —el tablero de tableros, el Atlas Mnemosyne digital y global—, esa aplicación que nos permite con facilidad pasmosa crear, clasificar y compartir en la Red colecciones de imágenes. Pinterest almacena el ADN visual de nuestros gustos y deseos, nuestra particular manera de embalsamar la existencia con imágenes muertas a las que, como ventrílocuos, hacemos hablar. Yo lo uso, y disfruto ideando etiquetas y clasificaciones. Pero apenas lo hago, el orden caduca y entonces, como Meursault, continúo sin saber si mamá ha muerto hoy o quizás ayer.

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