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Apocalipsis juvenil. El temor de los profesores a hablar ‘en el desierto’ para la sangre de recambio del sistema

Cuando se acerca el fin de curso algunos profesores y padres llegamos en un estado de ánimo tan agotado que ya no sabemos si volvernos a casar, comprarnos un perro, jubilarnos o recurrir a una forma discreta de autolisis. En resumen, el habitual trastorno bipolar del resto del año se transforma en junio en algo más complejo, difícil de definir en tres –¿trastorno tripolar?– o cuatro puntas estadísticas.

 

Tras soportar el curso entero la más inimaginable mutación anímica de la juventud –esa eterna juventud que ya somos todos–, unida por el cemento del griterío despótico, la pasividad y el maltrato discreto, es difícil esquivar la tentación de hacer un balance. Más difícil todavía si se intenta con cierto sentido del humor que compense un cansancio nervioso. Además de exagerado, lo que sigue puede parecer rencoroso. Pero no lo es necesariamente. Para quienes somos vitalistas, es inevitable mantener una buena relación con la sangre fresca de la juventud más atrasada; con su generosa espontaneidad, su frustración en los márgenes, su sentido del amor y del humor.

 

Pero hay novedades en esta psicopatología media. Una gran mayoría de los jóvenes parecen estar llenos: cargados de ideas y estrategias, prejuicios cristalizados, deseos instantáneamente satisfechos, conexiones virales y modas compartidas. Algunos adultos, al menos los que vivimos en una “zona libre de reggaetón”, sentimos hoy –y esta impresión se ha prolongado del Bachillerato a la Universidad– una mezcla mortífera de incultura e ideas fijas. De ahí que los profesores tengamos la sensación de hablar día tras día, por mucha ironía que se emplee, literalmente en el desierto. Con honrosas excepciones, diga uno lo que diga, el público joven escucha en el bucle de un ensimismado circuito cerrado. Es casi divertido comprobar lo que se puede decir en clase sin que nadie atienda, sin que se entienda casi nada o, peor aún, entendiendo cualquier otra cosa.

 

El resultado es que en la época de la comunicación total la palabra, en muchos escenarios, es recibida en diferido, a distancia –aunque uno esté a menos de dos metros– y con cuarenta filtros interpuestos. La seguridad es así, exiliándonos en burbujas sonrientes. Debe tener relación con esa famosa “crisis de la presencia” de la que se ocupan algunos teóricos del presente. Seguro que el mundo siempre ha sido algo así, pero hay una preocupante acentuación de esta sordera en red en la que los jóvenes consiguen la vanguardia. Sordera no sólo juvenil, es cierto, pero que quizás les afecta especialmente a ellos. Al fin y al cabo, dentro y fuera de las aulas, la sociedad les mima como si fueran el eje del mundo. Y es lo que son, aunque se quejen, la sangre de recambio en el sistema.

 

La media aritmética juvenil consiste aproximadamente en que, al conectar sus respectivos ensimismamientos numéricos, ellos giran en círculo, ignorando suavemente todo lo que no entra en el hahaha continuo en el que se encierran. Se ha dicho que se cumple así el plan inconsciente de convertir a la masa juvenil en los nuevos “chinos” de la precariedad laboral, de la sociedad low cost que les va a maltratar. Por supuesto, en inglés y con sonrisas, pero con un futuro maltratado asegurado en el que ellos pasarán de reyes virtuales a esclavos reales.

 

Mientras tanto, maltratan. Con este estilo surfeante que les caracteriza, ignoran todo lo que parezca difícil, raro, lento u oscuro. El “gamberro” que abandona los estudios es con frecuencia popular –aunque no llegue a youtuber– porque empuja al extremo la indolencia que es actitud de fondo de la mayoría. Esto es así desde hace tiempo, pero se ve espectacularmente acentuado año tras año.

 

Muchos jóvenes están de vuelta de muchas cosas que han vivido sólo en pantalla. Por eso salen a “cazar sin hambre”, decía un padre un poco desesperado. Debido a la geometría variable en la que vibran –tecnologías, modas, argot, corte de pelo, imágenes virales–, esa función de onda continua les permite perder a bajo coste la capacidad para lo simple y rotundo. Antes muertos que sencillos, decía la canción, aunque lo que importe sea casi siempre sencillo. A la juventud actual le cuesta incluso lo que se podría llamar fidelidad, que también es simple. De ahí que se pueda decir que es bastante platónica –en el sentido de Nietzsche– y convencional, pues se eleva sin cesar a estereotipos que ahorran la individualidad. Ellos viven en una especie de discreto “modo avión”, en una diversión continua que salva de lo trágico, que al fin y al cabo decide finalmente la suerte de cada uno, tanto en el amor como en las notas. En contra de lo que sería la naturaleza de su sangre joven, les cuesta escuchar y estudiar de manera intuitiva, llevando las ideas que circulan al sentido común para hacer una mezcla que separe el “grano” de la “paja”.

 

De ahí que los contenidos –hasta los de informática– con frecuencia se les hagan raros, difíciles, demasiado largos. Se debe a que los tragan en bloque, como si Sócrates o Lispector fueran marcianos y no estuvieran hablando de la experiencia común; como si Deleuze, Onetti o Arendt fueran sólo la materia de un examen, cultura pesada, y no un arma para sobrevivir en una sociedad que va a ser implacable, también cuando esté dirigida por ellos. Todo lo que les rodea promete facilidades sin fin, pero se les engaña para convertirlos en material maleable.

 

¿Cómo, cuándo despertarán? ¿Al precio de qué traumas, cuando hasta fracasar está prohibido en nuestra cultura del aplazamiento continuo?

 

Durante muchos días, mientras la aburrida autoridad del adulto habla y habla, no hacen ninguna pregunta. Dejan hablar, poniendo su favorita cara abstracta, punteada aquí y allá con bostezos, bromas por lo bajo y ojeadas clandestinas al móvil. Los nombres y teorías que escuchan les resbalan, como un tedio ajeno a sus rápidos intereses. Después, en vísperas del examen o de la cita amorosa, estresados de pronto tras días y días de divertida comunidad digital, se hacen demasiadas preguntas, a veces muy secundarias, mezclando lo importante con lo que no lo es. Salvo excepciones, como no han llevado las ideas a la experiencia, que tienen tapada por esa divertida variación que les satura, las ideas quedan a la espera de ser memorizadas en una víspera que comienza dos horas antes.

 

Curiosamente –bendita democracia– las mujeres, que siempre habían sido “superiores” en cierta intuición terrenal, no caen menos en la trampa de esta espuma flotante que nos encarcela. Lo cual indica que la paridad, al menos en esta anulación estética del individuo, se está cumpliendo. Triunfa masivamente una estrategia masculina –elevarse, ser una estrella, divertirse sin parar, no tocar tierra–, pero adornada con modales emocionales femeninos. ¿Toda la sociedad admira a la juventud para vampirizarla, porque representa la soltura en la ignorancia que nos permite correr, sin ningún complejo de culpa?

 

Para lograr que la vida no pese, ni estar a solas con nada, vivimos sedados por una catarata de novedades virales. ¿Qué indican las pantallas móviles pegadas continuamente a las caras en la calle, la clase o el transporte público? Por lo pronto, un secuestro generalizado de la atención. La humanidad elegida, vocacionalmente juvenil aunque tenga sesenta años, no quiere estar a solas con nada, con nada difícil que frene la ansiada fluidez de nuestra velocidad de escape. De ahí esta entrega masiva a una tecno-dependencia compartida. El joven interactivo –a veces con cuarenta años– maltratará todo lo que no sea líquido y ligero, de la enseñanza pública a los padres, de las películas difíciles a los profesores universitarios. Todo lo que sea sólido y opaco, lento y difícil; todo lo que podría hacernos durar fuera de la obsolescencia programada, que nos condenará mañana a ser chatarra sideral, será abandonado con un gesto de suficiencia y hastío.

 

Que después ese joven ultra-conectado a la hegemonía de la pantalla total sea el más feminista del mundo, el más ecologista, sólo es la coartada ideológica para que la violencia que ejerce sea indetectable, pues coincide con la moda que se vende por doquier. Es posible que muchas alarmas exteriores –del terrorismo al cambio climático, de la inmigración a la violencia machista– las usemos como una cortina de humo para ocultar la catástrofe que está ocurriendo en nosotros, disfrazada en esta interactividad obligada. Es sabido que la juventud “siempre ha sido así”, y tiene que ser así, pero ahora se presenta aliada con seniles poderes mundiales. Tal vez por eso se ha convertido en modelo y se puede prolongar impunemente, mucho más allá de los treinta años.

 

Ejemplarmente, en esta inmadurez unisex, en el narcisismo expandido que –hasta los setenta– exige un divorcio perpetuo de cualquier compromiso. Para empezar, con un complejo pasado. Cuando algunos mayores parecen ponerse duros y exigentes, a veces sólo intentan compensar el líquido amniótico en el que viven sus retoños con cierta ironía, a la fuerza analógica y cruel. Con mejor o peor humor, algunos adultos no pueden evitar cierta agresividad hacia esa mutación transversal que invade a una adolescencia prolongada. Pero esto no es la norma. En una reciente graduación de Bachillerato se podía comprobar cómo, invadidos por el continuum de una diversión obligada, hoy apenas existe distinción de edades ni sexos. Madres e hijos, padres e hijas, bachilleres y universitarios flotamos en la misma noria de “felicidad”, programada a la carta. Los padres son como los hijos, los profesores son como los alumnos, y viceversa, en una especie de camaradería horizontal que esconde sus jerarquías y discriminaciones. El único principio es el entretenimiento, es decir, la estrategia de la indiferencia a lo “raro” que no circula. Más o menos como en la televisión, donde el locutor anuncia con la misma cara radiante una noticia luctuosa que un hito musical. Ese aire de espectáculo igualitario es mentira, exactamente como lo era cualquier otra ideología del pasado, pero su atmósfera debe durar el día entero hasta que nos acostemos, precisamente para que no se vea nuestra condición de esclavos del actual amo acéfalo, flexible y sin nombre.

 

Es el apocalipsis de la normalidad, el de la cobertura perpetua, donde nada épico debe ocurrir. Dentro de poco todos estaremos tan integrados, en esta nube de la desintegración, que no habrá más que seres marginales, desalojados de la sombra de su propia alma e incapaces de sentir nada sin prótesis.

 

Por debajo del entretenimiento nada es horizontal y el poder sigue emanando de un individualismo feroz, aunque hoy haya de tomar vías perversas. Nunca hemos sido “iguales”, y tampoco hace falta: ¿en qué me parezco yo a mi primo? Si acaso, la tragicomedia humana exige sentirnos hermanos: semejantes en el secreto inconfesable que nos recorre por dentro. La condición mortal tiene en cada cual un relieve distinto, difícilmente comunicable: eres tímido o audaz, triste o alegre, rápido o lento. Te quieren o no, tienes amigos o no, eres popular o no. Tienes o no tienes dinero, lo mismo que buenas notas… Así de simple. Por supuesto, la vida en sociedad exige de algún modo reprimirnos y fingir –bendita hipocresía y educación– para que la comunidad sea posible. El problema es que nos lo creamos de verdad, confundiendo la necesaria ficción compartida con la realidad subterránea. El problema es la inmersión, con los dos hemisferios y las dos manos, en esta noria interactiva de las facilidades publicitarias. En momentos cruciales y difíciles, igual que hace mil años, siempre estaremos solos; necesitamos incluso estarlo antes de poder expresarnos y tener algo que decir.

 

Si alguien quiere sobrevivir, en un mundo darwinista de selección permanente –y no menos por la izquierda que por la derecha–, no debería mendigar reconocimiento ni vivir enredado. Un día u otro ha de imponerse, ejercer una fuerza, buscando la singularidad de su sitio real. A ser posible debe hacerlo con sentido del humor, simpatía, buenos modales y piedad. Pero, finalmente, ha de conquistar un lugar sin pedir permiso a nadie. Es necesario llevar hasta el final lo que somos, que no ha sido elegido, que es aquello en lo que hemos de creer. Y hacerlo sin excesivo miedo al fracaso. Todos despertamos a golpe de accidente, que al menos indica lo que no es nuestro. No hay otro camino que esta común ley de gravedad, distinta e intransferible para cada cual.

 

Con un constante estruendo, seamos adolescentes o adultos, hoy se nos promete otra cosa. Pero ceder en el chantaje de una juventud sin límites, aplazando indefinidamente la crudeza de despertar para seguir en el limbo de los sueños estelares, hará más duro el día de mañana. Un mañana que ya está aquí, en el subsuelo de nuestras escenas radiantes. Tocar esa tierra escondida es inicialmente un poco duro, pero acaba teniendo la magia de un fuerte erotismo.

 

 

 

 

Ignacio Castro Rey es doctor en filosofía y reside en Madrid, donde ejerce de ensayista, crítico y profesor. Entre sus libros últimos cabe destacar Votos de riqueza (Madrid, 2007), Roxe de Sebes (Los libros de fronterad, 2016) y La depresión informativa del sujeto (Buenos Aires, 2011). Sobre el freno al pensamiento en Occidente y otras cuestiones afines, el autor ya ha dicho casi todo lo que tenía que decir en su último libro Sociedad y barbarie (Melusina, 2012). En FronteraD ha publicado, entre otros artículos, Los astros subterráneos. Mito y poesía en Clara JanésSobre la inquietud espacial de las poblaciones. La condición de extranjero,  Mañana en CubaDe Oaxaca a DF. Impresiones de un pasajero inmóvilMarx en red. (El origen de la religión verdadera), y mantiene el blog Crítica y barbarie. En Twitter: @ignaciocastrore

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