Este texto pertenece a la novela por entregas La Privada Moderna
Cap 18 Apolonia
Apolonia era hija de Orencia, la curadora que tenía el espíritu de Don Julián. Pues bien, Apolonia, que era más astuta que las gallinas, me parece que no se escribe así, se encontraba ensayando algunos pasos del Kamasutra que le había prestado un contramaestre de un barco mercante, ya retirado, que lo había conseguido en Calcuta. El contramaestre ya no estaba para mucho porque había quedado algo baldado con ocasión de una mala interpretación de los consejos de un gurú tántrico al que consultara en la India. El había ido en busca de ampliación del texto, esto es, quería dibujos, ya que aquella edición no estaba ilustrada. El gurú, como hacía algo de viento por los monzones de la India tenía la verga dándole dos o tres vueltas al cuello, a guisa de bufanda y aún le sobraba para echarsela por los hombros, un tanto indolentemente, como viera hacer a la maharaní de Kapurtala. Esta no era otra que una tal Anita, bastante fresca ella y que acabó con toda la guardia del maharajá en una noche en que éste se descuidó y le destrabó la boca, tampoco creo que se escriba así, y salió el maharajá despavorido al no escuchar el rítmico entrechocar de las lanzas de los guerreros que hacían guardia a la puerta de su cuarto cada vez que se cruzaban. El llamaba a voces «¡A mí la guardia!» ¡A mí la guardia!» Nadie acudía. Mientras tanto, Anita estaba tumbada comiendo con candidez rojas cerezas mientras ponía cara de poker. Y la guardia que no acudía mientras el maharajá gritaba más y más hasta que, al fin, por culpa de un hueso de cereza que se le atragantó a Anita, la maharaní, esta tosió y comenzaron a salir escuadrones de la guardia, con lanzas, escudos y rodelas, todos subiéndose los bombachos, confusos y anonadados mientras Anita, para disimular, no hacía más que decir mirando para los que salían, «¡Qué gana de comprometerla a una!» «¡Qué barbaridad! Si una no se puede quedar traspuesta.»
Cosas por el estilo que no convencían al Maharajá que, enredado en las arañas de palacio, gritaba «¡Ay de mí, qué afrenta!» Y cuánto más decía esta palabra, más se cabreaba Anita porque, decía, la vejaba, y los guerreros comenzaron a subirse por toda la cuerna para desenredársela de las lágrimas del duro cristal veneciano y, entonces, hubo que hacer venir a los elefantes de palacio que eran trescientos cuarenta y siete. Pero los elefantes, con sus trompas enhiestas, se equivocaron de entrada y entre las risas convulsas, atolondradas e inconscientes de Anita, volvió a armarse. Y el Maharajá «¡Ay de mis elefantes!, con sus colmillos y todo. ¡Ay de mí!»
Los guerreros que ya habían logrado encaramarse a la últimas guías de aquella molesta cuerna que coronaba la real cabeza, no sabían qué hacer. El maharajá gritaba «¡No vayáis que os mato!» Pero ellos andaban renqueando. «¡Que os aplastarán los elefantes!» Pero ellos comenzaron a deslizarse por lo arbustos como chicos por pasamanos. Anita seguía riendo y comiendo cerezas y trabando elefantes a los que ellas confundía, evidentemente, porque se creía que todo era trompa y esperaba para ver al descomunal poseedor de aquellos atributos. En esto, que las lámpara de Murano que pendían del techo se vinieron abajo. Anita, entonces, sí comenzó a asustarse y empezó a llamar a su madre que vivía en Almodóvar y que, como es obvio, no podía oírla. Pero Anita era así, muy poco razonable, nada lógica y algo bastante exagerada con un si es no es de excéntrica.
El caso es que el gurú, bajo una cierta influencia de la maharaní de Kapurtala, llevaba cual boa sobre los hombros una buena parte de la referida verga y, con el resto, se había hecho una especie de túnica o peplo que le arrastraba por el suelo. El contramaestre que se creyó que aquello eran alfombras persas entró pisando fuerte sobre ellas. El gurú dio un salto y casi se ahoga. Pero como era gurú y no podía perder la compostura se contuvo y por no gritar a tiempo y desahogarse comenzó a ponerse tenso. De ahí data el famoso terremoto de Calcuta que tantas víctimas causó y que rompiera todos los sismógrafos en la escala de Richter, pues llegó al número 77.
Nadie supo nunca cómo había logrado liberarse el contramaestre. Pero el pobre, que había llegado con la sana idea de ampliar conocimientos se volvió a sus tierras, bastante impresionado, y fue entonces cuando conoció a Apolonia a quien prestó el ejemplar del Ka- masutra sin ilustraciones para que ella se ejercitase. Por lo que Apolonia era increíble. Algunos dicen que así como el espíritu de Don Julián había entrado en la madre de Apolonia, en la rubicunda señora Orencia, algo le falló al bueno del médico, y había descompuesto las neuronas de Apolonia. Por decirlo de alguna manera.
El caso es que aquella tarde, como Apolonia no tenía nada mejor que hacer, se había entretenido con hojear el Kamasutra. La verdad es que lo tenía dominado, pero, cosas del destino y de la ociosidad, no se le había ocurrido más que hacer experiencias por su cuenta. Es decir, intentaba ensamblar las diecisiete posturas más importantes al mismo tiempo, sin desenredarse. Y, claro, echó mano de lo diecisiete hijos del Talabartero, todos de la misma edad y oliendo a brea, que andaban por allí matando el tiempo. Apolonia iba silbando y un talabartero iba subiendo. Por eso, cuando pasaron lo bomberos hablando un inglés horrible y agarrándose a cornisas y balcones, no daban crédito a sus ojos al reparar en lo que sucedía tras los cristales de la habitación de Apolonia. «¡Gentlemen…!», comenzó uno de ellos y luego de aclarar la voz concluyó con la célebre frase de Nelson a bordo de la fragata Victoria antes de entrar en la batalla de Trafalgar. Y los bomberos trataron de ser consecuentes.
Ataron el carro a la verja del balcón, a pesar del pataleo de los caballos, era natural, los pobres sentían vértigo, y se apearon con sus mangueras para auxiliar a los diecisiete hijos del Talabartero, todos de una misma edad y tan sudorosos que parecían azúcar hilado, nata montada, merengue desbordado. Estos se debatían, no precisamente impotentes, pero sí anonadados en aquella Apolonia que, era, entre otras cosas, una verdadera inconsciente.
A los niños, una vez más, no nos querían dejar mirar. Los mayores se comportaban de una manera frustradora y castrante de la que nuestra generación iba a salir tan quebrantada. Cualquier nimiedad hacía a los mayores decir «hay ropa tendida», y nos largaban a otra parte.
Al fin, una vez desenredados y recompuestos los diecisiete hijos del Talabartero, todos de una misma edad, y después de haber bombeado y achicado a Apo- lonia, lograron aparcar cerca del portal de la casa de la Carioca.
Antes de nada, hicieron salir a aquellas treinta y siete mujeres que, qué barbaridad, hacía largo rato que habían olvidado para qué se encontraban allí y no hacían más que preguntar que quién era la última. Y mientras les daban la vez, cada una hablaba de sus cosas sin echar una mano a la pobre Paca que se debatía en su taza. Las que estaban más cerca, como no las dejaban hablar a gusto, no hacían más que tirar de la cadena.
Los bomberos se las vieron y se las desearon para desalojar aquel dichoso pasillo lleno de puertas que se movían en direcciones opuestas. Los niños nos sentamos en la acera de enfrente y, de vez en cuando, veíamos a un bombero salir por los aires despedido por una puerta que actuaba como pala de pelotari. Rebotaban en la pared de enfrente, esto es, en el número seis que era donde vivía la Rara y, en el piso de arriba, doña Claudia. Las dos no hacían más que cerrar ventanas, bajar persianas y afirmar contras. Nada. «¡Qué barbaridad!» «Adonde hemos llegado.» «Ya están aquí.» «¡Cállese, señora!» «¿Me he de callar? ¡Tengo que hablar!»
Y así, las mujeres que estaban en casa de Paca, atraídas por lo insólito que era ver discutir a Doña Claudia con la Rara, fueron saliendo, pues bien sabido es, que lo desacostumbrado atrae a las gentes ociosas.
Cuando llegó Belisario, el marido de La Carioca, se topó con su suegra, la pobre señora Hipocandria con su ojo tuerto que le saludó diciendo «No sé que pasa que hoy no veo nada claro». Y era que a la buena de la tuerta con la confusión, más aparente que otra cosa, se le había movido el parche de ojo y claro, lo veía todo negro.