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Apostillas a Max Blecher

Max Blecher (1909-1938) pertenece a aquella estirpe de autores implacablemente decididos a afinar su espíritu en una incesante e innovadora búsqueda en pos de la expresión más acertada, al margen de cualquier norma preconcebida, para dar fe del misterio del hecho de vivir y sus consecuencias. En un sencillo y hermoso ensayo de 1935 en torno al poeta Paul Valéry enjuicia negativamente el enquistado “formalismo estético” del francés frente a la “espontaneidad interior o sinceridad descontrolada” de un verdadero poeta, que “vive obsesionado por una realidad misteriosa no percibida por los demás y cuya vibración íntima y patética la está escuchando en su mismidad, para estructurarla después en un poema”. (‘¿Cual es la esencia de la poesía’, Revista Vremea, 1935)

 

Así, los textos de Max Blecher, la construcción de sus terribles “irrealidades”, arrancan de su dolorida experiencia de enfermo y de su esfuerzo continuo por no perder en aquel “barro” uniforme del sufrimiento físico su identidad, sino llegar a su esencia y expresarla con “Palabras, pájaros con alas de sangre” (como reza un verso suyo). Ramón Gómez de la Serna las hubiera denominado “palabras orgánicas”.

Su corta y dolorida vida, las confidencias siempre tan decentes en torno a su continuo padecimiento, la empatía y la compasión por los demás enfermos, su delicadeza y su sensibilidad –sentimientos que traslucen en tantas páginas de sus bellísimos y desolados textos literarios, como Acontecimientos en la irrealidad inmediata o Corazones cicatrizados y también en algunos emocionantes testimonios de amigos escritores–, todo esto llega a convertir a sus lectores atentos en incondicionales y “cómplices”, tales como los anhelaba Cortázar.

 

El ‘Prólogo’ del investigador y editor Doris Mironescu, así como las ‘Notas’ del infatigable rumanista y traductor Joaquín Garrigós [de esta edición de La ciudad de los condenados y otros relatos] sitúan al escritor rumano en sus circunstancias y alisan así el camino a alguna que otra apostilla, apostillas siempre incompletas y siempre multiplicables a tantos lectores cooperantes como tenga el autor.

 

 

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Max Blecher, en sus –forzosamente– pocos años de dedicación a la escritura, toda ella marcada por un convencido personalismo y decididamente alejada de cualquier proliferación estructural o verbal innecesarias, recorre una amplia gama de modalidades de expresión literaria, sin abandonar nunca su particular y fructífero eclecticismo, impregnado del Zeitgeist, “espíritu del tiempo”. Esto quiere decir de que si por un lado asimila la tradición innovadora –como por ejemplo su afinidad con Kierkegaard– por otro dialoga creativamente con grandes autores contemporáneos, y sin dejarse llevar nunca por directrices de escuela de ninguna índole, pero sí compenetrándose con ellos  en la manera de expresarse artísticamente (evidente también en sus dibujos) con rasgos que van desde el surrealismo a los desesperados gritos mudos del expresionismo, además del absurdo, lo grotesco y el próximo existencialismo, iniciado por Heidegger… Anotar también, dentro del panorama del diálogo artístico generacional, la especial afinidad del escritor rumano por Salvador Dalí, particularmente en su apetencia por lograr alcanzar el clímax en su denuncia de la enfermedad como absurda crueldad de la vida. Quisiera llegar, según le confiesa a Sasa Pana en una carta de 1934, a aquella “demencia fría, perfectamente legible y esencial” que, aunque Blecher no lo especifique, fue percibida por él probablemente en las pinturas y textos de Dalí en torno al “método paranoico-crítico”, iniciado en 1930 en la revista Le surrealisme et la révolution con aquel terrible cuadro del “Burro podrido”. Dice Dalí: “la paranoia se beneficia del mundo exterior para poner de relieve la idea obsesiva… La realidad del mundo exterior sirve como ilustración y prueba y está al servicio de la realidad de nuestro espíritu”. En esta breve cita aflora el dinamismo del paranoico daliniano frente a la pasividad del sujeto de la escritura automática, surrealista por excelencia. El enfermo Blecher tampoco se quiere abandonar a la pasividad, lucha por no perder su identidad y por esto busca –y lo logra plenamente– establecer un intercambio activo entre el mundo interior y el mundo exterior y, es su mismidad agredida a través del cuerpo y su lucha por mantenerse firme en su ipseidad [la idea de sí mismo], el motor de los Acontecimientos de la irrealidad inmediata (1936)… Con resonancias de eco, dirá Mircea Cartarescu decenios mas tarde: “El cuerpo es como una máquina productora de alucinaciones, fantasmas… presencia tutelar para cualquier tipo de visión”. (En 1909, en ‘El concepto de la nueva literatura’, Ramón Gómez de la Serna había declarado que “la literatura es un estado de cuerpo”).

 

Al eludir cualquier dogmatismo Max Blecher supera su tiempo asimilándolo. Tanto es así que se queda solo y libre ante la imposibilidad de los investigadores para ubicarle firmemente en algún movimiento concreto de las vanguardias que, al fin y al cabo, son hoy consideradas como “históricas”, ya cerradas.

 

El autor rumano se sitúa a sí mismo, sin pretenderlo y en silencio, en el camino de tiempos venideros… hasta llegar al siglo XXI y al posmodernismo cuando, una vez más, Mircea Cartarescu le sale al encuentro no solo al emitir opiniones muy favorables sobre su obra, sino con algo que va mucho más allá: con un profundo parentesco. Dice Simona Sora en el agudo ensayo titulado El reencuentro con la intimidad (Bucarest, 2008) que “Mircea Cartarescu es un blecheriano mucho más profundo de lo que nos podíamos imaginar”. Conocedora asimismo de la literatura española, Simona Sora apunta que el prólogo de Ramón Gómez de la Serna a su novela El hombre perdido, de 1947, podría ayudar –en este mundo de la mismidad literaria– a entender mejor Acontecimientos en la irrealidad inmediata.

 

En 1987 la editorial Actes Sud publicó el libro de la escritora cubana Nivaria Tejera Huir de la espiral, retomado después por la editorial Verbum de Madrid. Su protagonista se llama Claudio Tiresias Blecher, en clara alusión y homenaje al escritor rumano, imaginado por la autora como un exiliado sufrido y ciego, perdido en el laberinto de sí mismo y vagabundeando por las calles de París de los años 60.

 

 

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Haber decidido –editor y traductor– encabezar este breve conjunto de textos blecherianos con el título de uno de ellos, La ciudad de los condenados, es un indudable acierto. El acierto consiste en el hecho de que, sutilmente, este encabezamiento orienta a los lectores no solo hacia la esencia de los textos reunidos por primera vez en libro sino también hacia la esencia de la escritura blecheriana en su totalidad ya que, en sus subterráneos, esboza, toda ella, un íntimo autorretrato de un ser enfermo, la experiencia de estar enfermo, condenado por la enfermedad. Recordemos que Blecher se inició en la enfermedad desde su temprana adolescencia (antes de la definitiva tuberculosis ósea), cuando padecía crisis de paludismo, con desvanecimientos y episodios de pérdida de identidad, relatados en Acontecimientos de la irrealidad inmediata. El contexto de la intensa obra de Max Blecher –elaborada a lo largo solo de sus últimos seis o siete años de vida y concretizada en no más de cuatro títulos de libros estremecedores, todos salidos de la Guarida iluminada de su cuerpo, con sus percepciones y sus respuestas– es el de su vivencia. Una vivencia solidaria con la de otros seres humanos, compañeros de sufrimiento, hundidos en lo “absurdo” de alguna enfermedad y “condenados” a una vida al margen de la vida, recluidos en hospitales o sanatorios, sitios cuyo sentido último consiste –partiendo de una sugerente expresión de Marc Augé– en ser unos “no-lugares”, en este caso trágicos, de tipo existencial.

 

Uno de estos lugares es el sanatorio de Berck, el primero en cuanto a la experiencia kafkiana del autor de sentirse prisionero si no de un caparazón de cucaracha sí de uno de yeso, igual que Frida Kahlo, la pintora de los huesos rotos o, decenios después ya en el siglo XXI, hermano en el sufrimiento de Tony Judt, paralizado de cuello abajo, “inmóvil como una momia moderna, solo en mi prisión corporal”.

 

 

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Es conveniente, en este fugaz acercamiento a los textos incluidos en La ciudad de los condenados y otros relatos, señalar que todos ellos, de naturaleza breve, se podrían adecuadamente enjuiciar, dentro de la historia de la literatura en lengua española, como “microrelatos”.

 

Para los lectores hispanos el término microrrelato se ha convertido, a partir de los años 80 del siglo pasado, cuando Dolores Koch deslizó en la teoría literaria el nuevo enfoque en torno a particulares narraciones breves en el artículo titulado ‘El microrrelato en México: Torri, Arreola, Monterroso y Avilés Fabila’, en algo habitual, familiar, nada extraño, atractivo, desde los de una o dos páginas a los de una sola línea. Recordar además que esta denominación está en pugna con otras muchas, más o menos con el  mismo sentido, en función del matiz que quiere resaltar el autor: minificción, minicuento, ficcion súbita, microficción, relato hiperbreve, textículo, cuento cuántico según Juan Pedro Aparicio, Juan Carlos Botero escribe epífanos, José María Merino nanocuentos… Se consideran como “géneros próximos”, en general carentes de narratividad, el aforismo, el poema en prosa, algunos estilos periodísticos, la fábula, la anécdota …

 

El resorte de esta nueva visión hispana está en varios textos de Rubén Darío, de Juan Ramón Jiménez y especialmente en textos que Ramón Gómez de la Serna, consciente de su absoluta novedad, denomina a partir de 1917 con nombres, entre otros, como ‘Caprichos’, ‘Disparates’, ‘Fantasmagorías’, ‘Gollerías, etcétera. Habrá que señalar que estos tres autores de lengua española son hermanos en el espíritu de Baudelaire y sus “poemas en prosa”.

 

Brevedad –a veces hiperbrevedad–, narratividad e intensidad sorpresiva son, como se sabe, los tres requerimientos fundamentales para que un relato entre en el nuevo canon, todavía a debate. Se requiere para un logrado texto de esta índole la precisión de un tipo de narratividad atemporal, implícita y que va directamente al punto álgido de lo narrado, sin explicaciones, ni descripciones, con un protagonista relámpago y con comienzo y final abruptos, inesperados. El microrrelato de calidad se aprecia a través de lo que silencia, sugiere y sorprende. Es un relato de gran sutileza, muy difícil de alcanzar. Además, hay que subrayar que los microrrelatos son autónomos, no son un género menor, no son fragmentos ni inicios, ni ejercicios previos para alguna prosa larga. Son simplemente ellos mismos. Dice José María Merino en un “cuentecito”: “Si supierais lo que he menguado –dijo el relato, y terminó”            .

 

En la literatura rumana, como en tantas otras literaturas no hispanas, no hubo ni hay realmente una tradición del hoy llamado microrrelato y, sin embargo Max Blecher, bien es verdad que bajo la protección de su admirado escritor Tudor Arghezi, demostró  su  apertura a las formas nuevas o, por lo menos, no trilladas. Y así, enviados desde el sanatorio de Berck, aparecieron sus primeros minirrelatos, incluidos en esta edición española, en la revista recién creada por Arghezi, Biletes de papagal (Billetes de papagayo), título inspirado en la tradición popular de los organilleros callejeros, acompañados por un papagayo adivino, que sacaba, a petición del paseante, un billete, el que fuera, de una cajita colocada encima del organillo, donde figuraba alguna predicción de futuro. Si el conocido dramaturgo Ion Luca Caragiale había introducido  en la literatura rumana las formas breves por él llamadas schita (esbozo) y también  momente (momentos), que recogían aspectos, matices de la realidad inmediata, con rasgos a veces caricaturescos, de crítica social, con matices costumbristas, unos decenios después Arghezi crea la modalidad de la tableta (la pastilla) y la de los mencionados bilete, que aspiran a emplear palabras esenciales, contrarias a la inflación verbal, para lograr así una “extensión en la profundidad”. La tableta sería una forma literaria propia del periodismo, de dimensiones reducidas y con una amplia variedad de temas.

 

Como se ve, la manera de acercarse a la miniprosa en Rumania tiene, por lo menos en lo que respecta a la concentración, bastante que ver con el canon del microrrelato, solo que se inició bastante más tarde, y tampoco abrió grandes debates. No echó raíces. Sin embargo, hay que señalar la creación, en 2016, de una revista dedicada a la prosa breve llamada Iocan. En 2013 uno de sus creadores, el crítico y escritor Marius Chivu, había publicado en la editorial Polirom el novedoso e incitante volumen titulado Best off-

proza scurta a anilor 2000.

 

 

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A continuación de este brevísimo recorrido hispano-rumano en torno a la tipología literaria del relato breve volvemos a Max Blecher y a sus relatos –microrrelatos incluidos en último libro traducidos al español, claro está, por Joaquín Garrigós y contando con la sensibilidad del editor Pablo Martínez de Pisón.

 

Englobables en los textos cuya prioridad es, además de la brevedad y de la narratividad, el dejar en suspenso al lector, no conviene alargarnos en su comentario sino simplemente apostillar en torno a algunos de estos relatos que parecen más indicados como pauta general de la escritura de Blecher.

 

El texto que encabeza el sumario, titulado ‘Berck. La ciudad de los condenados, aparenta a primera vista ser un reportaje, y sí, lo es. Además de que fue publicado en la prensa. Pero el lector cómplice de Max Blecher observa cómo detrás de la aparente objetividad descriptiva hay acentos que brotan desde la mismidad del autor difícilmente asimilables a la neutralidad de un reportero… Si no, ¿cómo podía asegurar el autor del “reportaje” que aquellos enfermos “tendidos en su carrito o en su lecho” estaban “perdidos en ensueños, sumergidos en lecturas sin fin y desmaterializados en la contemplación infinita de las inmensidades del océano”, y que, “además del tormento de sentir el picor del yeso directamente en el cuerpo cuando el enfermo yace tres días en una especie de cenagal frío y agobiante, habrá de sufrir durante varios meses la tortura de no poder lavarse”?

 

Tres años antes, este mismo sanatorio de Berck, aunque sin aparecer identificado como tal, es escenario de los breves textos señalados como pertenecientes a los Cuaderno de Arthur Hogg, escritos en primera persona y con el aspecto fragmentario característico de la escritura de los diarios íntimos, invadidos por el subjetivismo espontáneo del autor.

 

Envueltos por un lirismo cercano al de unos poemas en prosa, pugna en estos fragmentos el deseo de vivir con el de abandonarse a la amargura del vivir. Aflora en el autor de los fragmentos la desolación de una percepción vivencial nada benéfica, desde sentir cómo de “cada hueso crece un diente”, hasta convertir la visión del “océano” en una sensación interior de “silencio del hueco de las caracolas” y, dentro de una pesada inmovilidad, “está la nada que nos rodea”, hasta la duda de si se está dentro de la vida o dentro de la muerte, todo ello sin embargo matizado con una espera de “algo en la vida”. Asimismo, la propia presentación del protagonista está cargada de matices autocríticos y contradictorios, entre el escepticismo y una terca esperanza de fondo… hay momentos en los cuales, de repente, surge en el lector el recuerdo de algún que otro aforismo de Emil Cioran.

 

También en torno a la esperanza gira el relato relacionado con Herrant, el enfermo “egipcio”, bautizado a la manera cristiana y que anhela tener la suerte de coincidir con la fulgurante y sorpresiva aparición del mágico “rayo verde”, hecho que le devolvería la salud para poder levantarse y andar. La solución del enigmático microrrelato, o, en este caso, auténtico minicuento queda abierta a cualquier interpretación por parte del lector. ¿Por qué se puso verde la sal debajo de la lengua del niño en el bautismo? ¿Por qué sería esta una señal del milagro que aportaría la visión del rayo? ¿Se trata de alguna leyenda, de algún milagro de la fe, de un símbolo, de algún ritual o superstición? ¿O de un arranque fenomenológico de fusión, cuerpo–mundo? O quizás se inspiró Blecher en la novela de Julio Verne titulada Le rayon vert, publicada por entregas en la prensa de los años 80 del siglo XIX y cuya acción  gira en torno a una leyenda escocesa sobre el  mismo fenómeno de la muy poco frecuente  y milagrosa aparición de un rayo verde en el cielo. Objetivamente y lejos de cualquier interpretación se sabe que el rayo verde, muy poco frecuente, existe, es fulgurante y se debe al fenómeno óptico de la refracción de la luz en la atmósfera…

 

También sobre el fondo de la aspiración por no perder la esperanza se desarrolla el minirrelato ‘Jenica’. Debido a sus hermosos matices mágicos y poéticos remite al ambiente de un poema en prosa, desde la sencilla presentación del muy joven Jenica, pequeño pájaro encerrado en el puño de la escayola, que se dedica a escribir y a soñar con mágicas lejanías. Emociona en el relato la empatía entre los dos compañeros de sufrimiento, las bellas palabras que intercambian, la solidaridad… Y, una vez más, aparece la esperanza, la de que Jenica se cure y se marche a Polinesia solo, “en un barco de velas inmensas” como otro valiente, Alain Gerbault. Como dato curioso, nos enteramos de que Jenica escribe también relatos de corte… “dadaísta”, algo inesperado ya que, sorprendentemente, Blecher no suele mencionarle a su compatriota Tristan Tzara.

 

Los relatos de tipo dadaísta de Jenica abren el paso en el relato ‘IX-MIX-FIX’ a movidas instantáneas circenses, sí, en este caso con un cúmulo de matices vanguardistas, quizás pensando también en Theodor Banville y sus Odes funambulesques de 1857, y sus acrobacias verbales, donde el saltimbanqui, alter ego  del poeta, desafía la gravedad, quiere subir cada vez más alto, más alto, y maneja el lenguaje con agilidad de impulso vertical: “Plus haut! Plus loin! De l’air! Du bleu!/ Des ailes! des ailes! des ailes!”–. Extravagante, exagerado, llamativo. Sin embargo en seguida sale a relucir el desasosiego, con imágenes dalinianas de índole paranoica y dominándolo todo, la “soledad” y la “melancolía”. El texto hace recordar al lector cómplice el ambiente de La guarida iluminada, donde también aparecen figuras circenses, de tristes carnavales

 

Cuando el narrador no está a alguien con quien compartir empatía y bondad se hunde en las “cavernas” de su soledad de fondo, existencial, tristeza de un Sísifo cansado de volver siempre y para nada a lo mismo. Esta es la esencia del ser humano Max Blecher.

 

 

 

 

Una versión algo más reducida de este texto cierra la reciente edición, primera en español, de La ciudad de los condenados y otros relatos, de Max Blecher, traducida por Joaquín Garrigós y publicada por la editorial viruta de boj.

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