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Aprender a caer

 

Con un lado vivimos en un plano atemporal, radicalmente pre-moderno. Se trata de un mundo profundamente analógico -modelado por la condición mortal- en el que la palabra es lo único que tenemos, nuestra tecnología más puntera, y en el cual no hay nada que no pueda ser dicho. En este lado crecemos sin ningún tipo de defensa o «especialización», labrando directamente el misterio de lo natal, atrapados por él. Todos los intentos habituales de normalizarnos en ese plano serán vanos, pues somos hijos de una escena primitiva que no tiene modelo. Y esos esfuerzos serán también desesperados, pueden creerme.

 

Llega un momento en que algunos -más de los que parecen- han de decidir que no pueden dejar nada a medias, pues la única esperanza reside en mantener el rumbo, llevando hasta el final los errores y aprendiendo a fracasar. Apenas sabemos nada de la vida: dicen que la muerte está para ese último giro. Uno piensa mientras tanto que la infancia no es una etapa cronológica que se pueda dejar atrás, sino una sombra, una vacilación estructural que acompaña a cualquier edad, formando su vínculo secreto.

 

Entonces, si no se mantiene una conexión con esa humilde ignorancia, con esa idiotez cualquiera de la especie, ¿qué se puede enseñar? Por ejemplo, cómo conectar los temas -a veces muy áridos- con el tejido juvenil? Las lecciones magistrales no provocan más que bostezos. Así pues, y no precisamente para competir con los medios, cada clase puede, deber ser un pequeño estado de excepción en este mundo minuciosamente regulado. Una pequeña tribuna para experimentar el pensamiento, también para realizar un ejercicio de exposición que sirva de cura.

 

Quien debe aprender siempre es el profesor, que se oye decir -gracias a un público que en ese momento es anónimo, pues está en suspenso- cosas que no sabía que sabía. Si se consigue eso, el aula es el lugar más seguro del mundo. Si no, adviene un tedio infinito y no siempre -lejos del poema de Machado- la lluvia va a repiquetear monótonamente tras los cristales. De ahí el esfuerzo, a veces patético, para que en clase ocurra algo.

 

Si alguien entrase en una de esas clase -nadie sabe si frecuentes o no- el testigo podría preocuparse por el sentido de exponerse así, sin tapujos, a los ojos de cualquiera. Sin embargo, si la lección no es gratuitamente descarada, tal vez esa preocupación no comprende que el profesor -sea o no nietzscheano- vive de exponerse. No tiene casi nada que ocultar e incluso comparte la esperanza de que nos proteja el propio desamparo. En cualquier caso, no hay nada mejor oculto que lo que está a la vista. Con cierta espontánea desnudez, que ya es un logro milagroso en el planeta de la cobertura, lo que se consigue es que por fin sea visible el hueso enigmático de cualquier existencia, sea el tema del que se trate.

 

Nos salva la confesión, poniendo la palabra al servicio de una asociación libre que irrumpe, incluso por debajo del mejor de los esquemas. Cuanto más libre es la palabra, más se sujeta a una oculta regla. Cuanto más maltratemos el determinismo que hoy no rodea, más se libera el sentido crucial de la contingencia que nos ha formado. Sin embargo, al menos en Occidente, lo normal es sobrevolar e ignorar los signos de vida que nos envuelven. De ahí la tendencia repetir lecciones sabidas; a escapar del «aquí y ahora», a fugarse y pensar en un futuro golpe de suerte.

 

La ilusión de la fortuna pública, fama o dinero, pone aquí el techo de todas las mentiras: a la manera «americana», sueñas con cambiar de vida, de coche, de casa, de amigos, de trabajo, de ciudad. Por el contrario -sea con variantes estoicas, taoístas o lacanianas- en este punto la revolución pendienteconsistiría en pensar que en uno mismo -aquí, ahora- y el entorno aletea una íntima  y profunda necesidad, que solo hay que desenterrar para que la vida sea distinta. Esta casa, esta vida y esta ciudad es lo mío; este trabajo, estos alumnos, estos amigos. Ya decía Unamuno que no tiene sentido tener envidiar la vida de nadie porque el absoluto de la existencia está hecho de un sinfín de «accidentes» que no se pueden pensar de otro modo, ni abandonar. ¿Qué sería de mí sin mis defectos, sin haber nacido así, sin haber pasado por mi exacta biografía?

 

Se puede envidiar esto o aquello, no otra vida por entero. Solo queda salvarse aferrando la irremediable «perdición» que es nuestra propia vida, dándole forma a lo no elegido que nos ha formado: nacer en tal sitio, con tal tono de voz… Bajo nuestra fe en la historia, y toda esta ideología de la superación, una fatalidad natal es el origen de la existencia. Y lo que existe, no puede ser malo. Es necesario por tanto un descuido de sí, un descenso de la identidad para cuidar esa segunda existencia que siempre late debajo.

 

Lo que nos protege es el fondo el afuera, el desierto que es la suma total de nuestras posibilidades, obligándonos a rodear el Yo para atender a la maleza que socava sus paredes. Aliviamos el sufrimiento con el método socrático de dejar que nos interrogue el daimon de la ocasión, lo que de acontecimientosecreto hay en cada circunstancia. Encontramos el sentido al borde mismo de la mudez, a partir de la turbulencia de lo vivido. También lo impersonal, el se que vale para todos, se halla apurando la ganga de lo personal, en esa morrena de sombra que la identidad arrastra. Si lo hace no se desnuda «uno»; se desnuda la existencia cualsea, el cualquiera que nos pilota.

 

Así pues, para sobrevivir y enseñar algo a los otros, la revelación ocasional de las tres de la madrugada debe irrumpir a mitad de la mañana. ¿Hay otro reto en la enseñanza? De ahí estas preguntas, imprudentes y a la vez piadosas que a veces nos asaltan. ¿Valor? ¿Generosidad? ¿Egoísmo? ¿Narcisismo? Qué más da, solo son nombres. Por debajo lo que queda es si uno se ha atrevido a vivir o no. Eso es todo.

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