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Aprender a conducir

 

 

 

Me saqué el carné de conducir hace ocho años (¡Ocho, que se dice pronto!). Me costó lo mío. La teórica dos veces y la práctica, la friolera de cinco. Me comí dobles continuas, me bajé del coche por un ataque de nervios, me subí a una mediana, le conté a un examinador que tenía problemas mentales a ver si me aprobaba…). En fin. Estoy segura de que los examinadores se frotaban las manos cuando me veían a lo lejos. Mírala, la Fittipaldi. Lo peor del caso no es que me lo sacara a la quinta –torpes lo somos unos cuantos–, sino que desde entonces no había conducido. Conducir en los aparcamientos no cuenta. En los descampados tampoco.

 

Lo de conducir siempre me pareció el colmo de la sabiduría. Acuérdate del embrague, pisa el freno, cuidado que en este cruce ellos tienen preferencia, pon segunda que se va a quemar el motor a este paso…todas esas cosas. Pero dejé los coches para los que no confundieran derecha e izquierda y me retiré del circuito automovilístico. Sin embargo, estos días volví a los propósitos de los treinta y aunque me faltaban todos por cumplir –un clásico–, el de conducir era el que más rabia me daba.

 

Y conduje, claro. Y he sobrevivido. Pero empecemos por el principio diciendo que fue un libro el que me llevó a todo este asunto del coche.

 

Estos días empecé El cielo protector, de Paul Bowles, un libro que he citado varias veces sin haber leído ni una sola línea y me encontré con el siguiente pasaje. Un matrimonio tiene una conversación en una tienda y llevan unas copas de más encima. Ella comienza su discurso con un «cuando era joven…» y él le interrumpe para preguntarle que a cuándo se refiere, que cuánto de joven era comparado con lo joven que todavía sigue siendo.

 

Me refiero a antes de cumplir los veinte, pensaba que la vida era algo que no dejaba de cobrar ímpetu. Cada año sería más rica y más profunda. Seguiría aprendiendo, haciéndome más sabia, más perceptiva, me acercaría más a la verdad…


De repente, él se echa a reír y le dice:

 

Y ahora sabes que no es así, ¿verdad? Es más como fumar un cigarrillo. Las primeras caladas saben de maravilla y ni se te ocurre que vaya a consumirse. Después empiezas a olvidarlo. De repente te das cuenta que casi ha ardido hasta el final. Y entonces es cuando te percatas de su sabor amargo.


Pensé mucho en esta conversación. El cigarro consumido, lo bien que saben las primeras caladas (aunque no fume, eso lo sé). Pero una vez pasa la emoción del principio, vamos quemando años y cigarros pensando que el ímpetu durará siempre.

 

¿Cuántas cosas dejamos de hacer porque ya las haremos? A los dieciocho, a los diecinueve, a los veinte –incluso hace bien poco, siempre imaginaba que, como la mujer del matrimonio, cada año iba a ganar en algo. Sería más sabia, más inteligente –más rica pronto vi que no– tendría más experiencia… pero en realidad no era del todo así: llegaba un momento en que todo parecía estancarse. Esto me recuerda a cuando aprendíamos inglés: era fácil llegar al Intermediate, luego, lo de alcanzar el Proficency ya era otro cantar. Lo básico no cuesta aprenderlo, pero lo demás es difícil, requiere mucha paciencia.

 

Paul Bowles me llevó a ese Renault Mégane con el que aprendí a conducir. Me vi confiando en esa sabiduría que llegaría con los años sin hacer nada más que esperar. Como quien se pide una pizza por teléfono: sin ningún esfuerzo. La vida podía cobrar más ímpetu, eso estaba claro, pero, ¿no era cuestión de ponerse a ello? ¿No había que estudiar todos los phrasal verbs para salir del nivel intermedio?

 

Ese pequeño detalle se me había escapado. Cuando me imaginaba a mí misma “de mayor” conduciendo por una carretera secundaria –pongamos del Middle West americano para hacerlo más interesante– no caía en que me faltaba algo importante: ponerse a conducir. Tenía lo básico, un carnet, ¿y lo demás?

 

Así que estos días volví a sentarme detrás de un volante y tras el ataque de pánico inicial conduje por primera vez después de todos estos años. Me acordé de por qué no había vuelto a conducir: porque me ponía nerviosa. Pero también vi que al cabo de un rato tampoco era para tanto. Recordé lo mucho que me consolaba el freno de mano cuando hacía las prácticas: siempre estaba ahí, paciente, era una especie de salvavidas mental, al menor titubeo te echaba un cable. Claro que no había que abusar de él. La vida hay que vivirla sin freno de mano, ¿no?

 

Aún no estoy en el nivel intermedio y me queda mucho para llegar al Middle West americano, pero Paul Bowles me hizo pensar esto mismo: que no es el paso de los años el que nos hace avanzar. Que somos nosotros al frente de un volante.

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