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Apuntes de un desengañado por el Camino de Santiago

 

Santiago apóstol, mártir cristiano y santo patrón del pueblo español, ha desempeñado un rol fundamental en el desarrollo y la formación de esta nación. Inclusive desde los días en que el viejo Pelayo, ermitaño entonado  hasta los cuernos, sin duda, siguió una fuente de luz emanada por una colección de estrellas cubiertas por una pila de conchas de vieiras y que demarcaban el lugar donde se encontraba el sepulcro del santo. Alfonso II, rey de Asturias, ordena la construcción de un templo de madera en aquel lugar y emprende peregrinaje desde Oviedo en 812 para rendir culto y respeto a Santiago. Alfonso III, también de Asturias, reemplaza la construcción de madera por una de piedra cien años más tarde. Para entonces, la popularidad del peregrinaje es tal que se tiene referencia del obispo Godescalc emprendiendo el viaje desde la comunidad auvernesa de Puy ya hacia el año 950, con lo que se instaura la via podiensis, o lo que con el tiempo se conocería como el camino francés. Con un origen como este no es de extrañar que el Camino de Santiago sea fuente inagotable de mitos que colocan la ruta y las localidades que atraviesa en un plano legendario.

       En cuanto a mí, fue un fetiche literario lo que me llevó a atravesar la mayor parte de España a pie y sin compañía. Un fetiche convertido en obsesión, revestido de intereses antropológicos, remachado con curiosidades sociológicas, aliñado con condimentos culturales, y, finalmente, investido con una corona medieval plagada de arquitectura románica y monarquías feudales. Estas, sin embargo, fracasaban miserablemente en disfrazar lo que, al fin y al cabo, no era más que un fetiche. Mi peregrinaje fue tanto a Santiago como fuera a Burgos o a Roncesvalles. El punto de partida tan importante, si no más, como el de llegada. Mi meta, un encuentro cercano con la tumba de Roldán, con la cuna de El Cid.

       Obstinado en mi falta de prevención y ansioso por ganarle la carrera al frío de septiembre partí un viernes cualquiera, tras tocar las puertas de una tienda por departamentos a la que entré en busca de una navaja multiuso. De allí salí sin navaja, ni valor, ni armadura, pero con un sombrero verde de ala ancha con el que oficialmente me declaré conchero. 

       Sin embargo, mis deseos de encontrar un ostentoso Medioevo repleto de mitos e historia se vieron frustradas a la mañana siguiente por una tormenta de magnitudes bíblicas que no me permitía ver más allá de mis narices. No sería la única decepción con la que me toparía en los próximos 18 días. Apenas unos días más tarde, a la entrada de la catedral de Los Arcos, comprendí que, incomprensiblemente, la iglesia católica le presta tanta atención al Camino como cualquier farmacia o panadería de Logroño o León. Y es que, como me explicara el buen Peter, un venerable hospitalero suizo que me atendió en Belorado, si el clero se mostraba completamente desinteresado por el peregrino, la inmensa mayoría de los peregrinos se mostraba aún más desligada de cualquier contacto religioso. Aún así, me pareció curioso encontrar tantas iglesias, catedrales y capillas cerradas por mantener aquella milenaria tradición de la siesta. Me había ocurrido en Puente la Reina y en Villatuerta; lo había sufrido en Estella, tanto en la iglesia de Nuestra Señora de Puy como en la de San Pedro de la Rúa; lo padecí en Irache y en Los Arcos; y lo habría de padecer en numerosas ocasiones más.

       De cualquier manera, mi mayor interés en visitar estos edificios era arquitectónico, y, por lo tanto, estas desilusiones se vieron contrarrestadas en otros momentos por tesoros, a veces inesperados, que saltan a la vista y embriagan al peregrino. Fue este el caso, por ejemplo, de la maravillosa Estella, con sus preciosos restos góticos de la iglesia del Santo Sepulcro. Su imponente portal polilobulado gana presencia, inclusive carácter, con el desgaste que ha sufrido a través de los siglos, con su majestuosa iglesia de Nuestra Señora de Puy, que preside sobre la ciudad y la domina con su dimensión monumental y, sobre todo, con su inolvidable iglesia de San Pedro de la Rúa. Ésta tiene una impresionante escalinata moderna que lleva a un extraordinario portal gótico de diez arquivoltas colindante con una elevada torre de carácter militar y efecto categórico que enamora a primera vista y se clava en la mente.

 

 

       Y sin embargo, a pesar de la belleza de Estella, de la simplicidad de Torres de Río, de la suntuosidad de la Iglesia de San Martín de Frómista, también arquitectónicamente se sufre un agobiante desaliento. Las crecientes expectativas del viajero en busca de una iglesia o un castillo antiguo, que aumentan a lo largo de horas, se ven siempre frustradas por la avasallante presencia del barroco español a lo largo y ancho de la geografía del país. Éste se adueña sin escrúpulos del tiempo y de la historia, travistiendo prácticamente todos los monumentos del pasado. En ningún lugar esto es más evidente que en Santo Domingo de la Calzada, una ciudad diminuta, dominada por su muralla y por su enorme catedral. Ésta está adornada por una monstruosa torre barroca que rompe con la estética de la plaza y arruina visualmente el conjunto catedralicio, incluyendo una sobria ermita del otro lado de la Plaza Mayor. Lo más triste es que si uno se interna por los recovecos adjuntos a la catedral, en algún momento se encuentra con un pasadizo desde donde se aprecia perfectamente la estructura antigua del edificio, con su absidiolo mesurado, su combinación de líneas, su corte limpio original y los preciosos arbotantes que han mantenido en pie a la estructura por más de ochocientos años, probablemente a pesar de la torre.

       Tal vez por eso, poco antes de la entrada de Villafranca Montes de Oca, un cúmulo de piedras informes a un costado de la vereda adquieren un valor agregado, un valor desproporcionado, simplemente porque una leyenda escrita en un cartel adjunto lo identifica como los restos de un monasterio dedicado a San Félix, construido entre los siglos V y VII. Sin habérselas apropiado nadie –ni el barroco, ni el neoclásico, ni, siquiera, el morisco– estas rocas han sido testigos de la desbandada de las tribus visigodas, de la invasión relámpago de casi toda la península ibérica por los musulmanes y de las devastaciones de Almanzor. A menos que en realidad las rocas sean del XV, quién sabe.

       Quizás por eso mismo, Burgos, a pesar de la atrocidad estética que es su entrada, se perfila como una de las mayores y más inesperadas sorpresas del Camino. De por sí, su naturaleza de ciudad ya hace suponer que ha de ser un lugar hostil para el caminante, más aún si es peregrino. Pero en realidad, después de días atravesando la provincia, se hace hasta agradable encontrarse con las comodidades que ofrece un centro urbano. El casco histórico de la ciudad, a las puertas del nuevo albergue de peregrinos, lleva a un conjunto de antiguas calles entreveradas entre las que se encuentra la comedida iglesia de San Nicolás de Bari, abierta al público hoy en día como otro museo de la ciudad. También lleva a la hermosa iglesia de San Esteban, la cual se eleva desde el tope de la colina por encima de la catedral y se mide de tú a tú con el gótico de esta. Y por último, conduce a la legendaria iglesia de Santa Gadea, que realmente rinde culto a Santa Águeda, y en la que Alfonso VI hubo de arrodillarse ante El Cid y prestar juramento a la nobleza presente de su inocencia en el asesinato de su hermano y señor, Sancho, rey de Castilla y León.

       Sin embargo, y sin el menor ánimo de despreciar la hermosura de la catedral de Burgos, hermana legítima de la de Reims, y prima, también de la de León, lo cierto es que nunca fue, mi prioridad al hacer el Camino conocer a fondo la ciudad de Burgos, o adentrarme en las más recónditas bóvedas del Monasterio de San Marcos de León. De haberlo sido, días antes hubiera tomado el mismo coche que, en mi obsesión por conocer el valle que fue testigo de la emboscada tendida a Roldán, me llevó por los parajes fronterizos de los Pirineos en medio de una tormenta de magnitudes bíblicas que no me permitía comenzar mi caminata. Obviándola, habría conducido por aquella N-120 que, desagradablemente, constituye una buena porción del Camino, para llegar a Burgos en unas tres horas, o acaso para tomar el vermouth de la tarde a la sombra del Panteón de los Reyes en León.

       Lo que buscaba en el Camino –no en Santiago– era algo indefinible y acaso inabarcable en un concepto, algo que hiciera la experiencia –desafortunadamente, un término que ha sido ultrajado por el amorío moderno con la autoayuda y demás bufonadas– única e irrepetible. Algo que justificara el esfuerzo –que no sacrificio– diario de caminar 30 kilómetros, de amanecer con el sol, de dormir, a veces, en lechos de los que generalmente salvaría a mi gata, de convivir con completos extraños. En resumen, lo que buscaba era precisamente una razón para no recomendarle al próximo que me lo preguntara que tomara un coche e hiciera el trayecto conduciendo, ya no en siete horas, pero sí en siete días.

 

 

       En dos, sólo en dos ocasiones encontré ese elemento especial. La primera fue apenas en mi segunda noche, tras una larga jornada en carrera desaforada contra un sol que, por fortuna, se negaba a caer completamente. Buscaba la pequeña localidad de Villamayor de Monjardín, enfrentándome a una montaña que parecía infranqueable. Cuando, finalmente, llegué a Villamayor, acompañado tan sólo de la noche y unas rodillas duramente castigadas, me encontré con un albergue regentado por un Papá Noel francés de escasa cabellera, nevadas barbas y un habla inagotable que contaba aún con una cama, y una manta, y una almohada. Es decir, me encontré con un lujo. Allí, en Villamayor, esa misma noche, bajo la estatua del gran Sancho Garcés I de Pamplona y Deyo, frente a una pintoresca iglesia, en medio de un crepúsculo impactante, con una botella de tinto en una mano, los restos de un pan, queso y chorizo que había comprado ese mismo día en Estella y una fiel cámara Nikon F2 para inmortalizar el momento, me reconocí plenamente satisfecho.

       La otra ocasión fue, sin duda, el momento cumbre de mi travesía. Vino en el décimo día de Camino, con poco menos de 250 kilómetros a mis espaldas, y justo antes de que me afectara una tendinitis en la pantorrilla izquierda. Era el día de la Mercé y había partido de Hornillos del Camino muy temprano en la mañana, pensando romper el ayuno en Hontanas, el caserío más pequeño por el que hubiera pasado jamás (33 personas censadas), a unos diez kilómetros de distancia. Desde ese momento, y hasta mi entrada en Castrojeriz a la hora de la comida, caminé junto con un grupo de presos que habían recibido indulto de dos días para llevar a cabo dos tramos del Camino. Castrojeriz fue una de las más gratas sorpresas del trayecto, con el extraordinario rosetón de su Colegiata de Santa María del Manzano, su burgo amurallado, tan antiguo como el de Burgos o el de Belorado, y su simpático Lagar, convertido en restaurante donde su agradable dueña me recomendó continuar un poco más, pues así le robaría un pedacito más al Camino, y me encontraría con un hermoso albergue entre Itero de la Vega e Itero del Castillo. Preocupado, más bien, por no pasar por un episodio como el de Ginés de Pasamontes y el Quijote, decidí tomar el consejo de la ventera.

       La salida de Castrojeriz está definida por una empinada cuesta en la que la molestia en mi pantorrilla izquierda se convirtió en un dolor agudo. Así pues, saltando de un pie a otro, anduve ocho kilómetros interminables hasta que de la nada surgió una simple construcción de piedra situada justo antes de un hermoso puente románico. Se trataba de la ermita de San Nicolás, la cual pertenece a una asociación de peregrinos de Peruggia que la ha restaurado exquisitamente en un estilo rural pero elegante propio del artesano italiano. Éste se apega al espíritu medieval de la estructura inclusive en su carencia de luz eléctrica. Así, a tientas, en medio de una noche entrecortada por el atardecer, interrumpí una cena a la luz de la vela con la que dos hospitaleros italianos (madre e hijo) y una peregrina croata coronaban un rito que incluía la previa lavada de pies al extenuado caminante. La escena, una larga mesa repleto de comida en un salón abierto, iluminado por diez o doce velones y apenas un rayo de luz asomándose por la ventana que se elevaba por encima de lo que aún sirve de altar, pertenecía a un imaginario romántico/medieval que ya, a estas altura, no pensaba encontrar.

       Un surtido de papas, vegetales, pan y queso proporcionó un manjar regado con vino, y en el que una combinación de italiano, castellano y alemán sirvió de herramienta comunicativa en aquella pequeña mesa de Babel. La más oscura de las noches dispuso un trasfondo perfecto para la aparición de un millón de estrellas entre las que la vía láctea brillaba deslumbrante, indicándome con claridad el Camino de Santiago. A pesar de tener que traducir toda la noche, disfruté de una velada verdaderamente agradable que completé con una excursión a las afueras de la ermita. Allí, cubierto por dos mantas de lana, me senté sobre el tronco de un árbol derribado a apreciar la vastedad de la noche, mientras mis pupilas se adaptaban a la plena oscuridad de un campo desprovisto casi por completo de luz eléctrica.

 

 

       Hay quien me ha reprochado que dos instantes –dos epifanías– en el transcurso de 18 días es más de lo que, siendo razonable, se pudiera esperar de cualquier aventura. Tal vez. Tal vez mis expectativas fueran excesivas. Al mismo tiempo, debo aclarar que mi decepción no fue tanto por lo que no encontré en el trayecto como por lo que encontré en demasía. Desde un primer momento imaginé que algunas de las localidades que me entusiasmaba visitar me defraudarían. Por lo tanto, cuando me topé, por ejemplo en Nájera, con una lugar insípido que había olvidado toda referencia a Roldán y al gigante Ferragut, simplemente compré una lata de paté de oca y caminé hasta el siguiente pueblo, Azofra, donde lo degusté en compañía de un gato callejero en la Plaza Mayor. De por sí, aunque eran de esperar los lugares decepcionantes, también hubo sorpresas gratas, como las de Castrojeriz o Carrión de los Condes, donde encontré, en los restos de las fachadas de la Iglesia de Santa María de las Victorias y el Camino y la Iglesia de Santiago, dos de los más hermosos exponentes de la evolución de la arquitectura y escultura románica.

       Tampoco fue el esfuerzo físico lo que me indujo a renunciar a mi empresa. Después de todo, los días de dolor más intenso, cuando las ampollas eran frescas y la tendinitis se adueñaba de mi pierna, ya habían quedado atrás. Ni lo fue la magnitud del Camino. Al contrario, descubrí con sorpresa que treinta kilómetros se caminan en un día sin mayores problemas, y, tras hacerlo durante dieciocho días consecutivos, ¿qué eran seis más? En efecto, fue sólo una vez que la meta se hizo alcanzable, que dejó de ser un número abstracto, que tomó forma y se mostró, enorme, en el futuro inmediato, que la decepción y el aburrimiento que habían crecido paulatinamente en mi se hicieron lo suficientemente fuertes para hacerme volver atrás sin lograr mi cometido.

       Fue más bien la decepción de encontrar tanta ignorancia y desinterés entre los caminantes que junto a mí atravesaban las tierras ibéricas, algunos de ellos incapaces siquiera de pronunciar una palabra en castellano o de identificar un solo plato local. Todos, sin excepción, impávidos a los hechos que por más de diez siglos se han conjugado en la creación y resurrección del peregrinaje. Todos, igualmente, hipnotizados por ese siniestro espíritu del Camino, quimera facilista y despreciable que hace las veces de narcótico para las masas.

       Con ello no quiero decir que todo el que hable acerca del espíritu del Camino se refiera a la misma patraña. Recuerdo con candidez una noche, alojado en un precario dormidero en Santibáñez Valdeiglesias, donde veinte caminantes moribundos del hambre, de nacionalidades y edades diversas, acudieron sin ser llamados a la tarea de compartir talentos y provisiones para preparar una cena con unos ingredientes básicos que sólo alcanzaban para alimentar a doce. Entre señas, gestos y risas, creció la algarabía del grupo, que multiplicó con éxito los panes y los peces y devoró lo que ellos mismos describieron como un derroche de simplicidad y armonía.

       Mientras algunos perfectos extraños disfrutaban del prodigio de hacer algo de la nada, yo observaba sigiloso, desde una esquina distante, preguntándome si acaso podría formar parte de tal despliegue de indulgencia de clase media. Pero mi temperamento no es el adecuado para ese tipo de espectáculos, aunque estoy seguro que la satisfacción entre alguno de los miembros del espontáneo grupo era genuina, porque escuché a un joven alemán relatar por su teléfono móvil que a las horas de llegar a España y tomar un coche para llegar a la localidad se había unido a una de las reuniones más cool de su vida.

       Quizás lo que quiero decir es que aún no sé quién ha hecho más mal al Camino: Paolo Coelho o Shirley MacLaine. Y digo esto sin intenciones de caer en pedanterías intelectuales. Abogo sin reservas por la libertad de culto, de preferencias sexuales, de tendencias políticas, de escogencias de lectura y de filosofías de la vida. Sin embargo, el populismo que se ha adueñado del Camino en los últimos años lo ha cargado con un referente que es independiente de su historia, de su particularidad. Lo que vende el espiritualismo de la nueva era, lo que compra la gran mayoría de la marabunta de caminantes que encontré en mi paso de Pamplona a Ponferrada, es algo que igualmente se podría conseguir visitando el Himalaya, o subiendo al Machu Pichu.

 

 

       Con lo cual, 17 días y casi 500 kilómetros más tarde supe que mi peregrinaje había fracasado, que mi última jornada sería verdaderamente la primera de mi regreso, porque los últimos 30 ó 40 kilómetros los hice, ya no pensando en Santiago, sino en llegar a Ponferrada a tiempo para tomar el tren a Barcelona. Esto no significa que hayan sido 18 días perdidos. También el fracaso puede ser productivo, también de él se pueden aprender lecciones valiosas.

       Por ejemplo, aprendí, inesperadamente, que el Camino de Santiago es también un camino de ruina y destrucción. Esto es algo que no se me había cruzado por la cabeza antes de emprender la ruta. Y en efecto es algo que durante mi caminata busqué evitar conscientemente; la suciedad, lo corriente, lo feo, la ruina. Y, sin embargo, las imágenes que más claramente permanecen en mi memoria pertenecen a restos informes de edificios derruidos y paisajes deleznables que en su momento parecieron totalmente intrascendentes.

       Particularmente recuerdo una escena a las afueras de Villadangos del Páramo. Una flecha que indicaba la dirección del campo estrellado apuntaba hacia una ancha calle mal asfaltada y sin aceras, bordeada a un lado por una gasolinera anticuada -no una estación de servicio, sino sólo de abastecimiento de combustible- y al otro por un grasiento restaurante de camioneros que puede, o no, pertenecer al mismo dueño que el hostal de una estrella que se alza quince metros más adelante. Bienvenido al Camino de Santiago, pensé en aquel momento. Recuerdo también, con insólito detalle, la penosa mezcla de cemento y madera que, en Agés, es orgullosa muestra de un estilo tradicional de construcción. Recuerdo un establo derruido en las afueras de Burgos, una fábrica en desuso más allá de Santo Domingo y un farol de vidrios rotos y sin bombillo que ya no iluminaba un callejón perdido de un pueblo de Castilla que no logro recordar.

       Lo cual me lleva a mi último punto, a lo más importante que logré comprender durante el trayecto: que el Camino no es una combinación estática de historias pasadas y edificios petrificados, sino más bien un ente vivo, cambiante y activo, formado, principalmente, por la gente que en él habita, no la que por él transita. Así pues, me dirigía a Torres de Río con ansias de conocer su Iglesia del Santo Sepulcro. La conocí y me impactó. Pero no tanto –ni de cerca– como el dueño del restaurante donde pude degustar un menú de peregrino de nueve euros mientras escuchaba las andanzas amorosas de un demonio navarro hasta la médula, con largos dientes afilados arruinados por la nicotina, y grandes ojos de un azul cándido que nadaban en un blanco de ojo que delataba alguna complicación hepática. Igualmente, en Azofra, un pueblo del que jamás había oído antes, entre vinos y cafés, conocí a una inolvidable Medusa de cabellos rubios que me recomendó pasarme el hilo por mis ampollas tres veces al día para curarla. En Castrijeriz, una buena señora me condujo a la mejor noche de la travesía. En Sansol, un alma de Dios me convidó a agua, cuando más lo necesitaba. En Belorado, estuvo Peter, en Villamayor Papá Noel, en Sahagún una bella hilandera con la que, al fin, pude hablar acerca de las peculiaridades arquitectónicas de la Iglesia de San Tirso, y pare usted de contar.

       Pero aquella era sólo mi experiencia, y si algo me quedó claro era que, como un buen libro, el Camino depende más del sujeto que lo transita que de cualquier otra cosa. Es posible que entre los miles de caminantes que encontré durante aquellos 18 días ninguno comparta mis opiniones. Es posible, incluso, que la experiencia del Camino sea, en definitiva, fundamentalmente única. La mía, sin lugar a dudas, fue menos positiva que compleja, y, aún así, aún si mis piernas no me imploran volver a completar lo que quedó sin hacer, una definitivamente invaluable.

 


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