Acababa de soportar cinco horas en uno de los lugares más típicamente posmodernos de los Estados Unidos, el Mall of America (MoA), un colosal centro comercial situado a las afueras de Minneapolis. Es el segundo mayor centro comercial cerrado en términos de espacio comercial del país, pero el más grande en términos de superficie total cerrada. A pesar de que encontré algunas buenas ofertas en guantes, gorros y demás artilugios necesarios para plantarle cara al invierno de Minnesota (el tercero más frío del país por detrás de Alaska y North Dakota), después de dos horas dentro me sobrevino la necesidad vital de huir de aquella soporífera ficción. Los ruidos procedentes del parque de atracciones que se eleva desde el primer piso, las dependientas hispter e intrusivas de American Apparel o la a menudo inoportuna voz del speaker que conducía una especie de subasta en el primer piso parecían justificar con creces mi aturdimiento y creciente hastío.
Volviendo al tema de las compras, Minnesota es junto a Massachusetts, New Jersey, New York, Pennsylvania, Rhode Island y Vermont uno de los Estados que no tiene sales tax (similar al IVA) sobre la ropa, al considerarla “una necesidad humana básica”. (Probablemente, más allá del Minnesota nice, la crudeza de sus inviernos tenga algo que ver con esta concepción). Por otro lado, encontramos estados como Alaska, Delaware, Montana, New Hampshire y Oregon, que simplemente no tienen sales tax. Puede que con este circunloquio, aparte de aprovechar para explicar algunos datos curiosos, sólo trate de justificar mis compras en un espacio de dudoso encanto. Como me sucede habitualmente, me cuesta llegar al final.
Después de haber estado sentado en una cafetería durante algo más de una hora, había llegado el momento de regresar a la realidad. Una realidad que venía representada en este caso por Northfield Lines, la compañía de autobuses encargada de conectar el pueblo donde vivo con la civilización, con dos autobuses al día durante la semana y tres los fines de semana. Aunque, tras haber escuchado varios testimonios de personas que han vivido en otras regiones del país, me considero bastante afortunado de poder contar con Northfield Lines, a pesar de su impuntualidad o las eternas paradas que acostumbra a efectuar. Aun así, la escasa frecuencia de sus autobuses es un hecho difícil de aceptar para alguien acostumbrado a vivir en una metrópolis europea. Porque, esa idea tan instalada en el imaginario europeo de que si no dispones de un coche en Estados Unidos tus posibilidades durante la vida cotidiana tienden a verse muy reducidas, resulta ser cierta en la mayoría del país.
Encontrar una única causa que explique este hecho se tercia, como en la mayor parte de los casos, demasiado complicado. Damos habitualmente por sentado que, de manera intrínseca, en la genética de la clase media-alta norteamericana se halla el deseo de vivir en un lugar lo más tranquilo y aislado posible, en uno de esos barrios desprovistos de aceras en los que hasta para tirar la basura hay que coger el coche. Sin embargo, como ya explicaba una de las firmas habituales de Politikon hace algunos años, este hecho tiene poco que ver con asuntos divinos. De hecho, fue curiosamente la gran extensión y el buen funcionamiento del transporte público -que tanto añoramos algunos ahora; veremos por cuánto tiempo- en muchas ciudades estadounidenses uno de los factores más decisivos a la hora de posibilitar el éxodo a las afueras; una considerable inversión en autopistas desde los años 30 o la conspiración tramada desde la General Motors contra el tranvía fueron, como muestra Senserrich, algunas de las causas de la victoria final del automóvil sobre el transporte público en la mayor parte del país.
Tradicionalmente, la clase media-alta norteamericana ha sido la que se ha trasladado a los suburbs -lo que en España conocemos como “barrio residencial”, es decir, no tiene en inglés la connotación de barrio degradado que sí posee la palabra suburbio en español, sino justamente al contrario- durante la segunda mitad del siglo XX, y la mayor parte de las personas que viven por debajo del umbral de la pobreza (23,492 dólares para una familia de cuatro) se han concentrado en las ciudades. En cambio, como han venido asegurando numerosos artículos académicos en el último año, esa estructura se está viniendo abajo, y la tendencia está invirtiéndose. Ya lo apuntaba Graeme Davison, un historiador de la Universidad de Monash, en Australia, en un trabajo académico publicado en el Journal of Urban History a principios de año en el que, además de aportar algunas claves altamente reveladoras sobre el origen del auge de las áreas suburbanas, dilucida su pérdida de vigencia. En la reseña del paper en The Atlantic encontramos algunas afirmaciones esclarecedoras:
“Davison argues that it wasn’t just «sheer pressure of population» that encouraged this early form of sprawl. Many factors played a role in the change, including improved rail transit that facilitated movement inside and outside town centers.
With the rise of suburbia came the rise of its enemies. Libertarians rejected Evangelical morality. Socialists rejected class segregation. Artistic realism led to a rejection of Romanticism. Improvements in medicine assuaged many health fears. Suburbia became an emblem of social snobbery in the hands of Thackery and Dickens: a place full of wealth but devoid of taste.
This pushback grew in the 20th century as urban planners recognized sprawl as wasteful and generally unsustainable—a form of environmental disease. At the height of America’s flight from cities, in the 1950s and ’60s, social critic (and one-time suburban sympathizer) Lewis Mumford berated suburban life as «an asylum for the preservation of illusion.» Mumford felt that suburban residents were not only withdrawing from the city, they were shrinking from civic responsibility writ large.”
En el primer párrafo observamos que la tesis de Davison concuerda con lo que apuntaba Senserrich sobre el importante papel que jugó el transporte público entonces, favoreciendo notablemente los asentamiento en las afueras. En su reflexión, el sociólogo y urbanista Lewis Mumford percibe la forma de vida suburbana como una manera de alejarnos de la realidad, rehuyendo así de nuestras responsabilidades civiles como ciudadanos.
Alan Berube y Elizabeth Kneebone, investigadores en el Brookings Institution Metropolitan Policy Program, han publicado algunos artículos sobre el elevado crecimiento de la pobreza en los suburbs, prestando especial atención a la progresión de esta dinámica durante la primera década del siglo XXI. En junio de este mismo año ambos publicaron Confronting Suburban Poverty in America (Brookings Institution Press, 2013), aportando a lo largo de sus páginas evidencia firme que respalda ese mayor crecimiento de la pobreza en los suburbs que en las ciudades en los últimos tiempos. Según su estudio, sólo durante la pasada década (2000-2010) el número de personas pobres viviendo en los suburbs creció en un 64%, frente a un crecimiento del 29% en las ciudades. Eso nos lleva a una situación, la actual, en la que 16,4 millones de personas pobres viven en los suburbs, una cifra superior a los 13,4 millones que residen en las ciudades o los 7,3 millones que se concentran en áreas rurales. (No me gustaría caer en el cinismo habitual cuando se trata este tipo de temas, y me apetece resaltar que, obviamente, las cifras son alarmantes; más o menos como toda la población de España sin Cataluña). Los autores nos presentan un sinfín de datos a analizar. Por ejemplo, en el mismo periodo de tiempo (2000-2010) tres de cada cuatro desahucios se ejecutaron en los suburbs. Si nos adentráramos más a fondo en las causas, el tema se complicaría algo más. Lo que está claro por tanto que la pobreza en los Estados Unidos ha dejado de ser desde hace tiempo un problema estrictamente urbano. Como manifestaba a principios de este mes el profesor Mark R. Rank en un artículo (Poverty in America is Mainstream) para un blog de The New York Times, la pobreza afecta a la mayor parte de los estadounidesnes en algún momento de su vida:
“Contrary to popular belief, the percentage of the population that directly encounters poverty is exceedingly high. My research indicates that nearly 40 percent of Americans between the ages of 25 and 60 will experience at least one year below the official poverty line during that period ($23,492 for a family of four), and 54 percent will spend a year in poverty or near poverty (below 150 percent of the poverty line).
Even more astounding, if we add in related conditions like welfare use, near-poverty and unemployment, four out of five Americans will encounter one or more of these events.
In addition, half of all American children will at some point during their childhood reside in a household that uses food stamps for a period of time.
Put simply, poverty is a mainstream event experienced by a majority of Americans. For most of us, the question is not whether we will experience poverty, but when.”
Esta última oración aclara perspicazmente su percepción de la pobreza en Estados Unidos como algo mainstream: para la mayoría de los estadounidenses la pregunta no es si caerán (o no) en la pobreza en algún momento de sus vidas, sino cuándo llegará ese momento. Parece pues que parte del problema reside en que los estadounidenses no reconzcan la realidad de la pobreza como un asunto de gran magnitud que les atañe a todos, y no sólo a ellos.
El desafío añadido consiste en tratar de acabar con la idea del suburb como paraíso que, como hemos mostrado a lo largo del artículo, carece de validez hoy en día, y concienciar, especialmente a las instituciones encargadas de proporcionar (funcionarios, facilitadores de servicios, actualización de programas federales) los programas de ayuda, de que la pobreza ya no sólo se limita a los núcleos urbanos, sino que se expande con más celeridad incluso a lo largo de los suburbs.
Con esta retahíla de referencias y especificaciones sólo procuraba allanar un poco el camino para tantear la importancia del transporte público, o más bien de la inexistencia del mismo, en términos de (des)igualdad de oportunidades. Ahora que gran parte de la población más necesitada se localiza en los suburbs, debemos considerar todavía más esta cuestión. Muchos suburbs, por ejemplo, no tienen redes de transporte público que conecten esos vecindarios empobrecidos con los lugares donde existen más oportunidadades de trabajo. Asimismo, como apuntan también Berube y Kneebone (2013), las posibilidades de progreso de un gran número de personas, que no tiene coche ni disponen de una red operativa de transporte público, son mínimas. Podríamos aventurar que durante la segunda mitad del siglo XX, cuando las clases medias-altas fueron desplazándose a las áreas suburbanas, las demandas para recuperar esa red de transporte público (que, como hemos comentado al principio, en su día existió) fueron prácticamente inexistentes, porque la gran mayoría podía costearse un coche.
Este verano el New York Times reseñó una investigación muy valiosa sobre movilidad social en Estados Unidos, con unos gráficos formidables. No voy a hablar sobre el artículo, aunque también toca cuestiones, como la movilidad social o el capital social, íntimamente vinculadas a mucho de lo mostrado anteriormente. El artículo revelaba un ejemplo de lo que hemos venido hablando: el testimonio de Ms. Calvin, una mujer de 37 años que vive a las afueras de Atlanta con sus tres hijos, y tarda unas cuatro horas en ir y volver del trabajo en transporte público.
Cabe resaltar que el crecimiento de la pobreza en los suburbs del área metropolitana de Minneapolis-St. Paul, a unos kilómetros de donde vivo actualmente, se encuentra entre los diez más altos. De ello se hacía eco el Star Tribune, el periódico líder en Minnesota, hace unos meses.
Por cierto, cuando me subí al autobús y sonó Life is Beautiful de Ryan Adams todo ese malestar que me había causado el dichoso Mall of America claudicó ante el maestro, y el viaje de vuelta resultó ser uno de los momentos más conmovedores desde que llegué a este lugar. Quizás el porqué merezca otra entrada. Porque, aunque parezca que no, volverán las canciones.