Había estado escuchando sus discos compulsivamente durante las últimas semanas. Sin previo aviso había llegado el invierno y afuera, de cuando en cuando, un viento glacial levantaba un rumor suave en las hojas de los árboles. Pronto los árboles se desprenderían de esas hojas de tonos anaranjados que embellecen cada otoño las calles y los jardines. A la angustia por la definitiva llegada del invierno, a priori interminable, se contraponía el alivio de saber que éste nunca me podría arrebatar sus canciones. Como ya apuntaba hace poco más de un mes, sucede justamente lo contrario: las canciones –como tantas otras cosas– adquieren en esta coyuntura una trascendencia al menos singular. Hoy, cuando una nieve muy espesa cubre los coches aparcados y salir a pasear resulta una quimera, vuelvo a percibir los caminos transitados por el prolífico Ryan Adams con cierta añoranza y familiaridad. La teoría de la reminiscencia de Platón ejemplifica bien ese proceso en el que a menudo nos vemos imbuidos, de volver a degustar unas melodías que se instalaron hace algún tiempo y para siempre en nuestras coordenadas sensoriales.
El lugar donde descubrimos una canción, o la persona dueña de esa especie de secreto revelado, tiende a permanecer en nuestro inconsciente por un ínterin indefinido. Antonio Muñoz Molina lo ilustraba con lucidez en uno de los pasajes de Ventanas de Manhattan, cuando nos sugería que “las canciones no hablan de quien las ha compuesto y ni siquiera del que está tocándolas sino de quien las escucha, de quien se reconoció en una de ellas nada más descubrirla y se vio comprendido y explicado por la pura forma de la melodía, por esas palabras que ya le pertenecen incluso cuando sólo las ha comprendido parcialmente”. Nos referimos aquí a la memoria, a cómo los recuerdos -o la deriva idealista de estos-, junto a las circunstancias, determinan en gran medida el mapa mental que asoma sobre nosotros cuando el vinilo empieza a girar y todo lo demás se torna mundano.
Fue Ryan Adams uno de los primeros músicos estrictamente contemporáneos, dentro del paraguas de la música norteamericana, que llegó a mis oídos. Y fue desinteresadamente. Recuerdo que mi hermano mayor había grabado por aquel entonces algunos de sus discos en cedés vírgenes, con sus correspondientes caratulas caseras incluidas. Solía reproducir alguna de sus canciones cada noche antes de acostarnos. Pasados los años, cuando me enfrenté por mi cuenta a discos como “Heartbreaker” (2000) o “Demolition” (2002) muchas de esas melodías me resultaron altamente evocadoras, sintiendo con frecuencia que regresaba a aquellas noches de domingo de Carrusel Deportivo post-partido del plus, en las que tras el poético resumen de la jornada a cargo de Pepe Domingo Castaño Ryan ponía la guinda a la semana con su Desire. A veces pienso que en noches así algo tan importante como la emotividad para con la música empezaba a fraguarse, y siento cierta satisfacción por haberme acercado pasivamente, con apenas diez años, a algunas de las canciones que con los años han pasado a formar parte de la banda sonora de mi vida.
Cobrar melancólicamente conciencia de la lejanía cuando han pasado poco más de dos décadas desde que este escribiente aterrizara en un país que ya presagiaba su fracaso puede resultar absurdo, pero quizás podemos culpar a los Bruce Springsteen, Antonio Vega, Andrés Calamaro o Quique González, referentes absolutos para un servidor y propulsores de esa melancolía espontáneamente placentera. Además, según muchos de los todólogos que cada día acaloran el debate público pertenezco a “la primera generación que vivirá peor que sus padres”, por lo que parezco tener motivos suficientes para seguir sumergiéndome en el pasado con un deje nostálgico.
Reconozco que fui de los que, en un principio, empezó a interesarse más por la letra de la canción que por la música en sí misma. Quizás esa es la razón por la que empaticé antes con la música cantada en castellano que con la anglosajona. Obviamente, con el paso de los años, fui descubriendo todo un mundo fuera de nuestras fronteras, prestando especial atención a la música de raíces anglosajonas, pero creo que es sano y justo reprobar esa tendencia tan española, tan pretendidamente esnob como provinciana, de renegar de lo nuestro.
Hace un par de semanas Juan Puchades, director de la Revista Efe Eme, y Julio Valdeón Blanco, colaborador habitual de la revista, elaboraron una lista de diez canciones esenciales dentro de las dos obras cumbres de Andrés Calamaro, «Alta suciedad” (1997) y “Honestidad brutal” (1999). En esta selección de canciones me reencontré con tres de mis canciones predilectas dentro del amplio repertorio del argentino: “Crímenes perfectos”, “Con abuelo” y “No tan Buenos Aires”. Las tres se reprodujeron en ese mismo orden, pero me detuve especialmente en “No tan Buenos Aires”. La hice sonar una y otra vez. No es una de las canciones que más he escuchado durante los últimos años, pero sí una de las más importantes desde que fui consciente de la magia que podían esconder unos cuantos acordes rotos. Intuyo que sería un domingo al mediodía, yendo a comer al pueblo de mi padre, una de las primeras veces que escuché esa dylaniana canción de 7 minutos y medio repleta de poderosas imágenes que parecen remitirnos a la Argentina del menemismo. Una colección de imágenes que desde muy pequeño me hicieron sentir cierta debilidad por Buenos Aires y, dadas sus referencias a la Bombonera, incluso por Boca Juniors. Porque Buenos Aires siempre será para mí ese “No tan Buenos Aires” donde el romanticismo se opone al materialismo, o al menos hasta que tenga la oportunidad de ir y comprobar la verdadera realidad. Aquellos cassettes que le había regalado a mi madre su profesor de pintura contenían piezas como “Te quiero igual”, “Clonzepán y circo”, “Son las nueve” o “Paloma”. Pronto algunas de ellas se convertirían en imprescindibles himnos familiares que todos en el coche deseábamos escuchar; himnos que de algún modo empezaban a definirme en ciertos aspectos, y a presagiar que la música sería un elemento esencial en mi adolescencia. Por otro lado, todavía se mantenían por aquel entonces las grandes narrativas que solían rodear a los artistas, ese irremediable y tan necesario misterio que nos producían figuras como la de Calamaro. Nunca había visto una fotografía suya, más allá de la portada del disco, ni era conocedor de sus numerosas polémicas. Probablemente entonces mi inocencia, esa inconsciencia que en ocasiones tanto añoro, me permitía centrarme más en sus canciones.
Meses antes de descubrir la música de Antonio Vega había empezado a ser consciente de la íntima conexión emocional que era posible establecer a través de algunas creaciones artísticas. En el año 2004 Antonio Vega había publicado “Escapadas”, un álbum donde se recopilaban algunas colaboraciones que Antonio había hecho a lo largo de su carrera junto a otras exclusivas de este disco recopilatorio. El recopilatorio no era en ningún caso sublime, y tenía una apariencia comercial más que manifiesta, pero incluía aun así momentos de gran belleza, como la versión de “Como hablar” junto a Amaral o una interpretación muy especial del “Agárrate a mí, María” de Enrique Urquijo. No obstante, el corte que más llamó mi atención al escuchar el disco fue el último. Se trataba de una canción titulada “La carretera”. En aquel momento no reparé en que aquellas canciones no habían sido escritas por Antonio. La canción, acompañada por el piano de su fiel escudero Basilio Martí, es un recorrido por los sentimientos contrapuestos de un artista en la carretera. La segunda mitad de la canción me pareció desde el primer momento absolutamente mágica, especialmente desde el momento en que empieza a reflexionar sobre el valor de sus autógrafos para concluir después con una última estrofa estremecedora. Después de unos meses me enteré de que la canción había sido compuesta por Hombres G a mediados de los ochenta. Aquello fue un gran fiasco. No pude escuchar más de cuarenta y cinco segundos de la canción de Hombres G, así que decidí que internamente le concedería la autoría a Antonio Vega para siempre. Justo en aquel momento Antonio volvía con material nuevo. No sé cómo accedí a “3000 Noches con Marga” (2005), pero puede que fuese a través de una entrevista de Santi Alcanda a Antonio en la Revista Efe Eme. Pronto el álbum apareció también por el coche. Antonio había facturado con canciones como “Pasa el otoño”, “Caminos infinitos” o “Te espero” un álbum esencial en la historia del pop-rock español y yo no podía aguantar más sin asistir a uno de sus conciertos.
En 2007 Nacha Pop anunció su vuelta a los escenarios. En julio de ese mismo año yo había viajado a Canadá, y a la semana de llegar tuve que acudir de urgencia al hospital aquejado de una gastroenteritis. Mientras esperaba al doctor tumbado en una de las camillas recibí un mensaje de texto de mi hermano con la noticia soñada: teníamos entradas para ver a Nacha Pop en el Palacio de los Deportes. Habría que esperar hasta el 26 de octubre, pero la gastroenteritis había pasado entonces a un segundo plano. Me impactó verle aparecer sobre el escenario aquella noche, tan cabizbajo, visiblemente encorvado y con el aspecto desaliñado que tristemente le caracterizó durante los últimos años de su vida. Cuando escuché sonar el arpegio de “Antes de que salga el sol” y unos segundos después la sorprendentemente nítida voz de Antonio emergió con una delicadeza marca de la casa, su apariencia descuidada se volvió también secundaria. Fue el primer concierto de los cientos que han venido en los próximos años, y me alegra saber especialmente que fue para ver al superviviente y maldito Antonio Vega, ese chico triste y solitario que nos dejaría un 12 de mayo de 2009.
Viví un otoño de emociones fuertes, pues una semana después, el 2 de noviembre, había planeado viajar con mi hermano a Zaragoza para ver a Quique González presentar “Avería y redención #7” (2007) en la Sala Oasis. Quique González, por motivos que todavía me cuesta explicar y que me gustaría algún día plasmar en un texto, ha sido el artista que más a fondo he escuchado desde que me di cuenta de que, definitivamente, la música suponía un pilar trascendental de mi existencia. Durante unas vacaciones mi hermano había venido a pasar unos días a casa, y me comentó que el tal Quique González acababa de publicar un disco recopilatorio en directo. Su nombre me sonaba familiar: desde hacía un par de años o tres mi hermano había escuchado mucho sus discos, y, cómo no, también sonaban con frecuencia en el coche. A decir verdad, creo que el verano anterior ya había estado escuchando mucho una canción que se llamaba “Día de feria”, y otra titulada “Rompeolas”. “Ajuste de cuentas” (2006), el recopilatorio en directo, me atrapó desde el primer momento. Curiosamente conecté muy pronto con la mayoría de las canciones del álbum. La razón era simple: muchas de ellas habían sonado años atrás durante muchas noches antes de acostarnos o, en su defecto, recién levantados. Un fin de semana, cuando todavía no había acabado su bachillerato, mi hermano viajó a Madrid para el concierto de presentación de “Kamikazes enamorados” (2003), el primer disco que Quique se había autoeditado. Allí compró ese disco, que contaba con la colaboración de su novia, la cantante Rebeca Jiménez. Rebeca había sido además musa e inspiración de la mayoría de las canciones del disco. Una vez llegó, el verdoso cedé de «Kamikazes enamorados» se mantuvo dentro de la mini-cadena de nuestra habitación unos cuantos meses.
Cuando aparentemente me había hecho con todos los discos de Quique, me di cuenta de que había una canción, la de “Starsky y Hutch” (desconocía entonces su nombre real), que no aparecía en ninguno de sus discos. La recordaba como una canción de aires festivos, de barrio, rítmica y bailable, y una de las que más había escuchado durante esos meses monotemáticos. Por fortuna, la canción de “Starsky y Hutch” existía, aunque en realidad se titulaba “Palomas en la quinta” y formaba parte justamente de ese preciosista “Kamikazes enamorados”. Fue especial volver a escuchar esa canción juntos hace unos meses en La Riviera. Los dos recordábamos perfectamente el lugar donde había empezado todo.
Me invade en estos días de tránsitos la sensación de estar recuperando algunas de las canciones que quizás sembraron en uno la semilla de un tipo de afectividad, no solamente musical, de la que será difícil desprenderse. Canciones que empezaron incluso a moldear cierta perspectiva a la hora de afrontar un obstáculo o de reflexionar acerca de realidades cotidianas. A su vez me cuestiono si esta acumulación de recuerdos se vuelve inexorable con el paso del tiempo, si nuestra capacidad enciclopédica en lo que se refiere al almacenamiento de trances y fragancias musicales es ilimitada, infinita. Diviso con resquemor esa idea, tan propia del irreflexivo pragmatismo vigente, de que el transcurso de los años nos hará más insensibles, irremediablemente indolentes.
Yo, desde una inocencia que aspiro a mantener siempre viva y desde el romanticismo en el que ellas mismas me educaron, confío plenamente en que esas canciones, de ayer y de hoy, nos volverán a salvar mañana. En unas horas aterrizo en Nueva York y todavía me debato entre varias canciones para decidir cuál sonará finalmente mientras pise por primera vez suelo neoyorquino. Sea cual sea, confío plenamente en que esa canción me volverá a salvar mañana. Hasta ahora, pocas veces me han fallado.