La primera vez que vine a Estados Unidos fue hace justo ocho años. Pasé el mes de julio en Lock Haven, un pueblo universitario en el estado de Pennsylvania. Vivía con una familia americana y por las mañanas estudiaba inglés en las aulas de la universidad. Mi padre de acogida se llamaba Ron Miller y tenía pintas de sheriff del condado. Era profesor de música en la universidad y por las tardes daba clases de tenis en un instituto. La música y el tenis eran entonces mis dos grandes pasiones.
El primer día, antes de enseñarme el resto de la casa, fuimos a la que iba a ser mi habitación para que dejara la maleta. Estaba decorada a conciencia: de una de las paredes colgaban un par de raquetas de tenis y en la estantería de enfrente había dos botes de pelotas Dunlop. También había un póster de Pete Sampras –muy parecido al que tenía en mi habitación de España– y una guitarra acústica se apoyaba sobre la cama.
El matrimonio tenía una hija de veintipocos años. Estaba casada con un chico que había regresado recientemente de luchar en Iraq. Vivían juntos en una casa muy cerca de la nuestra y venían a veces a cenar. Siempre cenábamos en la mesa de la cocina todos juntos. La mujer de Ron se llamaba Catherine y era quien bendecía los alimentos antes de la cena. Mi familia de acogida, como buena familia americana, tenía mascotas: un perro y un gato. Hasta entonces nunca había convivido con animales y no me acabé de acostumbrar a encontrármelos en cualquier rincón de la casa o, peor aún, en mi colchón.
La noche antes de coger el avión rumbo a Estados Unidos la selección española de fútbol jugaba la semifinal de la Eurocopa contra Rusia. Estaban empatados a cero al descanso y bajé con mi hermano a la hamburguesería Don Oso a comprar la cena. Al poco de empezar la segunda parte Xavi remató con el pie el centro de Andrés Iniesta firmando el 1-0. Después marcarían Güiza y Silva.
Dos días después de que aterrizase España ganó la Eurocopa. Escuché el partido desde mi habitación con los comentaristas de Carrusel Deportivo. Fue la primera vez que reparé en lo mucho que me gusta escuchar la radio cuando estoy solo y lejos de casa. Una semana después Rafa Nadal vencería a Roger Federer en Wimbledon después de cuatro horas y cuarenta y ocho minutos en el mejor partido de la historia del tenis.
Ron y Catherine solían ver las noticias después de cenar. Obama había ganado las primarias de los demócratas hacía pocas semanas y sus intervenciones aparecían continuamente en televisión. Sospecho que a Ron no le gustaba demasiado Obama –le acusaba de “smoke seller”– pero no era fácil saber cuando hablaba en serio y cuando simplemente bromeaba. De John McCain, el candidato republicano, solía decir que era demasiado mayor como para gobernar el país.
Durante la temporada de verano Ron y sus amigos jugaban una liguilla de tenis. En el mes que estuve allí me invitaron a participar. Jugábamos cada martes y jueves por la tarde. Eran partidos de dobles a un solo set y la mayoría de los jugadores, hombres y WASP (acrónimo en inglés de “blanco, anglosajón y protestante”), rondaban los sesenta. En el camino de vuelta a casa siempre parábamos en una gasolinera donde preparaban unas hamburguesas de pollo riquísimas. El pedido se realizaba a través de una pantalla táctil, una tecnología que a mí me parecía el no va más. También pedíamos casi siempre palitos de mozzarella con salsa barbacoa; Ron ponía siempre tanta barbacoa a los palitos que dudo que alguna vez llegase a saborear el queso.
Este verano estoy de vuelta en Estados Unidos. Desde entonces había regresado e incluso vivido un año aquí pero nunca había vuelto en temporada de verano. Tampoco había vivido nunca en Nueva York aunque sí que lo había soñado unas cuantas veces.
La primera vez que visité Nueva York fue en diciembre de 2013. Vine solo y me alojé en un hostal en Amsterdam Avenue a la altura de la calle 103, cerca de Columbia University. Después volví en verano, unas semanas antes de volver a España tras pasar el año en Minnesota. En esta ocasión me alojé en casa de mi amiga Lindsay en Clinton Hill y fue la primera vez que conocí Brooklyn más a fondo.
Una tarde fuimos al Brooklyn Bridge Park, situado a la orilla del East River en el lado de Brooklyn. Habíamos quedado con una amiga de Lindsay que estudiaba estudios urbanos en Columbia. Uno de sus profesores era Kenneth T. Jackson, autor de Crabgrass Frontier, un libro fascinante sobre los factores que desencadenaron el auge del suburbio americano. Yo le comenté que había leído este libro en una de mis clases en Carleton College el trimestre pasado. Fue ella quien me habló por primera vez de Empire City: New York Through the Centuries, un libro editado por el propio Jackson de más de 1000 páginas sobre la historia de Nueva York desde el viaje de Henry Hudson en 1609 hasta lo acontecido el 11 de septiembre de 2001.
Esa misma noche homenajeaban a Ornette Coleman, figura indiscutible del jazz en el siglo XX. El concierto lo organizaba su hijo Denardo y estaba dentro de la programación del festival Celebrate Brooklyn! que se celebra en Prospect Park todos los veranos. Aquella tarde se podía sentir ese calor tan sofocante característico de Nueva York. Llevaba días queriéndome cortar el pelo suponiendo que algo me aliviaría. Las chicas se fueron a casa a descansar y yo cogí el metro para dar un paseo por el parque antes del concierto.
Me bajé en la parada Atlantic Avenue – Barclays Center y caminé por la Quinta avenida de Brooklyn en dirección a la zona oeste del parque. No sabía muy bien en qué barrio estaba pero aquella calle tenía un encanto especial. En la Quinta de Brooklyn había bares donde la gente veía la Eurocopa, sitios de bagels, una tienda de helados tailandeses, restaurantes italianos con manteles de cuadros rojos y blancos, muchos delis y salones de belleza coreanos. También había una peluquería que se llamaba George’s Barber Shop y ofrecía precios muy competitivos. No lo pude evitar: el resultado fue bastante satisfactorio teniendo en cuenta que las tijeras si no eran de cocina se parecían bastante.
El homenaje a Ornette Coleman congregó sobre el escenario a gente como Patti Smith, que recitó sus poemas y tocó el clarinete –con Coleman sobre el escenario, sentado en una silla y su saxofón bajo el brazo–, Laurie Anderson, viuda de Lou Reed, Ravi Coltrane o el bajista Flea. Nadie entre el público parecía demasiado sorprendido por la aparición de artistas de tanta categoría; yo, aunque intentaba ocultarlo, estaba impresionado. Me llamó la atención otra cosa: a pesar de que era un concierto gratuito –había muchas familias y grupos de amigos con la manta y el picnic– el público fue muy respetuoso y la gente apenas hablaba o lo hacía en voz baja.
Este verano vivo en Prospect Place, Brooklyn. El primer día en la ciudad cogí el metro a casa desde el aeropuerto y me bajé en la parada Bergen Street de la línea 2. Para llegar a mi casa no tuve que pasar por la Quinta avenida. No fue hasta la mañana siguiente cuando a través del cristal del sitio del bagels donde desayunaba vislumbré el toldo rojiblanco de George Barber’s Shop. Fui entonces consciente de que mi calle era perpendicular a la Quinta avenida y que era la misma zona por la que había caminado hace un par de veranos antes del concierto de Ornette Coleman.
El barrio se llama Park Slope y es uno de los más gentrificados de Brooklyn. En The Squid and the Whale Noah Baumbach da una muestra de ese espíritu del barrio bohemio, de izquierdas y acomodado. Mi casa está a escasos cinco minutos del número 167 de la Quinta avenida, donde vivían los protagonistas de la película de Baumbach.
Vivo con Maria, una señora de sesenta y tres años que trabaja en el mundo del arte contemporáneo. En el interior de esta casa se rodó The Landlord, película estrenada en 1970 por la que Lee Grant estuvo nominada al Oscar como mejor actriz de reparto. La música de la película es de Al Kooper, colaborador de Bob Dylan, Gram Parsons o Quique González. En aquella época, como se puede ver en el tráiler, el vecindario no tenía muy buena reputación.
Maria es la nieta de Carl Friedrich, un académico muy influyente en el campo de la teoría política después de la Segunda Guerra Mundial. Carl nació en Alemania y estudió en la Universidad de Heidelberg bajo el amparo de Alfred Weber, hermano de Max Weber. Entré 1926 y 1971 fue profesor de teoría política en la Universidad de Harvard. En algunos de los escritos que he encontrado por la casa Friedrich defiende con contundencia la democracia representativa frente a la democracia directa. En estos textos muestra también su escepticismo hacia los referéndums, que eran para él la antesala del totalitarismo. En 1984 Carl murió en su casa de Lexington, Massachusetts. Fue su nieta Maria quien por una serie de circunstancias le acompaño en los últimos días de vida y se encargó de su memorial en Harvard.
El padre de María se llama Paul y tiene 88 años. Es antropólogo y ha sido profesor en la universidad de Chicago durante gran parte de su carrera. Maria nació en México mientras su padre realizaba allí sus investigaciones. A los poco años se mudaron al sur de India. Maria me ha contado que su padre les obligaba a vestir como los niños y niñas de las zonas que visitaban; aún así era difícil que encajaran en el colegio –al ser zonas rurales no había colegios internacionales– con rasgos tan occidentales. Estos días el padre de Maria está enfermo y ella va a visitarle a Chicago en cuanto puede. Cuando Maria está de viaje soy yo quien se encarga de los perros.
María tiene dos perros, George y Lulu, macho y hembra respectivamente. Los dos son pequeños y negros y lucen una barba bastante lograda. Poco más puedo decir acerca de su raza y demás terminología canina. Mis padres nunca tuvieron perros ni nunca los tendrán. Tampoco sus amigos traían sus mascotas a casa, si es que alguno tenía mascotas.
Al único perro que recuerdo merodear por casa de mis padres es al de mis abuelos maternos. Se llamaba Tasco y era un perro muy tranquilo, nunca molestaba a nadie y podía pasar desapercibido durante horas. Se solía esconder debajo de la mesa del comedor cuando las sobremesas en casa de mis abuelos se alargaban. Tasco vivía en un piso en el centro de Burgos y cuando venía a Tudela se pasaba el día jugando en el jardín. A veces bajaba a jugar al fútbol con él; otras se entretenía solo con una de mis pelotas de tenis y yo le observaba desde la ventana de la cocina. Creo que en aquellos días Tasco fue un perro feliz. Diría que murió hace más de diez años, pero no lo recuerdo bien. Quizás porque no llegamos a convivir lo suficiente, o porque simplemente no he conocido a otros perros desde entonces, durante estos años no me he acordado mucho de él. Hasta que llegué a Nueva York.
George y Lulu son los mejores compañeros de piso que uno puede tener en una ciudad tan intensa. Les llevo de paseo dos o tres veces al día y rara es la vez que nadie les piropea cuando se cruza con ellos (“your dogs are so cute”, me dicen). Ambos tienen personalidades casi opuestas. George es más juguetón y despreocupado. Su juguete favorito es una marioneta con forma de caballo y siempre está como loco por salir a la calle. Cuando vamos de paseo es él quien lidera la exploración. Lulu, en cambio, pasa gran parte del tiempo tumbada, ya sea en el sofá rojo del salón o en mi cama. Ahora mismo está aquí conmigo, apoyada en el respaldo de la silla mientras escribo. Es más remolona que George, no le entretienen los juguetes y desconfía más de los extraños. Lulu vende cara su confianza: las primeras veces que intenté salir con ella de paseo se anclaba al suelo en cada paso de cebra. Dos o tres veces tuvimos que volver a casa porque era incapaz de moverla.
Un mes después Lulu me ha otorgado su confianza y el paseo a las seis y media de la mañana se hace más llevadero. Cuando vuelvo a casa ella siempre baja las escaleras para darme la bienvenida. Acto seguido se dirige al sofá y se pone boca arriba para ser acariciada. Yo siempre me dejo encandilar y me quedo con ella un cuarto de hora. Acariciar a Lulu y tumbarme con ella en el sofá mientras suena el último disco de Ray LaMontagne es en estos días mi forma más perfecta de procrastinación.
No sé qué más se puede escribir sobre Nueva York sin caer en los tópicos. Uno de los más clásicos afirma que Nueva York es “la ciudad que nunca duerme”. Probablemente sea cierto, aunque con matices. Brooklyn, o al menos un barrio como Park Slope, duerme más que Manhattan. Siempre duermo con la ventana abierta y el ruido de la calle –sirenas de policía, ambulancias, borrachos, perdonavidas, vagabundos que enloquecen– nada tiene que ver con el que puede escucharse desde un apartamento cualquiera del Upper West Side en Manhattan. Los neoyorkinos tienen también fama de no ser demasiado simpáticos y encabronarse a la mínima. A mí me han sorprendido por lo contrario. A pesar de esas líneas de metro que cambian sin previo aviso de itinerario, los retrasos continuos, la suciedad de las calles o el insoportable calor de las estaciones de metro –que contrasta con el frío polar en el interior de los vagones– la gente apenas se queja.
La noche del 26-J, mientras España dormía sabiendo que solo había un vencedor y se llamaba Mariano Rajoy, yo volvía en un autobús de Boston a Nueva York. Salimos una hora tarde y apenas escuché a dos o tres personas un comentario sobre el retraso. Cuando llegamos a Yonkers –donde por cierto se desarrolla la serie dirigida por David Simon, Show Me a Hero–, a una hora de Nueva York, el conductor paró el autobús y se negó a seguir conduciendo. Al parecer había alcanzado el límite de horas de conducción permitidas en un día. Lo sé porque después de un buen rato esperando a que viniera un nuevo conductor fui a pedirle explicaciones. No hubo ninguna notificación a los pasajeros por megafonía. Solo dos pasajeros se quejaron abiertamente de la situación; la mayoría, en cambio, fuimos saliendo del autobús sin rechistar y volvimos en Uber hasta Nueva York.
En cualquier ciudad en la que vives una temporada, aunque sea unos meses, necesitas tus rutinas o al menos un cierto grado de previsibilidad. El trayecto de metro es parte vital de esta rutina para la mayoría de neoyorquinos. Mi parada es Bergen Street, en el corte de Bergen Street con Flatbush Avenue. Por las mañanas cojo aquí el 2 o el 3 –no suele tardar más de tres minutos en llegar– y me bajo en Nevine Street. Cuando llego a Nevine muchos días el 4 o el 5 está esperándome enfrente y corro para no perderlo. Trabajo en la 58 con Lexington y la parada más cercana está en la 59.
Casi nunca tengo tiempo de desayunar en casa. Justo debajo del trabajo hay un puesto donde venden bagels por un dólar y medio. Suelo pedir el bagel de cream cheese con semillas de sésamo. Otros días mi estómago no puede esperar hasta llegar a Manhattan y compro algo al salir de casa. Las dos mejores opciones de desayuno están separadas por apenas veinte metros. En Bergen Bagels, enfrente de la parada de metro para ir hacia Manhattan, sirven los mejores bagels que he probado en la ciudad por un precio muy razonable. Mi preferido es el de blueberry cream cheese con huevo. Para los que se inclinen por lo dulce en el 245 de Flatbush Avenue está el Doughnut Plant. Los donuts rondan los cinco dólares pero merece la pena darse el capricho de vez en cuando.
William B. Helmrich es profesor de sociología en CUNY y ha escrito un libro sobre la ciudad, The New York Nobody Knows: Walking 6000 Miles in the City (Princeton University Press, 2013). Cuando Helmrich tenía nueve años solía practicar con su padre un juego llamado “Last Stop”. Éste consistía en recorrer hasta el final las diferentes líneas de metro de Nueva York. William y su padre se bajaban siempre en la última parada y caminaban por el barrio que tocara durante un par de horas. A veces, cuando ya habían explorado lo suficiente por ese barrio, cogían un autobús urbano para ampliar la expedición. En el prefacio del libro Helmrich explica que fue así cómo se enamoró de esta ciudad:
“That’s how I learned to love and appreciate New York City. I would stand with my father, looking out on the marshes that were in Brooklyn’s Canarsie section, and reflect, “So this is where my teacher told me he’d send me if I misbehaved.” One time my father poked his head into a bar near Utica Avenue in Brooklyn and everyone scattered. I never found out why. Another time we took a bus to Throgs Neck in the Bronx, and I saw men fishing. I marveled at the sight, having never before seen anyone fish. I was a city kid. I played stickball, belonged to what passed for a gang on my block, and knew every chocolate bar in my local candy store. These experiences and the trips I took were the fertile ground where the idea for this book grew. As for my father, he continued walking well into his eighties, extolling its health benefits. He died of natural causes in 2011, three weeks shy of his 102nd birthday, so I guess he was right.”
Con el espíritu de aquellos viajes urbanos, casi iniciáticos con su padre William recorrió 6000 millas de la ciudad entre junio de 2008 y junio de 2012. Visitó cada rincón de Nueva York –Queens, Manhattan, Staten Island, Brooklyn y el Bronx– y se entrevistó con personas de todo tipo en cada uno de los barrios que paseaba. También se reunió con antiguos alcaldes de la ciudad, como Ed Koch, David Dinkins o Rudy Giuliani, y con el entonces alcalde Micheal Bloomberg.
En el segundo capítulo Helmrich cuenta la conversación que tuvo con un joven hondureño que ondeaba un banderín de plástico naranja en la entrada de un parking en Lower Manhattan. El profesor Helmrich le preguntó si podía dejarle ondear el banderín unos minutos. El chaval, algo extrañado, se lo cedió. Helmrich lo intentó varias veces sin éxito: el banderín de plástico se pegaba continuamente al mástil. Y es que hasta el trabajo más mecánico y alienante tiene su grado de dificultad.
En la calle 58, a lado del edificio donde trabajo, hay un parking muy concurrido. Un hombre mejicano de poco más de metro y medio ondea también una bandera. No sé cuántas horas lleva él ahí cuando yo llego por la mañana pero diría que unas cuantas. Seis horas o siete horas después, cuando yo salgo del edificio, el tipo sigue allí. Alguna vez he pensado en acercarme a hablar con él pero parece muy atareado y me da vergüenza. Tengo miedo además de que piense que soy de algún programa de televisión del tipo Undercover Boss –El jefe infiltrado en España, que emite La Sexta– como le pasó a Helmrich con el chico hondureño.
Hace dos semanas se ausentó de su puesto de trabajo durante dos días seguidos. El vado de la calle 58 y los trabajadores de la zona le echamos de menos. Quizás lo han despedido o ha cambiado de trabajo, pensé. Esta semana ha vuelto y lo ha hecho con su indumentaria habitual: pantalón oscuro, camisa blanca abrochada hasta el último botón, pajarita y gorra corporativa. Para mí su regreso es un alivio.
Quería haber hablado más de Nueva York. De lo que es pasear un sábado por la noche por el East Village y acabar en Veselka poniéndonos morados de pierogis; de ir al Cornelia Street Cafe, en el West Village, a escuchar jazz o del restaurante mejicano en la esquina de la calle Bleecker con Cornelia; de pasear por Nolita y sentarme en la cafetería de la librería McNally Jackson a leer; de cenar dos trozos de pizza por dos dólares en las escaleras de cualquier portal del Upper West Side.
En las últimas cinco semanas en la ciudad he tomado muchas notas: en el móvil, en mi cuaderno color caqui y en los márgenes de los libros que iba leyendo. Pero apenas he encontrado momentos para desarrollarlas. Cuando lo intentaba, casi siempre por la noche desde la incómoda mesilla de la habitación y con el aire acondicionado a 73 grados Fahrenheit, tenía la sensación de que a las pocas horas –a la mañana siguiente en el metro, por ejemplo– iba a suceder algo. Algo que seguramente merecía ser contado.
En Una Ilusión (Xordica 2016) el escritor aragonés Ismael Grasa se refiere a la lectura y la escritura como actividades físicas.
“A veces se insiste en que el oficio de escritor va ligado principalmente a la soledad, cuando lo cierto es que hacerse escritor tiene mucho que ver con estar junto a otros escritores, con el hecho de haberlos tenido en la familia o de haber vivido con alguno de ellos, como me sucedió a mí. Creo que no siempre se repara en que escribir tiene una relación directa con el hecho de haber visto escribir. Porque escribir, como el silencio que acompaña esta actividad, es primeramente algo físico, es una postura, un modo de disponer la columna vertebral, por así decirlo. Y es un clima previo, cierta clase de conversación mantenida.”
Suscribo una por una las palabras de Grasa. Escribir es primeramente una postura y, en mi caso, esa postura solo puede ser una: estar sentado en una silla relativamente cómoda. María ha decidido definitivamente irse a pasar diez días a Chicago para cuidar de su padre. Se fue el jueves por la mañana y ahora hora estoy solo en casa. La silla junto al escritorio en la que ella trabaja está libre. Esta noche estoy sentado en esa silla y la luz de la cocina es la única que está encendida. Está sonando Jackson de Lucinda Williams y a mi derecha hay varias estanterías con montones de libros. Los libros son grandes, casi todos de arte y fotografía. Desde aquí puedo distinguir algunos nombres en el segundo estante: George Bellows, Everett Shinn, Charles Sheeler, Walker Evans. En ese mismo estante también hay una fotografía de Carl Friedrich en su despacho de Harvard.
Hace un rato me he levantado a por un vaso de agua y he buscado un libro que no pesara demasiado. He elegido uno de color blanquecino, muy fino, de edición simple y elegante. En la portada se puede leer:
LEE FRIEDLANDER
&
PIERRE BONNARD
En la última parte del relato Cincuenta y tres y Octava, su autor, José María Conget, se refiere a una exposición que montó el museo Whitney sobre el tema de Nueva York en las artes del siglo veinte titulada City of Ambition, como la famosa fotografía de Alfred Stieglitz del sur de Manhattan. En la estantería blanca de María he encontrado el catálogo de esa misma exposición.
Cincuenta y tres y Octava apareció publicado por primera vez en la editorial Xordica en 1997. Conget fue entre 1991 y 1998 responsable de actividades culturales en el Instituto Cervantes de Nueva York. Cincuenta y tres y Octava no supera las cincuenta páginas pero es uno de los relatos más especiales que he leído sobre la ciudad. Porque a estas alturas Nueva York solo puede explicarse desde lo cotidiano y qué hay más cotidiano que las calles que uno recorre día tras día.
Conget escribe desde el lado oeste de la calle 53, o desde “un edificio feo que el sugestivo nombre de Encore trata de ennoblecer y que hace chaflán con la Octava avenida”. El libro fue el mejor regalo que me podían hacer antes de venir; solo podía hacérmelo un gran amigo, amante de los fados y de vocación enciclopédica, que no dudó en hacia qué parte de la estantería dirigir el brazo cuando me vio acercarme a la caseta de Pre-Textos en la Feria del Libro. El último párrafo de la primera parte de Cincuenta y tres y Octava denota una prosa nostálgica y minuciosa.
“Cuando digo Nueva York digo Manhattan –una palabra, según Whitman, ‘líquida, sensata, fogosa, musical, autosuficiente’–. Y por dónde empezar, qué fronteras me impongo. Me doy cuenta de que es tan imposible un discurso sobre esta cuasi-ínsula, desde luego extraña, como describir a la mujer que amo, tal vez porque de ella sé más de deux ou trois choses: hace veinticinco años que vamos juntos al cine y, si me preguntasen cómo es, creo que acabaría describiendo su manera meticulosa de comer una manzana. ¿Y cómo es Nueva York? Hablaré de mi calle, de algunas esquinas cerca de mi calle, de la avenida que enturbia la moral ciudadana unas cuadras más debajo de mi calle, hablaré de un barrio pequeño cuyos bordes yo trazo y dependen de mi capricho, hablaré de la luz de las tardes de marzo, de un rascacielos que echa humo y de la nieve.”
La agenda cultural del verano en Nueva York es muy amplia, especialmente en lo que se refiere a conciertos –muchas veces gratis– al aire libre. Estas últimas semanas he visto a varios de mis músicos predilectos, como Josh Ritter, Robert Ellis o Drive By-Truckers en diferentes puntos de la ciudad. Hay conciertos en la orilla sur del Hudson, en el Seaport District, en el Lincoln Center o en Prospect Park. También he descubierto nuevas voces, como Birds of Chicago, Martha Redbone, John Batiste o Barna Howard.
Pero el plato musical fuerte ha tenido lugar la última semana. El viernes por la tarde cogimos el ferry en Bowling Green, al sur de Manhattan, dirección Staten Island para ver a los californianos Dawes. Noelle y yo dejábamos atrás Manhattan entre el vuelo de las gaviotas y la estela de los aviones en el cielo. Staten Island es una isla al sur de Manhattan y el distrito (borough) más pequeño de los cinco que componen la ciudad de Nueva York. El concierto era en St. George Theater, a escasos metros de la parada del ferry.
Vi a Dawes la primera vez en El Sol un día de invierno entre semana hace cuatro o cinco años. La segunda fue en Minneapolis, abriendo para Conor Oberst y como banda de acompañamiento de éste. Dawes es seguramente la banda que más he escuchado estos últimos años. Volvieron a dar un concierto impecable en esta ocasión. En la primera parte interpretaron varias de sus canciones más redondas: From a Windows Seat, If I Wanted Someone, Somewhere Along The Way, So Well y Just Beneath The Surface. Somewhere Along The Way es una canción sobre una relación amorosa que terminó de manera inesperada y la decepción que provocó en una de las partes. Uno de los estribillos resume la idea de la canción.
But somewhere along the way
The running just lost it’s fun
It happens to everyone
Somewhere along the way
Her trail became too obscure
But that was her signature
En la parte final de la canción, en cambio, el narrador parece ver la luz al final del túnel. Es un final ciertamente optimista, seguido de un solo emocionante.
I finally felt connected to the continental drift
But somewhere along the way
I started to smile again
I don’t remember when
Somewhere along the way
Things will turn out just fine
I know it’s true this time
Escuché por primera vez esta canción en el concierto de Minneapolis, un año antes de que saliera All Your Favorite Bands, el álbum donde se incluiría. No exagero si digo que está entre las canciones favoritas de mi vida. Tampoco exagero si digo que durante la interpretación del viernes los presentes supimos un poco mejor qué aspecto tiene el paraíso.
Tenía muchas ganas de ver a Ryan Adams el miércoles. Nunca le había visto antes y las circunstancias se presentaban ideales: hacía una tarde soleada, no demasiado calurosa, y el concierto era en Central Park. Pasadas las siete de la tarde salió al escenario Amanda Shires, la telonera, acompañada de su marido, el músico Jason Isbell. Tenía miedo de que Ryan no estuviera a la altura o que se pasara la mitad del concierto entablando diálogos estúpidos con personas del público. Nada más lejos de la realidad, aunque algún diálogo estúpido sí que hubo. El repertorio fue una delicia y me gustó cómo estaba ordenado. Escuché canciones que pensé que nunca escucharía en directo, como Magnolita Mountain, Cold Roses o This House is Not for Sale.
El concierto empezó de día y acabo de noche. Con Cold Roses el cielo empezó a oscurecer y en Dear Chicago el ambiente era de noche cerrada. En esta canción Ryan se refiere a un Nueva York al que está a punto de decir adiós.
Sorry about the every kiss
Every kiss you wasted bad
I think the thing you said was true
I’m gonna die alone and sad
The wind’s feelin’ real these days
Yeah, and baby it hurts me some
Never thought I’d feel so blue
New York City, you’re almost gone
I think that I’ve fallen out of love
I think I’ve fallen out of love
I think I’ve fallen out of love, with you
En varias ocasiones, Adams cambió por completo el registro de una canción a otra. Y todos lo hicimos con él. Por ejemplo, de la sutil Oh My Sweet Carolina pasó a una versión punk de Halloweenhead, para después llevarnos a su etapa country rock con The Cardinals y tocar Everybody Knows. En Magnolia Mountain, tras una parte instrumental larguísima –con solo de Hammond incluido– los músicos volvieron a la estrofa como si nada hubiera sucedido. La estrofa que tocaba era muy bonita.
We burned the cotton fields down in the valley
And ended up with nothing but scars
The scars became the lessons that we gave to our children after the war
But there ain’t nothing but the truth up on the Magnolia Mountain
Where nobody ever dies
Steady your soul and ease your worry
They got a room for you
Ocho años después he vuelto a pasar un verano en Estados Unidos. Hoy la selección española de fútbol vuelve a perder en octavos de final, Nadal y Federer ya no se enfrentan en la final de Wimbledon, Obama empieza a despedirse de la Casa Blanca después de ocho años al frente y todos hablan de un hombre patético que se llama Trump; hoy me gustan los perros, al menos dos de ellos, y me acuerdo de Tasco; hoy ya no viajo con mi raqueta de tenis y lo echo de menos.
En el vuelo Madrid-Nueva York releí un libro de Enric González sobre la ciudad. En Historias de Nueva York Enric González escribe:
“Una temporada en Nueva York cambia a cualquiera, para bien y para mal. La vida en Nueva York es un deporte de velocidad y reflejos en el que, al final, decide la suerte. Eso tiene que ver, seguramente, con el tipo de persona que atrae la ciudad. Pocos van a Nueva York para retirarse o para llevar una vida tranquila. A Nueva York se va a trabajar y a vivir con la mayor intensidad posible, lo cual acarrea riesgos. Y hace falta suerte. Supongo que yo la tuve. Algunos de mis amigos no la tuvieron.”
Hoy vivo en Nueva York y siento que la suerte –si existe– está de mi lado.