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Sociedad del espectáculoEscenariosApuntes sobre Calderón y la música teatral

Apuntes sobre Calderón y la música teatral

 

Pedro Calderón de la Barca, autor de más de doscientas obras de las que unas ciento ochenta contienen intervenciones musicales, cultivó con excepcional brillantez a lo largo de sesenta años de actividad creadora todos los géneros dramáticos, incluyendo dos obras enteramente cantadas de tema mitológico, representadas en 1659 y 1660 respectivamente; La púrpura de la rosa, de una jornada y Celos aun del aire matan, de tres. Estas obras, aparte de La selva sin amor, de Lope de Vega, en un acto cuya música no se ha conservado, son las primeras óperas españolas, y también las únicas a lo largo de todo el siglo XVII, ya que “cantar a la italiana” no prendió en nuestros antepasados barrocos. Baccio del Bianco, escenógrafo y tramoyista del teatro del Palacio del Buen Retiro, opinó que no era posible meterle en el caletre a los compatriotas de Calderón que uno pueda “hablar cantando”.

 

Don Pedro también tendría sus recelos; pero de signo opuesto. En la loa a La púrpura de la rosa, un personaje advierte al público que la obra que se va a representar “Ha de ser/ toda música, que intenta/ introducir este estilo,/ para que otras naciones vean/ competidos sus primores”. A esto, la personificación de la Tristeza no deja de advertir, “¿No mira cuanto se arriesga/ a que cólera española/ sufra toda una comedia cantada?”. Su interlocutor la tranquiliza diciéndole que no lo será, ya que es una “pequeña representación”, aludiendo a que se confinaba a una sola jornada.

 

El género de drama musical que cuajó en el espíritu nacional fue el de la zarzuela, en parte representado y en parte cantado; invento de Calderón, y más afín a su dramaturgia, de impecable artesanía poder conceptual y numen poético. En aquella España no existían las condiciones sociales para que la ópera llegase a la burguesía, y tampoco tuvo suerte con el público aristocrático que asistía a las representaciones en el palacete de la Zarzuela y en el palacio del Buen Retiro.

 

Calderón, partiendo del teatro sacramental cultivado por de sus predecesores, creó un nuevo y originalísimo género dramático que bautizó con el título genérico de auto sacramental alegórico e historial. Desde 1649, hasta el año de su muerte en 1681, el autor de El gran teatro del mundo fue el solo autor de los dos autos sacramentales que se representaban anualmente durante las fiestas de Corpus. Y así lo quería el Ayuntamiento de Madrid, lo pedía clamorosamente el público, y lo deseaban las compañías de representantes. El auto sacramental (todos los ochenta tienen intervención musical,) es una especie de zarzuela, sacra o a lo divino, y en particular aquellos autos compuestos desde 1651, año en el que Calderón se ordenó sacerdote. Nuestro dramaturgo concibió la música como propiedad escénica que había que armonizar con el texto y la escenografía; y en esto Calderón fue inflexible, rechazando tajantemente las intromisiones y sugerencias de los escenógrafos. En la loa al drama mitológico en parte cantado, Fortunas de Andrómeda y Perseo, la personificación de la Poesía dirigiéndose a la Pintura y a la Música, les dice: “en mis números/ daré a tus coros y a tus líneas/ el alma que han de tener”. Juan Hidalgo, el compositor que musicó numerosas obras de Calderón incluyendo Celos aun del aire matan no hubiera disputado esta afirmación, a la que habría que añadir que si la poesía puso alma en la música fue porque ésta supo mover los afectos del público con fidelidad al texto, y con suma claridad, apelando en muchos casos a un lenguaje musical familiar para el espectador, tonos y melodías de la tradición popular.

 

Calderón fue agraciado por inmejorables condiciones para ejercer su oficio, quizás las más óptimas en la historia del teatro europeo, tuvo accesibles varios escenarios, el teatro de Palacio, con grandes facilidades e innovaciones técnicas, el de los corrales, con unos medios más humildes, y el de los autos sacramentales, representados en la fiesta de Corpus Christi con gran aparato escenográfico, diseñado por el mismo dramaturgo.

 

Calderón no dejó de reflexionar a lo largo de su vida acerca los efectos de la música y de la poesía sobre el oyente, consciente de que éste era además vidente. En los autos el oído está caracterizado como un invidente, que se acompaña de una guitarra. Frente a la concupistentia oculorum, la lujuria de los ojos, que aqueja a la metafísica occidental y que hoy se ha convertido en un fenómeno global. Calderón enfrenta el oído, órgano de la fe, a la vista en tensa relación dialéctica (“batalla intelectual”, la llama) ya que de eso se trata en el teatro, de ver y de oír simultáneamente, y en el teatro alegórico “a dos visos” manteniendo en vilo el sentido histórico y el alegórico, el literal y el simbólico . En la zarzuela de tema mitológico El golfo de la sirenas (en la que Calderón se vale de dos aventuras del libro XII de la Odisea) el “ver” y el “oír” protagonizan la emboscada que Escila y Caribdis le tienden a Ulises; aquella, valiendo de su belleza, y ésta de su voz. Caribdis argumenta que posee más “intención” que su rival pues “pasando la palabra al alma/ acredita la realidad de su ser”. En una memorable escena, Escila, en competición con Caribdis, simula un desmayo con el fin de atraer al “cauteloso griego”, que perplejo ante el cuerpo inerte se pregunta: “Pero, ¿cómo puede ser/ que ya la muerte resista/ que quien mata con ser vista,/ qué falta le hace no ver?”. Al palparla Ulises siente esos “contrarios agravios” entre el “fuego” y “la nieve”, el afecto que le dispara el ver y el catatónico efecto que le producen los sentidos muertos de la “otra”; catástrofe de la que lo recupera la seductora voz de Caribdis imantándolo hacia el extremo opuesto del tablado. Indeciso entre lo que ve y lo que escucha, entre el cuerpo sin alma y el alma sin cuerpo, Ulises busca a la una en la otra ya que la imagen y la voz ocupan dos lugares distintos, adquiriendo así el dilema de Ulises entre el ver y oír una asombrosa plasticidad.  

 

El dramaturgo que representó con ingenio la personificación del oído, órgano de la fe, tuvo plena conciencia de la diferencia entre la palabra escrita y la palabra hablada, de la distancia entre la tipografía y la representación. En el prólogo al primer tomo de sus autos sacramentales, publicado en 1677, advirtió: “parecerán tibios algunos trozos; respecto de que el papel no puede dar de sí ni lo sonoro de la música ni lo aparatoso de las tramoyas, y si ya no es que el que lea, haga en su imaginación composición de lugares”.

 

La palabra hablada o cantada, privilegio del oído, no se puede tocar, oler, gustar o ver. En el auto La lepra de Constantino la Gentilidad enfrentándose a la Fe, le pregunta “¿Quién eres, que con vendada/ vista discurres a tino/ las enmarañadas sendas/ de este humano laberinto/ de oídos y ojos trocados/ los naturales oficios,/ pues lo que no ven los ojos/ quieres ver con los oídos?”. Las limitaciones de los sentidos obligan al alegorista a producir sinestesias, a hablar de un escuchar con los ojos y un ver con los oídos, lo que supone un desdoblamiento de los sentidos en físicos y espirituales.

 

En la tragedia Los dos amantes del cielo el protagonista, dado a la meditación y no queriendo que le “diviertan”, le dice a la que se propone arrancarle de su melancolía “no han de verte no mis ojos”, a lo que la dama  responde, “mira que hay muchos sentidos, entraré por los oídos aunque te cierres los ojos”, poniéndose acto seguido a cantar acompañándose de de un arpa. Crisanto, que escucha embelesado, se recupera del encanto preguntándose, admirado

 

                                   ¿Qué haya labios en la boca

                                   y párpados en los ojos

                                   para poder resistir

                                   un hombre el hablar y el ver,

                                   y no se le pueda hacer

                                   resistencia al oír?

 

A continuación su compañera Lísida recita la glosa que ha hecho a la canción de su amiga, Cintia. Tras escucharla, el ensimismado Crisanto se dirige a ambas con estas palabras, “no es música solamente/ la de la voz que entonada/ se escucha, música es/ cuanto hace consonancia/ tu con tu suave dulzura/ el corazón avasallas/ tu con números medidos/ suspensa has dejado el alma”. Ante nuevas embestidas Crisanto no cede, diciéndoles imperativo:

 

                                   Callad, que la pena mía

                                   Con voces no se divierte,

                                   y la música es muy fuerte

                                   cura a la melancolía,

                                   puesto con ella, se aumenta.

 

Calderón no se conforma con el tópico de que la música templa los ánimos. Abundan los personajes en situación que rechazan los halagos de la música porque insisten en atrincherarse en el estado de ánimo que acarician y que se constituye como una pasión más bien que como un afecto pasajero. En La vida es sueño Segismundo, que ha sido confinado desde su nacimiento para evitar que se cumpla un aciago horóscopo en un lugar remoto del reino, se despierta tras haber sido drogado con el fin de poner a prueba el vaticinio en Palacio, viéndose asistido por criados que le visten y músicos que tocan y cantan. El prisionero queda sobrecogido por la insólita situación en la que súbitamente se encuentra, cae en una profunda melancolía mandando que no le canten más: “Yo no tengo de divertir/ con sus voces mis pesares, las músicas militares solo he gustado de oír”. No escasean en el teatro calderoniano personajes comprometidos en alma y cuerpo con una cuestión trascendental, de vida o muerte, ya teológica o metafísica, que les hace huir de la música, como si fuese un narcótico, estado de ánimo que nos recuerda los versos de Unamuno.

 

                        ¿MÚSICA? ¡No! No así en el mar de bálsamo

                        me adormezcas el alma,

                        no, no la quiero;

                        no cierres mis heridas –mis sentidos–

                        al infinito abiertas,

                        sangrando anhelo.

 

En el caso de Calderón, el negarse a oír música para salvaguardar un estado de ánimo, caldo de cultivo de la meditación, es solo una cara de la moneda; la otra es la necesidad del mismo meditador movido por la fe (que le faltaba a Unamuno) de avenirse con la música, y de servirse de ella para pensar crear y hasta consolarse, para alabar a Dios, cuya voz se hace presente por medio de coros y solos. En los autos abundan los himnos, cánticos, antífonas y salmos de la liturgia traducidos a un esplendoroso castellano.

 

El dramaturgo se retrata a sí mismo en varios autos sacramentales ocupado y preocupado por las cuestiones que le han llevado a plantear y llevar a cabo el argumento de la obra en la que se ha hecho sitio. La loa introductoria al auto El jardín de Falerina se inicia con el actor que personifica el Ingenio huyendo de la actriz que personifica La Música, preguntándole ésta que a dónde va tan “soberbio y desvanecido”, y añadiendo que viéndolo “precipitado en las manos del riesgo” viene a divertirlo. El Ingenio, forcejeando para librase de su perseguidora, responde que va tras su propio pensamiento, “en alcance de una duda/ que desvelado padezco/ sin que pueda della un rasgo/ divisar”. En el “duelo intelectual” que sigue entre ambos personajes, la Música insiste en detenerlo, confiada en que ella es “imán de los afectos”, a lo que el Ingenio asiente con la salvedad de que no lo es cuando “superiores causas los arrastran”. La Música no desiste, cantando un tono del que se hace eco un coro invisible: “Sonoros aplausos míos,/ que siempre en templados ecos/ respondéis a los primores/ de mis músicos preceptos,/ tened, parad/ suspended al Ingenio/ humilde no caiga/ cuando corre soberbio”. El Ingenio, por más que las armonías halaguen sus sentimientos, no cede terreno, y la Música, al ver que no puede vencerle con el canto, le dice que podrá ser que lo venza con la razón, lo que provoca el sarcasmo de su interlocutor que le responde:

 

                           ¿Con la razón? Eso es bueno;

                           ¿pues tú, Música, has tenido

                           a la razón por objeto

                           alguna vez?

 

La airada respuesta de la Música no se hace esperar, echándole en cara a su contrincante que más parece Ignorancia que Ingenio. Éste acaba reconociendo que si la música puede adormecer al hombre también puede despertarlo y servirle de lazarillo en alianza con la Fe para avecinarse a Dios, y además para plantear el argumento de la obra (en la que se ha introducido como personaje), o sea el concepto imaginado y llevarlo a cabo, en el “practico concepto” o puesta en escena, o sea el auto que seguirá al concluir la loa.

 

En los autos abundan escenas en las que se funden la alegría y el dolor en el canto. En Mística y real Babilonia, el tirano Nabuco quiere dormirse arrullado por el canto y manda a los cautivos hebreos que entonen las canciones de Sión. Al decirle uno de ellos que no “son bien templados instrumentos la armonía y el dolor” el tirano le responde que “por lo mismo que no es/ tan acordada la unión/ de la música y el llanto,/ me sonara mejor; canta/ pues que yo lo mando”. Los cautivos obedecen cantando y llorando al son de las cadenas, inspirados por el salmo 126:

 

                        Oye Santa Sión

                        oye las quejas

                        de quien cautivo vive

                        en tierra ajena,

                        y veras como gime

                        y veras como suena,

                        llorando la alegría

                        cantando la tristeza

                        puesta una vez en música la pena.

 

En una escena del auto El diablo mudo Calderón nos habla de esa inevitable proximidad de la alegría y la tristeza, donde la Naturaleza Humana le pide al Conocimiento, que porta un espejo cubierto con una banda, que se lo ponga delante al Hombre: “Para despertar motivos,/ por mas que impedidos duerman,/ desengaños de su ser/ en ese cristal le acuerda”, y que al mirarse “en él ,y que es polvo vea,/ humo sombra viento y nada;/ pues quien más al Hombre enmienda/ la Memoria es de la muerte”. El bufón en el papel de el Apetito, le llama la atención  a la Naturaleza Humana diciéndole:

 

                        ¿Qué es error no consideras

                        para la objeción de algunos,

                        que papel ahora tenga

                        el Miércoles de Ceniza

                        siendo de Corpus la fiesta?

 

La interpelada responde que “Víspera de la alegría/ llamó un cuerdo a la tristeza”, añadiendo “¿Qué fuera el día sin noche, y que del remedio fuera/ si antes no se viera el daño?”.

 

El poeta rememora al final de su vida la vecindad de la tristeza y la alegría, tantas veces explayada en sus autos por medio de la poesía y la música. En Amar y ser Amado y Divina Filotea, su último auto sacramental, que dejó inacabado cuando le sorprendió la muerte el Domingo de Pascua de Pentecostés de 1681, cantó:

 

                        ¡Qué bien suenan veloces

                        las lástimas del llanto,

                        si unísonas con cláusulas del canto

                        hurtándose las voces

                        a imitación del alba y de la aurora

                        canta la una lo que la otra llora

                        ¡Qué dulcemente suena

                        en la memoria mía

                        puesta en sonora música la pena

                        puesta en fúnebre metro la alegría.

 

Las intervenciones musicales en la puesta en escena calderoniana abarcan una variopinta gama de instancias y circunstancias entre las que ocupan un lugar destacado las situaciones que representan la dimensión metafísica de la naturaleza humana. En La hija del aire la puesta en escena se inicia en un entablado vacío, alternando dos músicas contrapuestas que se tocan dentro del teatro, la armoniosa melodía de voces e instrumentos (salvas de Amor), con la que los habitantes de Ascalón reciben a su monarca Nino, que vuelve victorioso en camino a la capital Nínive acompañado del estruendo de cajas y trompetas, (salvas de Marte).

 

La alternancia de las músicas deja sitio a unos fuertes golpes que coinciden con los que se daban al iniciarse las representaciones, y que provienen de un extremo del tablado, donde se distingue la puerta de una cueva. Sigue a los impactos el desgarrado clamor de una voz femenina que se imprime con fuerza en los oídos de los espectadores, “Tiresias abre esta puerta/ o a manos de mi furor/ muerte me dará el verdugo/ de mi desesperación”. De pronto surge en el escenario una extraña figura vestida de largas pieles. Es Tiresias, sacerdote de Venus, carcelero y protector de Semíramis que da vueltas por el tablado como asombrado, exclama:

 

                                   Allí trompetas y cajas

                                   de Marte bélico horror,

                                   y allí voces e instrumentos

                                    dulces lisonjas de amor

                                   escucho, y cuando informado

                                   de tan disconforme unión

                                   de músicas, a admirarme

                                    en la causa de ellas voy,

                                   estos golpes que a esta puerta

                                   se dan y en mi corazón

                                   a un tempo, me ha detenido.

                                   Confuso y medroso estoy.

 

Al abrir la puerta de la cueva irrumpe en el teatro una joven cubierta de pieles, desordenado el cabello, que se detiene en el centro del escenario escuchando y, mirando atónita en dirección de donde provienen las músicas, exclama suspendida:

 

                                                           Dos acentos

                                    que a un tiempo el aire veloz

                                    pronuncia dando a mi oído,

                                    ambos equivocación,

                                    por no haber escuchado

                                    jamás, (que jamás llegó

                                    a mi noticia el ruidoso

                                    aparato de su voz)

                                    la cárcel romper intentan

                                    donde aprisionada estoy

                                    desde que nací, porque

                                    confusamente los dos

                                    me elevan y me arrebatan

 

En este instante suenan simultáneamente las dos músicas, un concertar desconcertando en correspondencia a los impulsos primordiales que se agitan en el alma de Semíramis, “blandura y fiereza”, “agrado e ira”, “lisonja y honor”, una música que “adormece el sentido” y otra que “despierta el valor”. La caótica amalgama de dos masas sonoras, la marcial e instrumental (brame el bronce, y el/ plomo gima,) y la del amor, melodía suave dominada por la voz, al son de instrumentos de cuerdas, produce un revoltijo de impresiones, índice del carácter demoníaco de la protagonista. Las dos músicas la imantan a poner a prueba la apuesta que la viene atormentando en su prisión: “¿No es mejor que me mate la verdad/ que no la imaginación?”. Calderón se vale de la música para expresar una variada y contradictoria gama de sentimientos y conceptos, entre ellos esa situación a la que recurre en su teatro cuando el personaje, en forcejeo con el destino y enfrentado a una experiencia inédita del mundo exterior, toma conciencia de que lo que se le manifiesta lo ha vislumbrado oscuramente, estado de ánimo, éste que expresan las palabras de Irene la protagonista de Las cadenas del Demonio: “prodigio, ilusión, y asombro/ que ha bosquejado la idea/ de algún informe concepto/ de soñadas apariencias”. A Semíramis la mueve una férrea voluntad, que anticipa y salta sobre la experiencia y que se  manifiesta como una insurrección contra la nada.

 

El dramaturgo distingue entre los afectos, sentimientos cuyo carácter es transitorio, ya que van y vienen, tales como la ira, la tristeza, el temor; y las pasiones tales como el honor, el amor, el odio, la voluntad de poder, la humildad, que suponen lucidez, persistencia y consistencia y que se afianzan en un querer que es querer querer. La hija del aire fascinó al poeta Goethe y al filósofo Schopenhauer, que hizo suyo el desesperado lamento del personaje calderoniano movido por la “cólera del deseo”, concibió la música como el lenguaje inmediato de la voluntad. El autor de El mundo como voluntad y representación, inspirado por la frase de filósofo Leibniz, contemporáneo de Calderón, que la música es el ejercicio oculto de de la aritmética del alma, no sabiendo ésta hacer el cálculo por sí misma, la glosó afirmando que la música es una práctica subconsciente de la metafísica por medio de la cual el espíritu desconoce que filosofa. Schopenhauer, gran abanderado de la música absoluta o música pura, confinada a la música instrumental, partió de la premisa de que los universales son los conceptos posteriores a las cosas (universalia post rem) dándole la vuelta para calificar la música como entidad anterior al concepto (universalia ante rem), es decir como una especie de a priori.

 

La percepción que tuvieron algunos escritores románticos alemanes de la dimensión metafísica del arte dramático del “monstruo de los ingenios” se hace patente en la puesta en escena de la adaptación de La vida es sueño representada en Dusseldorf en 1835, y que fue precedida de la Quinta sinfonía de Beethoven. Podríamos imaginar que, tras ensimismarse en la Heroica, el público estaría bien predispuesto para escuchar el lamento del Segismundo encadenado, “que el mayor delito del hombre es haber nacido” (Das die grosste Schuld der Mensch ist dass er geboren wird) y su denodada lucha por afirmar la libertad frente a un destino aciago. No habría sido lo mismo si la obra de Calderón hubiese precedido a la sinfonía, porque era ésta la que podía abrirle al público la puerta a un estado de ánimo irreducible a una representación objetiva, inaccesible a las determinaciones del concepto; un quantum de fuerza, que salta sobre la experiencia; estado de ánimo que iluminan las palabras de Semíramis; que es “objeto mas anchuroso/ el de la imaginación/ que el objeto de los ojos”.

 

La idea de hacer preceder la sinfonía al drama de Calderón convierte la música en tierra de cultivo del sentimiento que denomina la palabra Stimmung, que no traducen del todo su significado profundo los términos: humor, talante, ambiente, y estado de ánimo. La Stimmung que experimentó el público que escuchó la Quinta sinfonía y después presenció la representación de La vida es sueño supondría una experiencia panteísta que recoge y unifica lo de dentro y los de fuera, sujeto y objeto, una empatía con el paisaje el mundo y prójimo. Tampoco la traduce la expresión que la precede en el tiempo, el “pío universal de todas las cosas”, acuñada por Fray Luis de León.

 

Calderón entusiasmó a filósofos dramaturgos, compositores poetas y novelistas de la época romántica en Alemania. El compositor Carl Friedrich Zelter, que puso música a poemas de Goethe, gran admirador de Calderón, escribió al autor de Fausto que la obra de poeta castellano abundaba en pasajes que pedían ser musicados. El compositor Richard Wagner, heredero de los románticos que asimiló en profundidad la estética de Schopenhauer, descubrió en el teatro de Calderón, al que leyó y releyó durante tres décadas, una fuente de inspiración. Cuando Wagner compuso Parzifal dividía el tiempo entre la ópera y la lectura de obras de Calderón. No obstante, el arte wagneriano no puede estar más lejos del espíritu del teatro de Calderón, antagónico a una sensibilidad  en busca de la disolución de todo lo definido, de un estado de ánimo sin límites y medida, fluido, invisible e inefable. Lo que atrajo de Calderón al compositor alemán fue precisamente aquello mismo que lo distanciaba. El español sometió propiedades escénicas y efectos musicales a un dominio conceptual de las partes y el todo de la representación, supeditando la música y teatralidad al texto con el propósito de provocar en el espectador un estado de conocimiento y no un mero sentimiento análogo al de una experiencia vivida.                

 

En los autos sacramentales, loas, óperas, zarzuelas y dramas cortesanos ya de carácter caballeresco o mitológico abundan las escenas protagonizadas por bailes y danzas introducidas estratégicamente en gran variedad de situaciones. También las encontramos, aunque con menor incidencia, en las tragedias y comedias del dramaturgo. Calderón destacó como autor de entremeses, jácaras y mojigangas, género chico en el que se lucían las actrices con sus habilidades para el baile y el canto. Un contemporáneo de Calderón expresó una opinión generalizada cuando alude a los primores de la música teatral, de la tradición popular tan adelantada que no parece que se pueda llegar a más añadiendo que “a cualquier letrilla o tono que cantan en el teatro le dan tal gracia y tal sal que Hidalgo, aquel gran músico celebre de la Capilla Real cotejaba con admiración que nunca el pudiera componer cosa de tal primor; y  solía decir por chanza que sin duda el diablo era en los patios el maestro de capilla”.

 

Eran muchos los bailes de corte popular y las danzas más comedidas que adornaban la escena de los corrales, del teatro de palacio y el de los autos sacramentales. Entre los bailes estaba la zarabanda, que se propagó por toda Europa, considerado por los moralistas como lujurioso y del que dijo el jesuita Juan de Mariana que ni los ermitaños sacados de los yermos y enflaquecidos con las penitencias no estarían seguros. Bailes tales como la zarabanda, bailados por garridas actrices, conmovían los cimientos del patio, produciendo esa sensación que describe el alcalde en el entremés de La Franchota cuando ve bailar la tarantela: “¡Ay señores, señores que Franchota!/ en el alma me bulle la chicota”, latigazo sobre los sentidos encarnado por el estremecido cuerpo de la actriz, que baila la tarantela imponiendo un movimiento febril en un compás de seis por ocho.

 

Calderón acoge sabores cómicos y bailes profanos en los autos sacramentales, haciendo a la Lascivia encantadora e irresistible, bailando y cantando, con un fin edificante. Los moralistas, enemigos de la escena empecinados en abolirla, consideraban la personificación de los vicios como un peligro para las almas de actores y espectadores. En El gran mercado del mundo, las compinches de la Lascivia, la Culpa y la Gula, disfrazadas de gitanas y a la caza de almas y cuerpos, desencadenan un tumultuoso zapateado, baile en el que se acompañaba el tañido de la guitarra con el ritmo de palmadas y toques en los pies, adoptando varias posturas entreveradas con un gracioso e insinuante zapateo. Su teatro es un rico archivo de bailes y danzas concebidas como propiedades escénicas. Además de los bailes populares abundan las danzas de cuño cortesano consideradas menos deshonestas, como la antigua aunque todavía popular gallarda, que Ana Bolena danza en una memorable escena ante Enrique VIII y la reina Catalina. Al caer Ana Bolena a los pies del Rey, éste, apenas disimulando y ardiendo por dentro, la levanta, acto premonitorio de la desgracia de la Reina.

 

Los llamados bailes de cascabel de raigambre popular se acomodaban a ciertas situaciones dramáticas, como el festejo que precede a la apertura de la caja de Pandora, en el drama mitológico La estatua de Prometeo, escena en la que los “rústicos moradores del Caucazo” bailan y cantan en honor de Pandora, “nueva deidad” e “hija del fuego”. Este baile en el que se infiltra la Discordia empieza por las buenas, corresponde al baile llamado pandorga, confusión de bailes (el gracioso Merlín llama “devina pandorga” a Pandora), y de músicas tirando al desenfado, que sirven de vestíbulo a la violenta escena en la que Pandora abre la fatal urna, acabando la escena como el rosario de la aurora.

 

Calderón se valió de los bailes más “indecentes“ para desplegar el cuerpo y mover los afectos y, de los más honestos y contenidos para representar su represión. En una escena clave de la tragedia El pintor de su deshonra los celebrantes de carnaval, de máscara y disfraz, ocupan el tablado (una plaza de Barcelona) bailando algunos las paradetas, baile popular en Valencia y Cataluña, caracterizado por súbitas sacudidas, movimientos bruscos y muchas vueltas y revueltas. Este baile contrasta con la danza que pide don Álvaro a Serafina (que la costumbre no le permite rehusar), consciente ésta de que la máscara que la saca a bailar es su antiguo amante. Su marido, don Juan Roca, observa a la pareja desconociendo la identidad de la máscara que danza con su mujer. Don Juan Roca podría llevar una máscara cuya inmovilidad y cromatismo sugiriesen los celos. Don Álvaro ha pedido a los músicos que toquen el Rugero, en respuesta a la pregunta de Serafina: “¿Qué es lo que danzar queréis,/ máscara? Que ser no quiero/ grosera”, alusión al baile anterior, el de las padaretas, bailado al son de castañuelas y guitarras. Cuando Serafina quiere saber por qué ha escogido el Rugero, don Álvaro, consciente de que están siendo observados, le responde: “Porque, a vuestra vista atento,/ decir pueda en esta calma…”.

 

El Rugero, que se delata como una variante de la gallarda, ocupa diez tiempos enmarcados por “reverencias”, desarrollándose la danza como un juego estilizado que entrevera el paso grave con saltitos, floreos y cadencias, danzando solos cada pareja en algunas mudanzas y juntos en otras, reiterando “continencias” o graciosas cortesías. Esto es lo que contempla el marido Juan Roca, mientras don Álvaro y Serafina repiten alternativamente en cada mudanza la letra cantada por los músicos que les permite expresar cada uno su pasión; él, la de su amor, y ella, la de su honor. La gravedad y elegancia de la danza es otro disfraz (“que en carnestolendas/ Amor se disfraz”, cantan hombres y mujeres al comenzar la escena) de Carnaval que vela el volcán de amor, honor y celos que serán el detonante de la tragedia. Las “continencias” que ejecutan la pareja delatan el amor reprimido por Serafina en aras del honor y la pasión apenas contenida por el impetuoso don Álvaro.

 

Calderón parodió con mucha gracia y salero su propio estilo en la farsa de tres jornadas Céfalo y Pocris, ingeniosa inversión carnavalesca del mundo ideal del teatro cortesano incluyendo personajes y escenas de la ópera Celos aun del aire matan. Se parodian arias y recitativos que hacen al público cortesano recordar la opera. La farsa, que fue representada en Palacio la noche de Martes de carnaval, termina con un final de fiesta que pone en escena al Rey celebrando la muerte de su hija Pocris a manos de Céfalo y no por equivocación, como en Celos aun del aire matan, que se representó la noche antes. El Rey agarra una guitarra poniéndose a tocar, bailando toda la compañía el guineo, baile de movimientos rápidos y violentos y gesticulaciones grotescas e indecentes, asociado en la época con el bailar de los negros. La obra concluye con los personajes del mundo caballeresco, mitológico y cortesano, armados de espadas de palo, golpeándose al compás de la música sobre los broqueles que sostienen con la mano izquierda, saltando o quedándose pasmados en grotesca mímica de gestos cómicos o trágicos, ya avanzando o retrocediendo, ya amenazantes o pusilánimes, aunque siempre fatuos y ridículos, consonantes con la obra que acaban de representar. En las obras de Calderón se tocan una gran variedad de instrumentos en la escena. En el auto sacramental El sacro Parnaso, un personaje quintaesencia del espíritu festivo que se manifiesta en el  “día mayor de los días”, la fiesta de Corpus en el que reina la alegría, se define a sí mismo aludiendo a un número de instrumentos musicales que se tocaban en el teatro:

 

                       Mis padres son

                        La cítara y el salterio;

                        El clavicordio y el arpa

                        Fueron mi abuela y abuelo;

                        Mis tías las chirimías,

                        Propia música del viento

                        Y mis primas las cornetas,

                        Peligroso parentesco.

                        Mis hermanitos menores

                        Son sonajas y panderos;

                        Y pues ya panderos dije

                        Ved si son hartos mis deudos.

                        En fin: soy el Regocijo          

 

En el entremés de los instrumentos, verdadera joya de la tradición cómica popular, es un auténtico festival de instrumentos que tocan un grupo de itinerantes, entre cómicos de la legua y ladones; castañuelas, cascabeles, silbatos, panderos, campanillas y guitarras cantando y bailando y expresándose en lenguaje bajo.

 

La música, siempre en conjunción con la palabra, tiene una doble función, sensorial  y alegórica, en variedad de situaciones cuyo paradigma sería la puesta en escena de la Creación tal como está representada en el auto El Divino Orfeo, obra que se inicia con la salida en escena de El príncipe de las Tinieblas acompañado de la personificación de la Envidia, ambos al acecho de una presa que no será otra que la Naturaleza Humana. Se descubren en un espacio acrónico pero no anacrónico que el prevaricador describe por negación metafórica dirigiéndose a su compinche: “Hermosa Envidia mía/ ya que el Día vagamos sin el Día/ y que hasta ahora es noche oscura/ vestida del color de mi ventura”. La Envidia, oteando el vacío, glosa el segundo verso del Génesis (“La tierra era caos y confusión: oscuridad cubría el abismo”): “Informe globo aun la materia prima/ se está como se estaba/ nada anima/ nada vive ni alienta”. En ese momento se oyen instrumentos y una voz dentro del teatro que según la Envidia suena muy lejos, a lo que su diabólico cómplice, como comentario a la música que escuchan, le dice:

 

                                                           Para nuestro oído

                        no hay distancia que impida su sonido,

                        y voz que ahora dulcemente grave

                        quiera unir lo imperioso y lo suave,

                        no dudo que voz sea,

                        que atraiga a si cuanto atraer desea

                        y más si atiendo en la Sabiduría

                        que debajo de métrica armonía

                        todo ha de estar, constando en cierto modo

                        de número, medida y regla todo,

                        tanto que disonaría

                        si faltase una sílaba.

 

En este momento se abre un segundo carro, un globo celeste pintado de astros signos y planetas del que surge Orfeo, el mítico músico de la fábula griega (en el papel de Dios padre) cantando

 

                    ¡Ah! de esa masa confusa

                        que llama el poeta Caos

                    y Nada la Escritura

 

La representación prosigue con una larga escena de incomparable belleza que se inicia con la apertura del tercer carro donde aparecen las personificaciones de los días reclinados como dormidos y la Naturaleza Humana en el medio. Escuchan como entre sueños la voz del Hacedor, preguntando todos al unísono como en sueños: “¿Quien será que nos busca?”, a lo que responde Orfeo cantando, “Quien de la nada hacer del todo gusta”. Los días se irán despertando uno a uno asombrados ante hecho de ser, seguidos por la Naturaleza Humana que al cobrar conciencia, se pregunta “¿Qué soberano poder/ del no ser al Ser me muda/ con vida para que anime/ y alma para que discurra?”, respondiendo Orfeo, “Quien de la nada hacer el todo gusta”. En las escenas finales de la obra, tras la caída de la Naturaleza Humana, se manifestará Orfeo como el Dios encarnado bajando a los infiernos para rescatar de la muerte a su amada Eurídice personificada en la Naturaleza Humana, cantando en recitativo (romance heptasílabo asonante) y portando un arpa sobre el hombro cuyo bastón termina en una cruz. Calderón opta por el arpa, más bien que por la cítara, que la tradición había comparado con el sacrificio de Cristo, al describir la eucaristía como la cítara de Jesús. El poeta llama en otro auto al arpa que porta Cristo, cruz por una parte y ataúd por otro, alusión a la caja de resonancia del instrumento. Las compañías de actores generalmente tenían dos músicos, uno de ellos arpista, que en el caso del estreno de este auto en el Corpus de 1663 bien pudo cantar y tocar a la vez. El canto de Orfeo bajando a los infiernos es uno de los recitativos más bellos y conmovedores en toda la obra de Calderón:

 

                                    Perdida esposa mía,

                                    que mordida de un áspid,

                                    del reino del Olvido

                                    en la tinieblas yaces.

                                    Mira lo que me debes,

                                    pues si en desdichas tales

                                    te pierdo como Esposo,

                                    te busco como amante.

                                    No solo por el suelo

                                    quiso el Amor que baje,

                                    más por ti también quise

                                    que hasta el abismo pase.

 

                                    Para cuyo camino

                                    ha dispuesto que labré

                                    instrumento, que al hombre

                                    arrodillar me hace

                                    siendo cada clavija

                                    un hierro penetrante,

                                    cada cuerda un azote

                                    y un golpe cada traste.

                                    Tan llena está de abrojos

                                    la senda que dejaste,

                                    que al pisarla la voy

                                    regando con mi Sangre

                                    Más aunque áspera sea

                                    y el instrumento grave,

                                    a orillas del Leteo

                                    por la si la muevo, cante.

 

La música de la redención es patrimonio del Dios encarnado que sufre y muere y que al poseer una doble naturaleza, divina y humana, no da rienda suelta en su canto a los afectos, que ha vencido en el vía crucis y en el patíbulo, pero sí a su Pasión.

 

La música de la Creación alegorizada en éste y otros autos, la entiende Calderón como un arte racional en tanto,

 

                                  que la música no es mas

                                  que una consonancia, y que esta

                                  está tan ejercitada en la fábrica del mundo

                                  que en segura consecuencia

                                  es Dios su músico; pues voz

                                  e instrumento concuerdan.

 

Coincide este concepto de la música con la idea expresada por su contemporáneo, el filósofo Leibniz, inventor del cálculo infinitesimal; que la estructura matemática del universo se revela en la estructura acústica de la música. La música audible y no la de las esferas tiene una función alegórica, en tanto el “idioma de Dios es el silencio”, nos dice el dramaturgo.

 

El universo dramático calderoniano es la última gran síntesis de Atenas y Jerusalén, de la tradición clásica y de la cristiana, de las letras divinas y las humanas, de las artes y la religión, de la filosofía y la teología; un teatro que no se confinó a una minoría sino que fue para todos, lo que sería insólito en nuestra época en la que abundan los artistas que mantienen que un arte para todos no es arte. Si imaginamos a un Calderón redivivo escuchando alguna composición de música atonal la habría aprovechado para alguno de sus autos o loas, por ejemplo donde la personificación de la Discordia se introduce en una alegre máscara de cuatro hombres y cuatro mujeres que bailan y cantan encabezados por la personificación de la Fe, y al repetir la palabra “Celebremos” la intrusa exclama “no celebremos”. En esta versión aquí propuesta en nombre de Calderón la Discordia cantaría con los demás, “Pues a la Fe se deben los triunfos nuestros/ celebremos el día/ de sus misterios”, pero con un estilo que ni sería canto ni forma natural de hablar, hasta que la exclamación no celebremos alerte a la Fe que detendría el baile exclamando: “Esperad ¿Qué disonante voz,/ que envenenado aliento/ opuesto a tanta alegría/ a tanto jubilo opuesto/ cuando el coro de la Fe/ celebra los triunfos nuevos// a la devoción debidos/ del más arcano misterio/ de los misterios, el día/ que se dedica a este efecto,/ Descubrid todos/ el rostro”.

 

En la Exhortación panegírica al silencio motivada de su apóstrofe Psalle et Sile, poema meditativo sobre el mote Psalle et Sile (Canta y Calla), en la verja del coro de la Catedral de Toledo, en la que fue capellán de la capilla de Los Reyes Nuevos. Calderón reflexiona sobre la palabra y el silencio, la armonía sonora de la voz e instrumentos, y la muda consonancia de la meditación. Ante el paradójico sacro imperativo Psalle et Sile, el poeta se dice a sí mismo: “Canta, y calla otra vez leo,/ Y otra vez suspensa el alma,/ Duda como se reduzca/ A un precepto canta, y calla”. Las dos Proposiciones contrarias del Sagrado precepto que le mandan callar y cantar a un tiempo se configura como un callar que es muda “Prisión del silencio, que ata/ Con el uso de las voces/ El rumor de las palabras”, y un cantar que no solo es “Romperlas; pero entonarlas/ Al acordado compás/ De métrica consonancia”. Calderón no concibe el ayuntamiento de palabra, armonía y canto como mera expresión del sentimiento, sino como un acto de trascendencia cuyo impulso inflama el corazón y eleva el espíritu, abrevándose en el silencio. (“Meditas el sentido y no el acento”). El poeta interpreta la etimología de canto como “voz herida” que  cuando a Dios alaba al orar cantando, es Himno que transciende a

 

                        A ser  Salmo, después, cuyo concepto

                        De Salterio desciende,

                        Que es cuando su dulzura

                        Se acompaña de músico instrumento,

                        De suerte que el acento,

                        El canto es, la voz pía;

                        El Himno y el Salterio, la armonía.   

 

Calderón, habituado a representar como sacerdote el misterio de la misa y ver representados sus autos, a cuyos ensayos acudía asiduamente, meditó largo y tendido sobre el silencio interior el silencio que alimenta a la voz, y que coincide con la predisposición a escuchar (meditas el sentido, y no el acento). La armonía, fervoroso afecto que a Dios dedica en culto reverente, es una,

 

                        Interior alegría

                        De inspirado concepto,

                        Que exultación Divina de la mente,

                        Prorrumpe lo que siente

                        En conceptos veloces

                        De organizados números y, voces.

 

           

 

 

Antonio Regalado (Madrid, 1932–Estepona, 2012), hispanista, crítico literario y ensayista español, entre sus celebrados ensayos destacan Benito Pérez Galdós y la novela histórica española (1868-1912), El laberinto de la razón: Ortega y Heidegger y los dos volúmenes de Calderón y los orígenes de la modernidad en el Siglo de Oro. En el momento de su muerte preparaba un extenso artículo para fronterad acerca de En la vida todo es verdad y todo mentira, de Calderón, y el montaje que Ernesto Caballero dirigió para la Compañía Nacional de Teatro Clásico, que todavía no ha sido hallado. Sirva este artículo de homenaje

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