Qué bárbara: la valía de las palmas y los gemidos del jaleo como instrumentos per se. Cómo templan sus manos el escenario, cómo mecen las voces entre sus dedos; cuánto goce y sabiduría en esas extremidades que abanican el compás.
¿Se aprende la oquedad perfecta de las palmas sordas? ¿Qué tono necesita Juana la del Pipa en las sonoras? El brillo en esa aparente naturalidad esconde años de mucho oír y de mucho ver, pero no de mucho callar. Eso nunca. Y menos en Jerez.
Podríamos estar hablando de cualquiera que jalee con gracia, pero los hermanos Flores, en el concierto con la plana mayor de las familias cantaoras de Jerez de la Frontera, ascendieron a un estadio superior desde el que todo se ve y desde donde hacen malabares con el ritmo: juegan sin atao con los binarios y ternarios. Les pertenecen. Son suyos. No lo digo yo, lo dice la historia.
El misterio de las palmas de Juan y Jesús. Sus manitos van a la par, rubatean las contras y apostaría que ni siquiera se avisan: están jugando. Cómo se afianza con el tiempo la vereda del conocimiento del otro. La otredad no es ajena: es parte. Eres tú y soy yo. Sus piernas izquierdas siguen ese reloj parado e infinito. Pero con la derecha van por libre. Si es posible beber de un mismo caudal, está claro que la independencia de su pierna, que rompe algún corsé trasnochado, refleja que amar el flamenco necesita un resorte de entendimiento profundo sin el que ni se vibra ni se sueña.
El flamenco es la facultad de desliar la vida (desliar ese atroz pergamino que contiene a los recuerdos, a las derrotas, a las emociones delicadas o turbulentas, a los desfallecimientos inolvidables y al más furioso afán de amor, que desde luego conlleva una terminante sed de tiempo) y leerla de un trago impetuoso.*
El flamenco le pone nombre al mundo. De ahí la grandeza.
*por Félix Grande.