Hoy lo puedo decir: vine al centro del mundo sin saber nada de él. Ni siquiera entendía el concepto de vivir en una isla. Tuvieron que enseñarme las islas y los puentes en un mapa, Josefina, allá en la escalera de incendios de ese edificio de la 116, mi primera noche de Año Nuevo escuchando merengue y bachata, comiendo pollo, habichuelas y arroz. Usaba una barba en candado y me encantaba salir por el balcón a mirar a los gorriones. Nunca estudié crítica literaria. Estudié e hice otras cosas. Por allí andan en Internet mis videos, mis historietas, el programa de radio, el piloto de televisión y el largo análisis que escribí sobre Thelma y Louise antes─o tal vez al mismo tiempo─ de que a Fito se le ocurriera dedicarles Dos días en la vida.
Vine de vago a Manhattan porque ésta prometía ser una ciudad interesante. Jamás pensé volver a pisar la universidad, lo que yo quería era ver gente distinta. No me molestó que mi primer trabajo fuera dejando entrar a los autos en el centro médico que dirigía con mano dura la familia Shalit. Cristóbal, el súper del edificio, le quitaba la mitad de los ingresos. Cuadraba el dinero del parqueo y me decía que yo tenía que llevarme el resto porque sino los Shalit se iban a dar cuenta que él les estuvo sacando el dinero durante los 10 años que trabajó en mi puesto. Como eran abusivos y tacaños a nadie parecía importarle. Cuando quise criticar a Cristóbal por otro asunto─tanteando el terreno─el doctor me miró con desconfianza y me explicó que yo tenía que hacer todo lo que Cristóbal dijera. Ese pillo ecuatoriano era mi jefe. Así que me callé la boca: que se jodan, Josefina.
Me encerré en mi cabina del parqueo a estudiar inglés. Leía el suplemento dominical del New York Times al que me había suscrito, subrayaba todoas las palabras que no conocía, las escribía mil veces en cuadernos que por ahí aún guardo. Maldecía ─muy seguido─ al colegio a donde me enseñaron francés. A la Madame Marie Claude, al profesor Arriola, a la Madame Francoise, a la preciosa Madame Michelle que nos invitó a ser los querubines de blanco que rondaban el altar de su matrimonio. Teníamos ocho años y nos hizo llorar porque el hijo de puta a su lado se estaba casando con ella: nuestro primer amor.
Gracias a mis primos que saben mucho más de ganarse la vida que yo ─un imberbe mantenido por sus padres─ me consiguieron un trabajo en un club de golf cerca de White Plains. «Es el club de golf más antiguo de los Estados Unidos» repetí unas cuantas veces, como si aquello aumentara el prestigio de mi trabajo simple de estacionar automóviles. Allí, de sábado a domingo, conseguía el dinero que me permitía estudiar inglés de lunes a viernes y vagar a mis aires. Ir a Central Park sin preocuparme de nada, pasear por los bares, las librerías, quedarme dormido en los trenes de noche hacia Williamsburg, hacia Queens, hacia el Bronx.
Llegué al Bronx porque me dijeron que un profesor chileno dirigía un programa de periodismo multllingüe que me podría interesar. Con 30 años cumplidos─ya un viejo para la edad que tienen mis compañeros actuales del Doctorado─volví a empezarlo todo. Dos años de inglés intensivo, año y medio de una segunda especialidad en periodismo, unos cursos libres en la New York University y de pronto: la oferta de enseñar. No periodismo, ni la teoría de la narrativa secuencial, que era lo que yo había enseñado en Lima, sino diseño gráfico. Así es Josefina: después de conseguir una licenciatura en esa escuela de cine y ciencias de la comunicación, después de algunos años trabajando en el periodismo, allí estaba yo ─dos años después de pisar esta Amsterdam nueva─reinventándome como maestro en una universidad pública, repitiéndole a mis estudiantes en mi mal inglés lo poco que uno sabía de la vida, las pocas cosas que ya había aprendido de cómo iba el mundo.
Pasó el tiempo, encontré a Torres que me convenció de estudiar la maestría en Literatura inglesa. Terminé con una tesis sobre Williams Carlos Williams y las influencias de Pound y de T.S. Eliot. Seguí enseñando, seguí estacionando carros. Casi me muero un sábado en la tarde cuando un bicho volador─tal vez entusiasmado por el principio de la primavera─me metió su maldito aguijón en el cuello. Los paramédicos me regresaron de la página en blanco y Miguel, mi amigo del trabajo los fines de semana, me contó que mientras ellos no sabían qué hacer con ese cuerpo inconsciente, la gerente del club les gritaba que me salven porque: «Ese muchacho lee a Shakespeare».
Me acostumbré muy bien a esta ciudad que tantos maldicen por fría y por grosera. Si no fuera porque moría por tener niños jamás hubiera aceptado que me saquen de Nueva York. Sin embargo, la idea de que crecieran en una casa grande, de que jugaran y se sacaran la michi en un jardín como el de mi infancia era más fuerte que yo. Así que en los últimos años me la he pasado yendo y viniendo desde esta zona a la que ─quienes no quieren admitir que viven por la casa del carajo─ llaman «los suburbios». Tomando el tren de lunes a jueves, leyendo mucho en ese club de golf a donde un socio se me acercó un día─bajándose de su BMW─ para mirarme a la cara y decirme «la otra noche te vi en televisión». Dijo que no entendió nada porque no hablaba español, que estaba en casa por la noche cambiando los canales─seguro esperando que se le pasara la borrachera de los no sé cuantos vasos de whisky que se toma en lo del golf entre las 7 de la mañana en que llega y las 7 de la tarde en que se va. Le expliqué que era una entrevista que me hicieron acerca de una revista que estaba editando. Le dije que era una publicación con escritores muy buenos, algunos de ellos muy jóvenes que acababan de llegar a Nueva York a estudiar el mismo programa de Doctorado en el que yo me había matriculado.
Esta semana, Josefina, mientras cargaba a uno de mis bebes (tengo mellizos), alguien me llamó desde el Bronx. No pude atender el teléfono porque tenía un biberón en una mano, sujetaba a uno de los bebes con el brazo, e intentaba preparar la fórmula con la otra. A los pocos minutos recuperé un mensaje de voz en la que la Decana de Humanidades de mi universidad me rogaba que la llamara antes de las 3 de la tarde. Llamé. Ella me dijo que se había terminado el largo proceso de selección de candidatos para un puesto fijo en la universidad. Que me quería dar la bienvenida como profesor a tiempo completo en el Departamento de Ciencias de la Comunicación. Bernard me miraba desde mis brazos en que lo sujetaba para que no llorara. Lorenzo me tiraba sonrisas desde su saltarín.
Y así es Josefina. Después de tantos años ayer se me ocurrió leerte por primer vez, en esta semana en que la tranquilidad por los ingresos económicos parece por fin no ser un problema tan grave. Anoche me enteré que no estabas bien, que tus viejos alumnos te están rindiendo los homenajes de la despedida. Así que ya no podré decirte frente a frente lo que pienso de tu ensayo Aquí América latina, ni disculparme en persona por haber leído tan mal un texto al que me he acercado como si me acercara a un cuento de Cordón, a un poema de Vidorreta o a un ensayo de Iparraguirre. Sin fijarme que tú eres una mujer buena que dio toda su vida al estudio y que quién soy yo: un ignorante que ha ido por la vida haciendo de todo, aprendiendo de todo y que de crítica literaria─pareciera─aún no se ha enterado de nada.
Así que sirva hoy esta pequeña crónica para saludarte y pedirte disculpas. Aquí desde esta casa del carajo, hasta donde tú estés.
Josefina Ludmer es una de las más reconocidas ensayistas de la Argentina. Profesora emérita de Yale University. Su trabajo El género gauchesco, un tratado sobre la patria ha sido considerado por Ariel Schetinni como uno de los mejores 15 libros de crítica literaria escritos en los últimos 100 años.