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AcordeónAquitania. Siempre se vuelve al primer amor

Aquitania. Siempre se vuelve al primer amor

1. La noticia

 

“Nos recogieron en la plaza

nos apretujaron en camiones,

las bocas de los fusiles sobre nuestras cabezas

Pensé que debía ser un error

y que volvería a abrazarte

Un escalofrío me subía por la espalda

y se me encalambraba en el cuello

Pasamos por estaciones de policía

pasamos por retenes

y clamamos

pero nadie nos oyó

El terror hacía imposible todo consuelo

Me encomendé al Milagroso

recé lo que recordaba

se me heló la sangre al imaginar lo que vendría

Lo que vino no te lo puedo contar, madre”

Horacio Benavides, Conversación a oscuras 

 

En la madrugada la niebla que encerró a Aquitania caminaba como espíritu por las calles, despacio, soltando un bufido apenas perceptible.

 

Rosario Mejía dormía en su casa de madera. Tres semanas atrás, después de dos años, había regresado al pueblo con sus hijos menores Osman Darío, de siete años, y Wilder Alexander, de cuatro. Su casa estaba invadida por el rastrojo, las tablas podridas y el techo como un colador.

 

En los últimos tres meses había soñado que tendría su casa de cemento, más firme que la de madera, y por eso había regresado, porque podría hacerse realidad. Después de trabajar en el día recostaba la cabeza en la almohada y se disponía a cerrar los ojos para caminar en el paraíso del que la despojaron. Sabía que el verdadero sol era el que la alumbraba por las noches cuando todos duermen, que las verdaderas montañas eran las que la rodeaban y que se elevaban hasta chocarse con las copas de sus árboles en el cielo. A pesar de ser de noche, el verdadero sol era ese, el que refulgía en sus sueños.

 

Con sus manos cortó el rastrojo, barrió el piso de tierra, acicaló la madera, quitó el polvo y la despojó del musgo. En todo eso pensó al final de la tarde del 20 de julio de 2003 cuando los pasajeros de la línea, el transporte que conecta a Aquitania con el pueblo más cercano, San Luis, arribaron con la noticia de que todos debían marcharse.

 

Desplazarse.

 

 

*     *     *

 

Aquitania es un corregimiento del municipio de San Francisco en el departamento de Antioquia, Colombia. No aparece en los mapas, aunque su nombre lo recuerdan con nitidez quienes hablan del conflicto armado. Ya lo había escrito el cronista Alberto Salcedo Ramos: “Sucede que los asesinos nos enseñan a punta de plomo el país que no conocemos ni en los libros de texto ni en los catálogos de turismo”.

 

Dicen que fue fundada en 1783 por Abelardo López, Mario Orfina, José Félix Restrepo, Juan Guzmán y José Dolores López. Es el relato de los más viejos pero no hay certeza de ello. El origen de su nombre es inverosímil. Caminaba un hombre con su mujer embarazada. La noche acechaba entre el bosque bullicioso. Llegaron a un sitio y el hombre le dijo: Aquí, Tania. La historia la narró la pareja poco después cuando encontraron algunas personas y estas adoptaron la anécdota para nombrar lo increíble: Aquitania. Aquí, Tania.

 

Tan mítico como jocoso, aún la historia no se comprueba. En 1881 Pedro Restrepo, presidente del Estado Soberano de Antioquia, erigió a Aquitania como caserío. Por el río Magdalena navegaban los vapores y los ferrocarriles luego resoplarían ascendiendo a las capitales.

 

Desde siempre el sol amanece en el frente, justo encima del Magdalena, y por eso el valle y las cordilleras que se arruman y el río que hace contorsiones con su cuerpo, son el destino. Desde siempre, por alguna razón que la historia de Tania no logra responder, el caserío se convirtió en camino.

 

A finales del siglo XIX, el río más importante de Colombia era la principal ruta para transportar mercancía y comunicarse con el mundo. En Antioquia, una de las opciones para llegar al Magdalena era cruzar por Aquitania. El camino de Mulatos lo llamaban, era de carácter departamental, venía desde los pueblos de la zona alta de la región –El Santuario y Rionegro– hasta descender a los bosques –Cocorná, San Francisco y Aquitania– con rumbo a las tierras bajas en el río La Miel, uno de sus afluentes.

 

Con el siglo XX, silenciosas como la neblina que abraza Aquitania, aparecieron las guerras. La de los Mil Días fue el rumor de una batalla fiera que se libraba en las zonas bajas cerca del río. Medio siglo después, con la muerte del liberal Jorge Eliécer Gaitán, se recrudeció un conflicto social que venía de antes entre los dos partidos políticos hegemónicos; en el caserío se hablaba de chusma y contrachusma. La chusma eran guerrillas liberales que surgieron como reacción a los Pájaros o la contrachusma, grupos paramilitares impulsados durante los gobiernos conservadores de Mariano Ospina y Laureano Gómez.

 

La contrachusma subía abriendo monte desde San Luis y anunciaba su llegada al caserío con tiros al aire antes de sentarse en una cantina a beber. La chusma, en cambio, tenía en estos bosques fama de sanguinaria. Los más viejos habían peleado contra ella en Puerto Triunfo y Puerto Perales, abajo de la montaña, pero los rumores de su presencia llegaban rápido como lanzados por las brisas del Magdalena.

 

Cuando sucedía, crecía el pánico en Aquitania y San Luis, pueblos conservadores. En una ocasión se regó el rumor de que la chusma venía en La Danta, un caserío a un día de camino ubicado a nivel del río. Una familia dijo haber visto en la noche las luces de unos hombres que se acercaban. Seguros de que eran chusmeros emprendieron la huida hacia Aquitania y subieron hasta la vereda Pocitos. Ya viene la chusma, ya viene la chusma, decían. En pocas horas la noticia arribó al pueblo. Ya viene la chusma, ya viene la chusma. Los hombres agarraron a sus mujeres y a sus niños y se escondieron entre el bosque; a algunos viejos tullidos los dejaron esperando la muerte. Ya viene la chusma, ya viene la chusma. Amaneció el caserío despoblado. La chusma nunca pasó de La Danta y el rumor ya iba disparado hacia los pueblos de la región.

 

En las décadas siguientes Aquitania tendría energía, se comunicaría con la región gracias a su carretera y recibiría la visita de las primeras guerrillas. Con ellas el optimismo del progreso se fue diluyendo bajo el miedo de las balas. Ya no habría contrachusmas ni liberales, sino guerrillas y paramilitares.

 

 

*     *     *

 

En la vereda Pocitos los gallos no cantaron anticipando la madrugada del 20 de julio de 2003. Los encargados de deshilachar el silencio vestían camuflado y apuntaban con fusiles. En sus bocas llevaban una noticia que se esparciría por estos bosques como un huracán.

 

Ambrosio Pineda se levantó primero que el sol, dispuesto a llevar cuatro arrobas de borojó hasta la fonda de su vecino Pacho Hoyos, ubicada al lado de la carretera. En el transcurso de la mañana un comerciante recogería su cosecha de la semana y la vendería en los pueblos cercanos.

 

En el camino se encontró con cuatro hombres armados. Eran guerrilleros, lo sabía por las cintas de sus brazos que decían “FARC” sobre el amarillo, azul y rojo de la bandera de Colombia. Lo comprobaría al escuchar sus voces ásperas. Lo sabía.

 

—¿Usted para dónde va con eso? –dijo uno de ellos.

—A descargar esta caja de borojó.

—Vuélvase con eso.

—De aquí no me vuelvo –respondió agitado, enojado–. Cómo calcula que me voy a devolver si yo vivo en esta casa de encimita. No, yo la voy a descargar aquí.

—Señor, es por su seguridad.

—Qué le hace que sea por seguridad, pero déjeme descargar esta caja aquí que yo no me vuelvo con ella.

—¿Qué va a hacer con esa caja?

—Voy a mandar este borojó para San Luis hoy.

—Hoy no hay vía pa San Luis.

 

Descargó la caja y se percató de que el borojó que había llevado el sábado lo habían regado en la carretera. A pesar de su valentía entendió que no era momento para discutir con los cuatro hombres.

 

—Esto de aquí, ¿de quién es? –dijo otro.

—Esto aquí es de Pacho Hoyos.

—¿Y dónde está?

—Él está en Marinilla.

 

De pronto lanzaron un golpe contra la puerta de la fonda, pummm, otro y otro hasta que la abrieron.

 

—Y usted se pierde porque es por seguridad.

 

Ambrosio tomó el camino de regreso hasta su casa. Contrariado se preguntaba dónde estaba el Frente José Luis Zuluaga de las Autodefensas Campesinas del Magdalena Medio, un grupo paramilitar que hacía presencia en la vereda y que había estado hasta el viernes. Apenas tuvo tiempo de decirle a su esposa que las FARC estaban en Pocitos cuando llegaron los guerrilleros y los condujeron hasta un sitio en donde los tuvieron todo el día.

 

Eran cientos de las FARC y el ELN. En cuestión de minutos tumbaron las puertas de las fondas, las desalojaron y cargaron 19 mulas. Esos animales vienen por ahí el martes, les dijeron, pero nunca los volvieron a ver.

 

—Muchachos, les tenemos que dar una mala noticia –dijo el jefe guerrillero a las 9 de la mañana.

 

Van a matar gente, pensaron.

 

—Vamos a hacerlos desplazar. Vamos a minar caminos, así que el que veamos después del miércoles en adelante será objetivo militar.

—¿Nos podemos ir para la autopista? –preguntó una mujer.

—Sí, el todo es que desocupen esto.

 

Luego ordenaron a las mujeres ir a sus casas y preparar el desayuno de los hombres. La reunión terminó a las tres de la tarde. Hacía sol, pero no había razón para estar alegre.

 

Desplazarse.

 

 

*     *     *

 

Habían decidido que se marcharían en la mañana siguiente y que la noche que se acercaba sería la última en la vereda. Hablaban de familiares, viajes, gallinas y cerdos. También de la guerrilla, de los paramilitares. Estos, advertidos de la noticia, bajaron en tropel hasta Pocitos.

 

—Oigan, ¿qué pasó por acá?

—Se llevaron 19 mulas de aquí y que tenemos que desocupar esto –respondió Ambrosio.

—Ustedes no se pueden ir de aquí.

—¡Cómo que no nos vamos! Esta sí fue pa fruncir.

—Es que aquí estamos nosotros.

—No, aquí estaban hasta el viernes, y ¿dónde estaban ustedes? Esa es la pregunta mía también, ¿a dónde estaban, pues?

—Aquí estamos nosotros.

—Aquí estaban, por eso digo.

—Esos hijueputas no tienen con qué pelear.

—Vea hombre, con un palo cogen a uno, con un garrote como matando una culebra.

 

Luego intervino su vecino Alberto Restrepo, le pidió a Ambrosio que se callara y entonces un paramilitar les dijo que si se iban, que les fuera bien.

 

—Vea señor, lo único que le digo yo es que yéndonos nosotros, desocupando esto, tenemos más posibilidades de volver a entrar porque vamos a cumplir unas órdenes que nos dieron.

—Es que aquí estamos nosotros y de aquí no nos movemos.

—Les da algún día por irse, así como pasó antier. Les da algún día por irse y llegan los otros y vengan pa’cá malparidos que nosotros los mandamos salir y no nos obedecieron. Entonces lo mejor es irnos.

 

 

*     *     *

 

En la tarde del domingo Ana Ligia Higinio, poetisa y auxiliar de enfermería, se reunía en el parque con la junta directiva de la Asociación la Sonrisa del Niño, fundada once años atrás con el patrocinio de la Cristian Children, una organización estadounidense que apadrinaba niños de varios municipios de Antioquia. Estaban elaborando los proyectos para la construcción, en una esquina del parque, de la segunda etapa de la sede de la Asociación, que tendría una ludoteca para los niños. Imaginaba un salón gigante con muchos libros en los que aprendieran jugando, leyendo, fantaseando.

 

Estaba emocionada. Sonreía, llevaba su cabello suelto, desperdigado en el aire, imponente, vivaz.

 

Miró hacia la calle y una mujer caminaba rauda, desbarajustada por el llanto. Debe ser que se le murió un familiar, creyó.

 

—¿Por qué está llorando? –le preguntaron.

 

Les dijo que había llegado la línea con una orden de la guerrilla: abandonar Aquitania. Desplazarse. Si no se iban antes del miércoles no iban a respetar la vida de las personas que se quedaran. Le dispararían al blanco que vieran. Meses atrás había escrito en su cuaderno la canción Leonardo, recordando aquella vez en que la guerrilla ordenó a su esposo salir de Aquitania sin saber que estaba embarazada de su cuarto hijo.

 

Fue corriendo a su casa. Había decidido no llorar, hablarles a sus hijos sin la voz arrugada para no descomponerse.

 

—Nata, Bayron y Leíto, nos tenemos que ir. Entonces van a escoger los tres vestidos y el juguete que más les guste.

—Mami, ¡el camarote! –respondieron.

 

Un mes atrás lo había comprado: de madera, embarnizado. En la cama de arriba dormía Bayron, en la de abajo Nataly y en el nido, una cama que entraba y salía debajo del camarote, Leonardo.

 

—Mis amores, ni siquiera sabemos dónde vamos a llegar, entonces ¿cómo van a creer que nos vamos a llevar el camarote?

 

Empezaron a llorar. ¡Cómo se iban a ir sin el camarote si estaban estrenando! Ana Ligia los miraba y ellos escogían sus vestidos. ¿A quién busco?, se preguntaba. Sumaba y sumaba interrogantes: ¿dónde trabajo, dónde está mi esposo para ayudarme con los niños? Con la cercanía de la despedida tenía poco tiempo para pensar.

 

—Nos vamos mañana al medio día –les dijo.

 

En la mañana el primer chivero había partido con tres personas de Aquitania. Nadie se había decidido a tomar la iniciativa. Sobre el mediodía Ana Ligia echó seguro a su casa y caminó las calles de tierra: la iglesia aún abierta, los vecinos en las puertas. Cuando arribó a la esquina que da entrada al parque, al lado de la casa de Jesús María Guzmán, se formó la correría. Todos querían viajar. Subió con sus hijos y 17 personas más.

 

Mientras se alejaba en la esquina agitaban las manos. En el parque se amontonaban los costales llenos de gallinas, cerdos amarrados de estacas, reses inquietas con la multitud, la ropa empacada en costales, niños felices porque iban a pasear.

 

En la casa quedaba el camarote y Ana Ligia sin saber dónde iban a dormir.

 

Era lunes.

 

 

*     *     *

 

Hacerse hombre no era más que amansar el machete, conocer los vericuetos de la tierra, salir de la casa y trabajar. Rodrigo se hizo hombre siendo aún adolescente, trabajaba cortando los matojos de los potreros, sembrando yuca, raspando coca.

 

El 21 de julio estaba en la vereda Comejenes, limpiando con su machete un terreno que luego cultivarían. Estaba cerca de La Honda, un caserío antiguo, al lado del viejo camino de Mulatos, que se las preciaba de pueblo. No necesitaba de Aquitania porque más cerca estaba San Francisco.

 

—Oiga, la gente de Aquitania se tiene que ir toda –dijo un hombre de su vereda que venía del pueblo.

—Demás que la gente de las veredas también. De todas maneras hay que esperar. Si nos van a hacer ir demás que nos dicen –respondió Rodrigo.

 

El viernes volvió a su casa en la vereda Venado Chumurro, a tres horas de camino de Aquitania. La guerrilla no había ido, así que podrían quedarse. No lo sabía entonces pero el pueblo estaba vacío, casa de fantasmas. Su mamá, Dora Ramírez, lo recibió con una noticia que no pudo hacerle llegar a tiempo.

 

—Rodriguito, Gloria se fue para San Luis. Le mandó saludes.

 

Antes de marcharse ella había buscado a Rodrigo, pero él estaba bastante lejos para advertirlo de la despedida, de un beso, de un te quiero, de un vámonos juntos.

 

Gloria era su novia. Se había ido.

 

 

*     *     *

 

Se acercaban las tres de la tarde cuando el chivero que iba con Ana Ligia y sus hijos se varó. La carretera estaba desierta y el polvo dormía sobre las piedras. Sentía miedo de la noche, no de sus fieras sino de sus hombres. Cortó cogollos de los árboles para armar una cama, para que sus hijos descansaran.

 

De pronto se escuchó el grrrrrummmmm de una volqueta que asomó en la carretera. Yo me devuelvo para Pocitos, se dijo al ver el camión. Sus vecinos habían decidido marcharse y se quedaron hasta que arreglaron el carro. De regreso buscó a Joaquín y Julita, un matrimonio decidido a partir en la mañana.

 

Al amanecer, Ana Ligia se trepó en la volqueta para ayudar a acomodar lo poco que llevarían los demás. Miró a Dolly Quiceno, una mujer de la vereda, y entendió por sus ojos el desconsuelo de la huida. Entonces lloró. Se había prometido no hacerlo para no contagiar a sus hijos. Era imposible. Empezó a arrastrar y levantar bultos, cajas, animales. Las lágrimas le caían.

 

En los costados de la volqueta colgaron decenas de gallinas. La ropa la empacaron en costales, acomodó unos encima de otros. No había maletas, no era un paseo. Tenía un jean claro y sintió que algo se desprendía debajo de su estómago. Enrojecida pidió una toalla higiénica y les dijo a las mujeres en la volqueta que formaran un círculo a su alrededor mientras se limpiaba. Voy a llegar a San Luis como un marrano, pensó.

 

Buscó a Elisa Gómez, una mujer que creció en Aquitania y que ahora vivía en San Luis. Entró a su casa a cuatro cuadras del parque, sobre la calle Colombia, sin saber que no saldría de allí en cuatro meses. Se cambió, dejó a sus hijos con ella, y se marchó. Sus vecinos la esperaban.

 

Era martes.

 

 

*     *     *

 

San Luis mira hacia el cañón que forma el río Samaná, una esmeralda de agua. A su espalda se erige El Castellón, una peña que se divisa desde algunas veredas de Aquitania.

 

Es un pueblo fruto de la colonización en el Oriente de Antioquia. Desde él emprendieron la búsqueda del paraíso muchos de los colonos que fundaron pueblos en el valle del río Magdalena.

 

Aquitania nunca perteneció a San Luis, a pesar de que estaban unidos por un cordón umbilical. El primero era el satélite y el segundo el planeta. Ambos, por razones inexplicables, están abrochados a la pendiente de la montaña y la vocación de sus habitantes en la tarde es mirar al frente el vacío que se forma entre las cordilleras.

 

San Luis está a más de tres horas de camino, una hora menos de lo que toma viajar hasta San Francisco. A lo mejor esa cercanía y esa vida compartida fue la razón para que la mayoría de los aquitaneños decidieran huir hacia allí.

 

“San Luis recupera la calma”, escribió el diario El Colombiano de Medellín el 20 de julio de 2003. A pesar de la explosión de “una trampa” cerca del cementerio que rompió la tranquilidad, las acciones armadas de las guerrillas habían disminuido.

 

Dos días después el diario anunció que el martes 22 de julio habían arribado 400 labriegos desplazados de Aquitania. Fueron ubicados en el Centro de Bienestar del Anciano, la casa campesina y el coliseo.

 

La calma no llegaría.

 

 

*     *     *

 

—No llore mija, que gracias a Dios no nos hizo nada esa gente. Triste que nos hubieran matado un familiar y nosotros salir y dejar los muertos –le dijo Ambrosio a Amparo en la volqueta luego de abandonar Pocitos. Pero ella no se consolaba. Él había salido también con su esposa Carmen Julia y sus hijos Caridad y Feliciano.

 

En la caja de la volqueta recibía el viento que se despedía. En Pocitos dejó su cultivo de frijol y yuca y algunas gallinas; en el camión llevaba otras, una marrana con sus lechones recién nacidos y la ropa empacada en costales.

 

¿Qué les pasó?, les preguntó el Ejército una vez llegaron a San Luis. Que eran guerrilleros, les decían, que los traían camuflados entre la gente.

 

—¡Nosotros de güida de la guerra y ustedes tratándonos de guerrilleros! –decía Ambrosio.

 

Los llevaron hasta la escuela Madre Laura. En poco tiempo vendió cinco gallinas y enseguida apareció Inés Montoya, una cuñada.

 

—Ambrosio, usted se va para mi casa. La casa es grande y allá somos poquitos.

 

Dolly López, esposa de un viejo amigo, también le ofreció su casa.

 

—Dolly, mi familia es muy grande, si vamos a ubicarlos nos tienen que desocupar la iglesia –le respondió.

 

Se rieron.

 

—Camine Ambrosio que en la casa nos cuadramos todos –se interpuso la cuñada.

 

Entonces se fueron. Le pidió a Jorge Gómez, un conductor conocido como Escopeta, que le ayudara a conseguir una cochera para sus marranos, un galpón para sus gallinas y un conductor que volviera a Pocitos el día siguiente.

 

Muy de mañana su hijo Feliciano partió hasta la vereda. Cargó una nevera blanca de metro y medio de altura, una grabadora negra y un perro criollo, Lucho, que movía la cola de contento.

 

Era su primer viaje en carro. También el último.

 

 

*     *     *

 

Ana Ligia apenas tuvo tiempo de hablar con Elisa, les dio un beso a sus hijos y se marchó. En la calle la esperaban sus vecinos, los suyos. Gestionó en San Luis un camión que ayudara a salir a las personas que aún quedaban en Aquitania. Le dolía la cabeza, le zumbaba como el segundero de un reloj, tenía los ojos rojos y el estómago vacío.

 

A las siete de la noche llegó a Aquitania. La energía la había cortado la guerrilla. Encontró la capilla abierta y una monja que rezaba con pocas personas.

 

—Hermana –le dijo–, logré conseguir un camión para sacar la gente, pero dice que solo tiene quince minutos.

 

Todos salieron desesperados de la capilla y Ana Ligia aprovechó para visitar a su hermana Teresa, que se negaba a huir. Yo cocino con gas, yo me quedo encerrada, recordaba que le había dicho el lunes. Volvió a negarse, segura de su decisión, entonces se fue para su casa por una pipeta de gas que había dejado. Mientras buscaba a alguien que la cargara escuchó el resoplido del camión que se marchaba sin ella.

 

Fue de vuelta donde Teresa y hablaron durante la noche. En la mañana estaban decididas a salir de Aquitania.

 

Una volqueta del municipio de San Francisco fue el último vehículo en entrar al pueblo. Marranos que pronto verían la muerte, gallinas colgando de sus patas fuera de la caja del camión (muertas, con las patas partidas cuando llegaron a la autopista), bultos, mujeres. Llanto.

 

En la calle había perros ladrando, moviendo sus colas; gatos apacibles, marranos encerrados, reses en sus potreros, gallinas en sus galpones. El cielo gris, triste.

 

Adiós, Aquitania.

 

 

*     *     *

 

Yo no me voy a ir, repetiría hasta el cansancio Jesús María Guzmán, al que todos llamarían Chulo, desde el domingo que supo de la orden de la guerrilla. No me voy a ir, se decía, porque tenía tres oficiales de construcción derrumbando el techo de su casona para levantarlo de nuevo con una madera de comino que había comprado. El lunes en la mañana uno de los trabajadores desapareció. Arregló maletas y se fue. El martes solo madrugó uno de ellos. Le pidió que cubrieran la casa con unas tejas para que no se mojara. El lunes su hijo Sérbulo Guzmán, secretario de gobierno de San Francisco, enterado de la noticia, fue hasta Aquitania y le pidió a su papá que se fuera del pueblo.

 

—Yo no me quiero ir, yo me quedo acá. Cuando se vayan todos, yo cierro todo y pongo unos corrales de marranos –decía riéndose.

 

Su hija mayor, Rubiela, y sus nietos en San Luis le pedían que se fuera. Que yo no me voy, que no me voy a ir, que no me voy, que no, les había dicho con esa fuerza, con ese enojo, tan seguro de no marcharse.

 

El martes en la noche Chulo Guzmán no pudo dormir. Con la puesta del sol cambió de decisión. Llamó a sus hijos y sus nietos de San Luis y les pidió que le enviaran una volqueta para sacar sus animales y un carro pequeño para llevar sus pertenencias. Miguel Ramírez, hijo de Rubiela, se encaminó entre la espesura del silencio en busca de su abuelo. Cargaron algunas reses y dejaron unos marranos, 100 gallinas ponedoras con bastante agua y maíz y cuatro resecitas para vender cuando regresara. Se marchó con María de Jesús Escobar, su segunda mujer, y con su hijo Wilson y Patricia Aristizábal, su esposa.

 

Es que yo soy el carnicero, pensaba en la noche, pero ¿a quién le voy a vender carne si la gente se va?

 

 

*     *     *

 

Al fondo las montañas se difuminaban como en un óleo. Acaso llovía y lloraba el cielo la tarde del miércoles 23 de julio. Aquitania, abandonada entre el bosque, con sus montañas impenetrables y un silencio abrumador apenas roto por el llanto de los perros que aullaban y las ráfagas lanzadas por los paramilitares en el Alto del Tabor cuando partió el último carro.

 

En tres días, alrededor de dos mil personas abandonaron su paraíso. De acuerdo con la Red de Solidaridad Social 1.200 de ellos estaban en San Luis. Los demás habían huido a los caseríos alrededor de la autopista y a los municipios San Francisco, Rionegro y Marinilla. Otros a Medellín.

 

Aquí, Tania, los perros aúllan, el pueblo gime.

 

El resto es silencio.

 

 

*     *     *

 

Pasó mucho tiempo despierta en su casa de madera pensando que había regresado porque tendría una de cemento y tejas. A su lado sus hijos dormían y en la calle algunos perros aullaban. La bruma dormía la siesta sobre el zinc del techo y la noticia la devoraba. De todas maneras nadie nació pa’ semilla, se decía la noche del martes, y de alguna cosa tiene que morirse uno. Y si uno se va lo salen aporreando.

 

Esa noche Rosario pasó mucho tiempo pensando en la muerte. Cuando amaneció, los pocos gallos que quedaban habían agrietado la noche, la nube almidonada que tapona el horizonte dejó a la vista el río Magdalena, igual que todos los días, como si no se inmutara por la noticia.

 

—Rosario, vámonos.

—Rosario, camine que nosotros nos hacemos cargo de usted por allá.

 

Se negó, pensó que no quería volver a irse si su casa de madera ya la había puesto bonita, si sus hijos ya estaban en edad de estudiar. Pero, ¿estudiar dónde, Rosario?

 

—Mijito, toda la gente se va a ir, pero nosotros no nos vamos a ir –le dijo a Osman Darío.

 

El miércoles, el último día del plazo, Rosario también pensó en la muerte, cerró la puerta y se quedó con sus hijos esperando. Esperando. Esperando.

 

Llegó la noche, la neblina volvió a subir. Quedaban pocos gallos en el pueblo, insuficientes para hacer una serenata. Cedieron el barullo a los perros y estos mantuvieron despierta a Rosario, que ya esperaba la última visita, el último adiós, el último amanecer. El último.

 

 

 

 

Este texto forma parte del libro Aquitania. Siempre se vulve al primer amor, que acaba de publicar en Colombia la editorial Sílaba.

 

 

 

 

Juan Camilo Gallego Castro (Guarne, Colombia, 1987) es periodista de la Universidad de Antioquia. Autor del libro Con el miedo esculpido en la piel. Crónicas de la violencia en el corregimiento La Danta (2013), es especialista en derechos humanos y derecho internacional humanitario de la Universidad de Antioquia y estudiante de una maestría en Ciencia Política. En FronteraD ha publicado Fuego en la niebla. Crónicas de la violencia en el corregimiento colombiano de La DantaJosé, ‘Carepulido’, el cuarto rey de los feos de Colombia.

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