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Mientras tantoAragón. Viajes de papel

Aragón. Viajes de papel


Todo viaje, es mi punto de partida, comienza en un papel. Del mismo modo, tiene un corolario, remate o consecuencia en un papel. Desde el diario de un viaje, o un relato construido con ese viaje como hilo conductor, a una humilde lista en una servilleta de lugares visitados o por visitar, los nombres de las casas (la oikonimia), los recuerdos y cicatrices de la historia: batallas, fronteras, caminos de peregrinación, de transhumancia, de sustento o de supervivencia. Las sendas ancestrales, las topografías profundas, que nos sirven de balizas de las que muchas veces no somos conscientes. Un mapa de montaña, una carta náutica, una guía de viajes, un recorte de periódico. Todo viaje, pues, comienza con una lectura, genuina yesca de la imaginación que nos lleva a ponernos en marcha, a fabular o proyectar nuestra vida, a poner el contador a cero, a conocer lugares con los que dialogar y conocernos mejor a nosotros mismos. No es preciso recorrer el Mediterráneo de punta a cabo como Odiseo. Un viaje al pueblo de los antepasados convocados por nuestras voces ancestrales, una peregrinación o una modesta excursión espoleados por la curiosidad mantienen viva la llama del universal antropológico del viaje y dan pábulo por consiguiente a su soporte, programa o testimonio: el papel.

Aragón es una tierra de paradojas. Los aragoneses han vivido en su historia la paradoja de la coexistencia de dos impulsos antagónicos: la devoción por el hogar y la tierra ancestral (solo en Aragón, en especial en los valles del Norte, de la Jacetania, del Serrablo, del Alto Gállego, del Sobrarbe, de la Ribagorza, se comprende plenamente el significado de la palabra “casa”. Yo al menos lo he comprendido aquí, en mi tierra de adopción del vecino Valle de Hecho, en la ribera del Aragón Subordán). Entre la devoción por la tierra ancestral y sus voces clamantes, decía, y la necesidad, más destino que vocación, del viaje para lograr el sustento y el mantenimiento de la casa. Un viaje, eso sí, siempre con el horizonte del regreso a la tierra de los antepasados. Los aragoneses, pues, inconscientemente siguen el patrón del nostos, o viaje odiséico: no importan los cíclopes, las tormentas, las tentaciones del viaje. Siempre hay una Ítaca aragonesa a la que es preciso regresar. No importan los años de servicio en una compañía de almogávares, o los destinos en una Orden Militar, en los ejércitos o la administración de la Corona de Aragón o de la monarquía hispánica, o las ausencias estacionales en el sur con los rebaños o en Mauleon en Francia en las fábricas de alpargatas, o las más largas cuidando los rebaños de otros en Montana, Idaho o Nevada durante décadas, o los años de emigración en Barcelona, en Francia o en Alemania. A Aragón se vuelve. A la casa o a levantar la casa. Carácter decían los antiguos es destino. Y el carácter de los aragoneses se forja en el viaje y en el anhelo por regresar a la tierra ancestral y a la casa. Por eso, un ansotano o un cheso no dice sus apellidos para identificarse: dice el nombre de su casa. Aunque viva en Zaragoza, Barcelona o Toulouse.

Comencemos pues este viaje de papel protagonizado por aragoneses.

El viaje primordial del aragonés sigue el eje Norte-Sur. El eje N-S de la Reconquista. Del avance hacia las Cinco Villas, la Hoya de Huesca y el Somontano desde Ansó, Hecho, el nacimiento del Gállego, el Sobrarbe y la Ribagorza. Los aragoneses septentrionales se fueron apoderando una por una de las plazas de la taifa de Zaragoza: Uncastillo, Luna, Graus, Barbastro, Montearagón, Huesca, Fraga, para llegar por fin a la Caesaraugusta de los romanos, la capital de las tierras aragonesas con Alfonso I el Batallador: Zaragoza. Pero este desplazamiento siguiendo ese avatar milenario de la economía que es la guerra llevó a los aragoneses a otras tierras, a las Navas de Tolosa y la Guerra de Granada con los castellanos, y las Baleares y a Valencia con Jaime I, el rey que encargó a los ansotanos que protegieran su retaguardia limítrofe con las tierras allende los Pirineos. El patrón establecido era: Conquista-repoblación-trashumancia estacional de los rebaños, con los inevitables conflictos entre ganaderos del Norte y agricultores de las tierras del Ebro y de los Monegros y de Teruel, muchas veces moriscos.

Los aragoneses de los valles pirenaicos fueron parte de los contingentes militares de las sociedades de mercenarios que protagonizaron la epopeya de la Corona de Aragón: me estoy refiriendo a los almogávares. La palabra almogávar procede del árabe al-mugawir, “el que hace algarada (otra palabra árabe) y avanza en terreno enemigo”, los soldados fronterizos de las epopeyas, como los rangers del ejército norteamericano. El almogávar era el hombre de la frontera que vivía de la almogavería: vender sus servicios al soberano que mejor pagara. Entre 1238-1245 Jaime I el conquistador los tuvo a su lado en la conquista de Valencia. Hubo almogávares que incluso se convirtieron al Islam y sirvieron a los emires de algunas taifas de Al-Andalus. Encontramos entre las filas de los almogávares muchos adalides (otra palabra árabe) aragoneses: Rodrigo de Lizana, Pedro de Orós, Martín Pérez de Orós, Fernando Jiménez de Ahonés, Fernando Gori, Jimeno de Albero, García Vergua, Pedro Pérez de Arbe y Roldán, García Gómez de Palacín y por último el más renombrado: Berenguer de Entenza, uno de los jefes de los almogávares que acudieron con Roger de Flor a la llamada del emperador bizantino Andrónico II tras quedarse sin trabajo en Italia en 1302 después de que Fadrique de Sicilia acordase con los Anjou la Paz de Caltabellota. Hay un magnífico cuadro en el Senado que da cuenta del encuentro entre ambos en Constantinopla. Allí fueron los viajeros aragoneses de la almogavaría. Otro aragonés desde su exilio americano escribió obras inolvidables sobre su tierra, entre ellas la dedicada a los almogávares aragoneses: Bizancio. Me estoy refiriendo, naturalmente, al aragonés de Tauste Ramón J. Sendér. Cito de su obra: “En aquel momento Copons asomaba su cara amarillenta detrás del palo mayor y quitaba algo reconviniendo a Ustarroz, quien dejó de jurar por su nombre y comenzó a blasfemar contra las Tres Sorores tres montañas del Alto Aragón, su tierra”. Más adelante: “Se hacía cargo de las fuerzas en tierra Ferrán Jiménez de Arenós, aragonés de la montaña, pariente de los Abarca”. El grito de guerra de aquellos soldados legendarios, vestidos con pieles prácticamente sin curtir, era “Aragón, Aragón. Desperta, fierro”. Tras la traición de los bizantinos y la subsiguiente venganza de los almogávares, conocida proverbialmente en las tierras griegas como “la venganza catalana”, los almogávares se dirigieron a la Grecia continental y fundaron los ducados aragoneses de Atenas y Neopatria. En la Acrópolis ondearon las barras del señal real de Aragón y allí se dirigió a visitar su feudo en 1380 el rey de Aragón, Pedro IV el ceremonioso. En una de las puertas de la Acrópolis hay una placa que conmemora su visita:

Lo castell de Cetines (Atenas) es la pus richa joya qui al mont sia

Otro gran aragonés, Juan Fernández de Heredia (Munébrega, 1310-1396), quien fue investido Gran Maestre de la Orden de San Juan del Hospital (los caballeros de Rodas y luego de Malta) en 1377, siéndolo hasta su muerte en 1396. El gran maestre Heredia fue un gran viajero aragonés enamorado de los papeles. En 1356 fue nombrado por Inocencio VI gobernador de Aviñón y encargado de su defensa. A él se deben las famosas murallas de la ciudad. Según otro gran aragonés, Jerónimo Zurita, fue don Juan el gran valedor cuanto Pedro Martínez de Luna ocupó el trono pontificio en el exilio papal de Aviñón y se encontró pignorados todos los bienes de la sede papal, incluso los ornamentos sagrados. Desde la sede de Aviñón Heredia representó los intereses de los monarcas aragoneses Pedro IV y Juan I y puso al servicio del papado y de las coronas de Castilla y Aragón una de las fuerzas militares más potente de todo el Mediterráneo: la armada de galeras de la Orden de San Juan. Heredia encabezó una expedición militar a Morea (el actual Peloponeso), conquistando Lepanto a los albaneses y Corinto. Durante sus dos décadas como gran maestre plantó cara al turco y defendió la sede de los hospitalarios de Rodas. Heredia fue enterrado en la colegiata de Caspe. Decía que Heredia fue un viajero enamorado del papel, porque su escritorio, similar al que Alfonso X creo en Castilla, y su cancillería (que tenía una sección en aragonés) contribuyeron extraordinariamente al cultivo de la lengua aragonesa. Toda su obra fue vertida en su redacción definitiva al aragonés. En ella destaca su Crónica de los conquiridores y su Grant Crónica de Espania. En su estancia en Rodas fueron muy importantes las traducciones del griego al aragonés que encargó de Tucídides y Plutarco, que sirvieron de fuente para sus obras de bibliófilo empedernido apasionado por la historia universal. Viajes de papel desde Munébrega por todo el Mediterráneo, pero regresando al final a Munébrega.

¿Quién no conoce la expresión mantenerse en sus trece? Esta glosa de la proverbial testarudez aragonesa hace referencia a otro viajero aragonés al que hemos citado hace un momento: Pedro Martínez de Luna, en religión el pontífice Benedicto XIII, el Papa Luna (Illueca 1328 – Peñíscola 1423). Luna fue otro gran viajero aragonés. Estudió leyes en Montpellier, acompañó a Gregorio XI a Roma. Ya como Papa, sufrió el bloqueo francés de la sede papal en Aviñón, lo que lo obligó a buscar la protección de la corte de Alfonso V de Aragón en Nápoles. Aislado de todo y de todos en Peñíscola, se negó hasta el final a renunciar a su condición de pontífice de la iglesia romana. De ahí la expresión mantenerse en sus trece.

Jerónimo Zurita fue primer cronista de Aragón desde 1548 y secretario del Santo Oficio de la Inquisición y secretario del Consejo y Cámara de Felipe I (Felipe II en Castilla) en 1566. Merced a su puesto en la Inquisición, Zurita llevó a cabo numerosos viajes por los Países Bajos, Roma, Nápoles y Sicilia que le sirvieron para recabar abundante información documental para sus estudios de historia. La obra magna de Zurita son los Anales de la Corona de Aragón, en los que trabajó treinta años, y cuyo último volumen se edita el mismo año de la muerte de su autor. Siguiendo el método cronológico, Zurita lleva a cabo un relato, completo y fidedigno a las fuentes, de la historia aragonesa y de todos los reinos hispánicos, desde la invasión musulmana hasta el reinado de Fernando II. Zurita, viajero de papel por Europa, desde Zaragoza para volver siempre a Zaragoza.

No quiero aburrirles con más viajes de aragoneses a través del papel, voy a ir concluyendo, pero retomando el hilo inicial. Como decía, los aragoneses han vivido siempre la tensión entre la devoción por la tierra ancestral y la casa de los antepasados y la necesidad o destino del viaje, que al final termina en un viaje de regreso, siguiendo el patrón odiseico. Como los pastores ansotanos, los borregueros que tras décadas en Estados Unidos regresan a la casa de los antepasados, o los emigrantes en Francia o Barcelona que regresan en verano, ellos y sus descendientes, y vuelven a encender el fuego del hogar, que antaño era guardado celosamente por las mujeres, que tejían en la rueca como Penélope, aguardando el regreso del marido, que peregrinaba como soldado por el mediterráneo o se desplazaba hacia el sur como pastor de los rebaños pirenaicos en trashumancia estacional. En el Valle de Ansó se producía una variación muy poco común sobre este tema: los hombres se iban al sur con los rebaños, y las mujeres, como las de Salazar y Roncal en la vecina Navarra norte, emprendían su viaje como las golondrinas cuando llegaba el otoño hasta la localidad francesa de Mauleón para trabajar en las fábricas de alpargatas para no regresar a Ansó hasta que el deshielo les permitía volver por los pasos pirenaicos que ellas mantenían abiertos, unos pasos que formaban parte de lo que aún hoy se conoce como “La ruta de las golondrinas”. El regreso coincidía con el regreso de los hombres con los rebaños desde la Ribera y el comienzo de un nuevo ciclo de labores de primavera. La eterna novedad del mundo. Aunque, algunas muchachas no regresasen de Francia o, como nos cuenta el Romanze de Marichuana, puede que algunos pastores se quedaran en la Ribera apresados por las cadenas de otros amores:

De los altos Perineos
me bajé a la Tierra Plana,
á festejar á una nobia
que Mari Chuana se llama

En otra versión de ese romance se nos habla del desgarro del aragonés que se ve obligado a cerrar su casa:

Y con a mesma llabe santigüé la puerta:
“Padre, Hijo y Espritu Santo. Amén.
Adiós, casa querida que m’has criau.
Con qué pena de mí corazón,
pero t’he teniu d’abandonar”
Acoché a cabeza y m’en fue,
lleno de bergüenza de tener que ser yo,
dispués de zientos d’años,
o que zerrase aquella puerta.

Este viaje de papel aragonés termina. Pero antes me gustaría recordar las bellísimas palabras de una canción La casa caída de La Ronda de Boltaña que ilustran a la perfección el amor que sienten los aragoneses por el principio y el final de todos sus viajes: la casa de los antepasados.

Delante de esta puerta cerrada
la ronda lleva tanto sin parar.
Por esa ventaneta hoy tan sombría,
en otro tiempo nanas se escuchaba cantar. 

Febrero tras febrero, eterno invierno,
a esta puerta la vida ya no ha vuelto a llamar.
Caerá la nieve como cae la noche,
serena y silenciosa el tejado cubrirá.

Silencio y nieve, crujirán las vigas.
Invierno sobre invierno, ¿cuánto resistirán?…
Pero no estoy aquí para llorar,
vosotros sois mi pueblo, y estos montes mi hogar.

Por eso sé que no basta llorar;
si se nos cae la casa, ¡se vuelve a levantar!
Saludo a todos los que aquí vivisteis,
pisamos con respeto vuestro umbral.
Viejos señores que la casa hicisteis,
¡cuántas generaciones habéis visto pasar!…

De la cadiera de nuestra memoria,
si la casa se espalda, tendréis que levantar.
Vuestro recuerdo es una frágil hiedra,
sólo unido a estos muros se puede mantener.
Si cae, será su viaje sin regreso;
ninguna primavera os puede hacer volver.

Pero no estoy aquí para llorar,
vosotros sois mi pueblo, y estos montes mi hogar.
Por eso sé que no basta llorar;
si se nos cae la casa ¡se vuelve a levantar!

De nada sirvió el buxo bendecido,
de nada clavar garras de rapaz;
ni con cruces talladas en la puerta
ni con espantabrujas pudimos espantar
a esas brujas que en decreto volaban,
y sin entrar en casa nos hicieron marchar.

 La ausencia teje un negro ajuar de viuda
con sucias telarañas de pared a pared.
¡Abrid cada verano esas ventanas;
lo que tejió en el año, le haremos destejer!

 Y es que no estoy aquí para llorar
vosotros sois mi pueblo, y estos montes mi hogar.
Por eso sé que no basta llorar;
si se nos cae la casa ¡se vuelve a levantar!

Tu casa no es sólo un montón de piedras,
la torre que el tiempo derrumbará;
es más que un techo, es un puente de sangre
entre los que vivieron y los que vivirán;
navata que en el río de los siglos,
con sus troncos unidos, lejos navegará.

 Fuegos de otoño dorarán las hayas,
y una chispa sagrada prenderá el viejo hogar.
Y en pie de nuevo, hundidas chamineras
una bandera de humo orgullosas ondearán.

Y es que no estoy aquí para llorar
vosotros sois mi pueblo, y estos montes mi hogar.
Por eso sé que no basta llorar;
si se nos cae la casa ¡se vuelve a levantar!

 ¡Que no, que no, que no hemos de llorar!,
juntos somos un pueblo y este es nuestro lugar.
¡Que nunca más nos baste con llorar!.
Si se nos cae la casa…

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