El rayo solar que nosotros somos
reencuentra al fin la naturaleza y el sentido del sol:
Le es preciso darse, perderse sin contrapartida.
G. Bataille
1. Marx
En su estupendo artículo para FronteraD, Fernando López Laso dice que “la obra de Marx está concebida para ser juzgada ante el tribunal de la historia porque se presenta a sí misma como una guía para comprender las sociedades contemporáneas e intervenir racionalmente en su desarrollo evolutivo, acelerando mediante la acción política planificada las transformaciones inevitables que conducirían la historia hasta su meta final, tan inexorable como científicamente prevista”[1].
En 1958, Hannah Arendt afirma que existe una contradicción en esa filosofía que apunta directamente a la “actitud con respecto a la labor”. En realidad, quizá no se trate solamente de una contradicción, sino de la consecuencia inevitable de su sistema. Esa vía puede ser fértil para pensar este presente y la relación que el hombre de este presente mantiene con su experiencia.
Se ha escrito y dicho (se escribe y se dice) quizá demasiado de Marx. Produce un poco de vértigo comprobar lo que le sucede a su pensamiento basado en la evidencia, es decir, al pensamiento que se confunde con el cálculo; ocurre que “la evidencia no admite ninguna seducción, sino solamente un procedimiento”[2] y “el cálculo permanece igual a sí mismo”[3]. Quizá Marx, a pesar del gran juicio que le atribuyen aquellos que lo conocieron[4], cometió algunos errores que, como gesto de respeto, no está del todo mal pensar por un rato. Juguemos a comparar lo que el sistema ofrece con lo que la vida presenta, escuchar cómo suena eso. Por cierto, ¿qué pensaría Marx de la música? ¿O de un paseo? ¿O de recoger la ropa tendida en una tarde de primavera? ¿Hasta qué punto es marxista esta devastación que vivimos? ¿Por qué poner el trabajo en el centro de todo? ¿Qué es trabajar? ¿Acaso hay momentos en los que no se trabaja? ¿Acaso no vivimos siempre alienados por la propia existencia? ¿Pero existir no consistía en eso? Vivimos y hacemos cosas. ¿Acaso hay clases en la cercanía que el quehacer cotidiano nos propone?[5]
Parece que según Marx la vida consistiría en algo así como ajustar conscientemente lo que hay que hacer con lo que uno quiere ser. Como si eso fuese un procedimiento, un trabajo. La posibilidad de la superación y realización social y consciente. La emancipación. La sociedad y el sujeto compartiendo algún tipo de esencia que se juega ahí, trabando la decisión con la historia. Como diría Han: “el tiempo se convierte en transparente cuando se nivela como la sucesión de un presente disponible. También el futuro se positiva como presente optimizado”[6]. Exactamente: la existencia haciéndose transparente. Presente y futuro se presentan lisos, disponibles. Sin misterio ni seducción, puesto que de lo que se trata es de transformarse y, en la medida de lo posible, transformar a la sociedad porque hay cosas que deben cumplirse. El propio Marx lo resume así: “Sólo cuando el hombre individual y verdadero absorba sobre sí al ciudadano abstracto del Estado, para tornarse en ser genérico como tal hombre individual, con su vida empírica, su trabajo individual y sus condiciones individuales; sólo cuando el hombre haya reconocido y organizado sus fuerzas propias como fuerzas sociales, sin que, por tanto, separe ya de su persona la fuerza social bajo forma de fuerza política, sólo entonces, podremos decir que la emancipación humana se ha consumado”[7].
El imperativo categórico de la transformación y su recompensa, que acarrearán una “política pura”. El pensamiento dominado por una obsesión que él llama “el hombre socializado”. El hombre del futuro, es decir, el hombre del presente en el que todos estamos. Ese que todos somos. El hombre transformado y transformador que ha de dominar la tierra y liberarse de las cargas que su condición le impone. El hombre “liberado” de la necesidad. Aquel para el que su condición humana es una ocupación despreciable. El hombre al que hoy podríamos denominar: “el hombre de la experiencia cobarde”.
2. Trabajo y sociedad
Partamos de esa obsesión por una humanidad socializada o “humanismo real” tal y como Marx lo denominaba. Pensemos que desde ahí, la libertad puede ser considerada como un proceso teleológico de superación de las necesidades. Una especie de confusión darwinista donde la Historia (a imagen y semejanza de una determinada concepción de la naturaleza) es un proceso en el que el hombre transforma y se transforma desde la esclavitud que le ata a la producción de su supervivencia hacia un estado final de libertad improductiva, debido a que ya ha superado las necesidades fútiles y despreciables a las que su condición le ataba. Es decir, a mayor necesidad, menor libertad y al revés: mayor libertad implica menor necesidad. Y esto es un bien.
Aquí ocurren varias cosas a la vez. Por una parte, una asimilación de los cambios naturales a los desarrollos históricos. Esta asimilación entiende que el movimiento del devenir consiste en una producción y no en una expresión[8]. En efecto, como señala de nuevo H. Arendt, “el concepto de proceso se convirtió en el término clave de la nueva edad, que además desarrolló las ciencias, naturales e históricas”[9]. De aquí a aplicar esta misma lógica y estas mismas categorías a lo social sólo hay un pequeño paso: “este proceso, debido a su aparente perpetuidad, se entendió como un proceso natural y más concretamente como imagen del propio proceso de la vida”[10]. A partir del XVII aparece un progreso hasta entonces desconocido de crecimiento de la riqueza, de la propiedad, de la adquisición: “Dinero engendra dinero” “poder engendra poder” debido a la subyacente fertilidad natural de la vida. Sucede que de todas las actividades humanas, sólo la labor, no la acción ni el trabajo, es interminable, y se mueve de manera automática en consonancia con la propia vida y al margen de las decisiones o propósitos humanamente intencionados. Para Marx, laborar y procrear son dos modos del mismo fértil proceso de la vida. Fuerzas productivas se asimilan a fuerzas procreativas. Como si la producción fuese algo natural.
Asimilación total: historia, naturaleza, hombre, sociedad, vida. Como indicaba Nietzsche, la transformación de los valores religiosos en valores humanos. Es en esta visión donde se asienta la concepción que Marx tiene del trabajo. En efecto, él considera que había estado mal entendido a lo largo de lo siglos, pero gracias al desarrollo de la socialización, ese trabajo se convertiría en “camarada” del hombre y le permitiría construir un mundo a su medida o, como él mismo dice: “los hombres socializados dedicarían su liberación del laborar a esas actividades estrictamente privadas y esencialmente no mundanas que llamamos hobbies”. Parece que de este modo se podría, por fin, confiar en la realidad del mundo. Como decía, el hombre socializado y transformador entregado al imperativo del trabajo para liberarse de todos sus males, entregado a la libertad que propone el hobby. Es decir, ese invento capitalista que ni es trabajo, ni es creación, ni es labor. Siempre que me hablan de hobbies me pregunto qué tipo de vida hay detrás.
Aunque para algunos ese mundo del hobby no ofrezca ningún interés en realidad, es decir, un mundo en el que la experiencia vaya unida a la transformación del aburrimiento en consumo tras la liberación técnica del hacer; parece que esto se acerca a la utopía que Marx nos plantea. Ha de ser agotador pensar para la humanidad un plan tan grandioso. Tener tan clara la verdadera dirección que ha de tomar la historia. Concebir así la experiencia humana y darle sentido y convicción. Como indica Arendt, Smith y Marx estaban de acuerdo en despreciar la labor improductiva como parásita, en realidad, una perversión de la labor. Esta distinción contiene la distinción entre trabajo y labor. En efecto, el signo de todo laborar es que “no deja nada tras de sí”.
Resulta especialmente interesante esta idea del “dejar/no dejar nada tras de sí”. Un fantasma que acecha casi todo momento, ya no sólo la creación, sino también la propia experiencia. Según Georges Bataille, el sujeto, como objeto mediador tiene un antes y un después de su función mediadora. Así, tiene dos estados ordenables y diferenciables temporalmente: ser deseante que establece metas y ser utilitario que se subordina a su realización. El sujeto durante su vida es un ser primero inútil, que por un proceso de transformación, la socialización, se convierte en herramienta, miembro útil de la sociedad, hasta que termina por perder sus capacidades por desgaste o muerte. El ser humano acaba confundiéndose a sí mismo con su acción mediadora, es decir, con su trabajo. El finalismo del producto, el final, lo “acabado” planea sobre nosotros y sobre Marx aportándonos esa “confianza en la realidad del mundo” que tanto nos recuerda a la religión. ¿Qué ocurriría si el hombre no produjese más que vida?
3. Labor y vida
Para Arendt, el desprecio hacia la labor surge, en el principio, de la apasionada lucha por la libertad mediante la superación de las necesidades, y del no menos apasionado rechazo de todo esfuerzo que no dejara huella, monumento, ni gran obra digna de ser recordada. Laborar significaba estar esclavizado por la necesidad, y esta servidumbre era inherente a las condiciones de la vida humana (cocinar, cuidar, caminar, cazar,….). Lo que los hombres compartían con las otras formas de vida animal no se consideraba humano. Aquí es donde encuentra la distinción entre “labor productiva” e “improductiva”, y considera que Marx basó en ella toda la estructura de su argumentación. El motivo de la elevación de la labor en la época moderna fue su productividad. Marx, anonadado (como toda la época moderna) por una productividad sin precedente de la humanidad, confiaba en que sólo era cuestión de tiempo el eliminar por completo la labor y la necesidad. Marx tenía en común con John Locke el deseo de ver el proceso de crecimiento de la riqueza como un proceso natural que, de manera automática, seguía sus propias leyes y se hallaba al margen de decisiones y propósitos.
Pero la productividad propia de la labor no se basa en lo fútiles o no duraderos que sean sus productos, sino en el poder humano, cuya fuerza o potencia no quedan agotadas cuando ha producido los medios para su propia supervivencia. A diferencia de la productividad del trabajo (que añade nuevos objetos al artificio humano), la productividad de la potencia de la labor sólo produce objetos de forma incidental y fundamentalmente se interesa por los medios de su propia reproducción. La labor “no produce más que vida”[11]. Pero en Marx toma hegemonía el punto de vista puramente social y todo laborar se hace productivo. En una “humanidad socializada” por completo, cuyo único propósito fuera mantener el proceso de la vida (y esta es la utopía de Marx) la distinción entre labor y trabajo desaparecería por entero. Todo sería entendido desde su mundanidad y objetividad. Obviando el poder de la labor y las funciones del proceso de la vida:
“Ocurre que las cosas menos duraderas son necesarias para el proceso de la vida. La vida es un proceso que en todas partes consume lo durable, lo desgasta, lo hace desaparecer, hasta que finalmente la materia muerta, resultado de pequeños, singulares y cíclicos procesos de la vida, retorna al total y gigantesco círculo de la propia naturaleza, en el que no existe comienzo ni fin y donde todas las cosas naturales giran en inmutable e inmortal repetición. Todas las actividades humanas que surgen de la necesidad de hacerles frente a esos procesos se encuentran sujetas a los repetidos ciclos de la naturaleza y carecen en sí mismas de principio ni fin, propiamente hablando; a diferencia del trabajar, cuyo final llega cuando el objeto está acabado, dispuesto a incorporarse al mundo común de las cosas, el laborar siempre se mueve en el mismo círculo, prescrito por el proceso biológico del organismo vivo, y el fin de su ‘fatiga y molestia’ sólo llega con la muerte de este organismo”[12].
El esfuerzo de la labor nunca libera al animal laborante de la repetición una y otra vez de dicho esfuerzo y, por lo tanto, queda como una “eterna necesidad impuesta por la naturaleza”. Marx yerra cuando insiste en que “el esfuerzo de la labor acaba en el producto”. Los productos de la labor no se hacen duraderos por su abundancia, ni pueden amontonarse y almacenarse para convertirse en parte de la propiedad de un hombre. De hecho, ¿qué es la propiedad de un hombre? ¿Qué hay de “producto acabado” en su existencia? ¿No reside nuestra mayor felicidad en que la cosa no se acabe, en repetir ese acorde, ese salto, ese paseo? ¿La canción, el paseo, el texto han acabado cuando su producción ha acabado? ¿Qué concepción del hacer manejamos? Como insiste Arendt: “Las buenas cosas […] nunca pierden por completo su naturaleza, el grano de trigo nunca desaparece por entero en el pan, ni el árbol en la mesa”[13].
“La bendición de la vida como un todo, inherente a la labor”. Algo que jamás se encontrará en el trabajo y que no debe tomarse con el inevitable y breve alivio que sigue a la realización de una cosa. La bendición de la labor consiste más bien en que el esfuerzo y la gratificación se siguen tan de cerca como la producción y consumo de los medios de subsistencia, de modo que la felicidad es concomitante al propio proceso, al igual que el placer lo es al funcionamiento de un cuerpo sano.
4. El nudo de la experiencia. Las cosas buenas
Marx estaba interesado casi de manera exclusiva por ese proceso del excedente al poder de la labor, por el proceso de las fuerzas productivas de la sociedad. La cuestión de una existencia aparte de las cosas mundanas, cuyo carácter duradero sobrevive y soporta los devoradores procesos de la vida, no se le ocurrió en absoluto. Es decir, la “elemental felicidad de estar vivo” como modo humano de experimentar la nuda vida que compartimos con todas las criaturas vivientes, es el único modo de que “también los hombres permanezcan y giren contentamente en el prescrito ciclo de la naturaleza, afanándose y descansando, laborando y consumiendo, con la misma regularidad feliz y sin propósito que se siguen el día y la noche, la vida y la muerte. La recompensa a la fatiga y molestia radica en la fertilidad de la naturaleza, en el serena confianza de quien ha realizado su parte con fatiga y molestia”.
También un marxista singular como Walter Benjamin comprendió que únicamente una irresistible desconfianza en la capacidad de los sentidos humanos para una adecuada experiencia del mundo es el origen de toda la filosofía moderna y de sus consecuencias sociológicas. Es decir, de la pérdida de la experiencia.
La condición de la experiencia humana es tal que el dolor y el esfuerzo no son meros síntomas que se puedan suprimir sin cambiar la propia vida; son más bien los modos en que la vida, junto con la necesidad a la que se encuentra ligada, se deja sentir. Porque nuestra confianza en la realidad de la vida y en la realidad del mundo no es la misma. La segunda procede del carácter permanente y duradero del mundo, que es muy superior al de la vida mortal. Si uno supiera que el mundo iba a terminar con la muerte o poco después de morir, el mundo perdería toda su realidad, como la perdió para los primeros cristianos mientras estuvieron convencidos del inmediato cumplimiento de sus expectativas escatológicas.
Por el contrario, la confianza en la realidad de la vida depende casi de modo exclusivo de la intensidad con que se sienta y se tenga experiencia de ella. De la fuerza con la que ésta se deje sentir. Dicha intensidad es tan grande y su fuerza tan elemental que siempre que prevalece, tanto en la felicidad como en el pesar, oscurece la restante realidad del mundo. El rico pierde en vitalidad, en proximidad a las “cosas buenas” de la naturaleza, lo que gana en refinamiento con respecto a las cosas del mundo dice, una vez más, Arendt.
El hecho es que la capacidad humana para la vida en el mundo lleva siempre consigo una habilidad para trascender y para alienarse de los procesos de la vida misma, mientras que la vitalidad y viveza sólo pueden conservarse en la medida en que el hombre esté dispuesto a tomar sobre sí la carga, la fatiga y la molestia de vivir. O lo que es lo mismo, su falta de equivalencia. El hombre no puede ser libre si no sabe que está sujeto a la necesidad. Si la futilidad se muestra fácil y sin esfuerzo, el impulso hacia la liberación puede debilitarse. Los cambios y progresos de la técnica para el mundo, puede que no lo sean para la condición de la vida humana en la tierra.
La experiencia reducida a transformación quizá sólo nos convierta en cobardes.
5. La labor que viene
Me preguntaba hasta qué punto es marxista la devastación que vivimos, el campo de batalla que nos ha tocado, la confusión de esta escena pública agobiante y seductora, omnímoda y ausente a la vez. Es tal la coerción cotidiana a conquistar una identidad, a ser ciudadano, a “relacionarse consigo mismo como valor”, a tener un trabajo y un hobby, a emanciparse, etcétera, que la tarea más revolucionaria quizá sea el rechazo de cualquier modo específico de adquisición de la salvación (Eckhart). La primera tarea política es ética. No social.
Además, lo político no debería reducirse a lo social, a ese código simple de los dispositivos de control que vienen gestándose y reproduciéndose desde el pasado siglo. La primera tarea de ese ser inacabado al que denominamos humano, su derecho más fundamental, debería ser el de habitar el mundo como mejor convenga a su propia verdad, a su “distinción ancestral”. A su singularidad sin equivalencia, a su arraigo más constitutivo e inevitablemente no elegido. La libertad que suena hoy, dista mucho de aquella clásica que incluía toda clase de perfecciones –animal, humana, divina– como definitivas en sí mismas porque: “si no te contentas con el que eres, qué podría contentarte?” (George Santayana). Es decir, ¿qué tipo de transformación me puede ofrecer el escaparate de la sociedad para “solucionar” eso? ¿Es posible una superación? ¿Una emancipación del nudo de la experiencia?
Está pendiente una labor que se ocupa de la separación espiritual de la economía de lo público, que trata de la serenidad que ha de emerger en medio de toda esta urgencia a la que se nos invoca. La restauración de la unidad del sentido y de la vida. La reparación de una alegría que nos es extirpada a la velocidad del espectáculo. Una alegría que no es posible desde una concepción de la existencia proletarizada, desde una acción concebida como procura de efectos. Como trabajo. Desde un pensamiento reducido a estrategia y sometido a la tiranía de la historia y del futuro.
Idiotizados en un invisible mesianismo de ateos de pacotilla, a la búsqueda de un cumplimento cabal que sólo vendrá de ese crédito que rige todo intercambio, será imposible “alcanzarse a uno mismo” (Ignacio Castro Rey). Esquematizados en esa conformidad existencial que se arroga la propia forma de vida como correcta y conquistada de una vez por todas, apenas somos una “desesperación hollywoodiense, una conciencia política de telediario, una vaga espiritualidad de tipo neobudista (…)” (Tiqqun) que se piensa instalada en lo social, como si ese fuese el único mundo, la única comunidad y el único espacio de rebelión y lucha política. Empujados por el llamado progreso al mismo viaje obligatorio, al mismo destino inhóspito.
Quizá debamos repensar de nuevo lo más atrasado. Detestar el esnobismo de lo social (también el que nos propone la emancipación en el mismo lenguaje del Sistema). Creer de una vez por todas que prosperidad y libertad son difícilmente compatibles (Santayana). “La libertad de desarraigarse fue siempre el fantasma de la libertad. No nos liberamos de lo que nos coarta sin perder al mismo tiempo aquello sobre lo que podríamos ejercer nuestras fuerzas” (Tiqqun).
Notas
[1] López Laso, F.; “El metamorfismo de Marx”, FronteraD.
[2] Han, Byung-Chul; La sociedad de la transparencia, Herder, p. 35.
[3] Ibídem. p. 60.
[4] Mehring, F.; K. Marx y la I Internacional, Grijalbo, 1967.
[5] “No podríamos acceder al objeto último del conocimiento sin que el conocimiento quede disuelto, sin que quede reducido a las cosas subordinadas y manipuladas. El problema último del saber es el mismo que el del consumo.”, en Bataille, G.; La parte maldita, Icaria, 1987, p. 110.
[6] Ibídem. p. 12.
[7] Citado por F. Mehring en; K. Marx y la I Internacional,p. 83.
[8] Para un tratamiento más amplio de esta cuestión desde el materialismo, sugiero el conocido trabajo de G. Deleuze;Spinoza y el problema de la expresión, Muchnik, 1975.
[9] ARENDT, H.; La condición humana, Paidós, 2005, p. 125.
[10] Ibídem.
[11] Ibídem. p. 112.
[12] Ibídem. p. 118 y ss.
[13] Ibídem. p. 123.
Javier Turnes (Portomouro, 1976) es profesor de filosofía y músico. Desde hace años desarrolla su labor docente en el IES Fernando Blanco de Cee, en la Costa da Morte (A Coruña). En este lugar también trabaja paralelamente en la escritura y divulgación filosófica, organizando los “Encontros de Filosofía da Costa da Morte”. Como filósofo, ha publicado un libro sobre la vida y obra de Baruch Spinoza, Spinoza (Baía, 2007), la Introducción (junto con Ignacio Castro Rey) de la obra anónima Chamamento (Axóuxere, 2011). También en Axóuxere publica La Escarpadura, en 2013. Ha publicado numerosos artículos en prensa y ediciones especializadas (Tempos, Ágora, etcétera). Colabora con la Universidade Cromática das Virtudes en la producción de la revista de ensayo, Thaumathein.
Este artículo es el duodécimo de una serie dedicada a la actualidad e inactualidad de Marx que publicamos los primeros jueves de cada mes:
Marx en red. (El origen de la religión verdadera), por Ignacio Castro Rey
¿Es el capitalismo inmoral? La mirada de Marx, por Félix Ovejero Lucas
Dónde hallar nuestro lugar (por qué sigo siendo marxista), por John Berger
Cinismo, nihilismo, capitalismo, por Jorge Álvarez Yagüez
Hablar de la revolución es por esencia reaccionario. Apotegmas sobre el marxismo, por Anónimo (Comuna Antinacionalista Zamorana)
Mirando hacia Marx sin ira, por Xenaro García Suárez
Marx y el espejo de la producción, por Jean Baudrillard
Reconsiderando a Marx, por Antonio Escohotado
Paisaje después de la tormenta. Marx y la fe en el progreso, por Luis Arenas
El metamorfismo de Marx, por Fernando López Laso
Marx a la puerta de Utopía, por Arturo Leyte