Home Arpa Árbol de familia. La bisnieta del armador de dornas de Porto do...

Árbol de familia. La bisnieta del armador de dornas de Porto do Son

Soy gajo de árbol caído
que no sé dónde cayó.
¿Dónde estarán mis raíces?
¿De qué árbol soy rama yo? 

Copla popular colombiana

 

Soy la bisnieta de la hechizada, y también la bisnieta del armador de dornas de Porto do Son que una noche de tormenta desafió al diablo.

Soy la nieta de Ramón, quizá buen músico pero mal campesino, agnóstico y fumador incontinente, que se dejó administrar los últimos sacramentos sólo para que no murmurasen de su mujer y de sus hijos las malas lenguas.

Soy la nieta de Rosa, que trajo de Buenos Aires dos baúles colmados de ropa de cama y de fina mantelería, con encajes parecidos a los de Camariñas, y juegos de cubiertos bañados en plata que le robaron las cuñadas envidiosas, unas casadas y la otra soltera, a quien le faltaban bienes y le sobraban desdichas.

Soy la sobrina de Rafaeliño, el bígamo, que escondió bajo su nombre de arcángel y los ojos de cielo desteñido dos matrimonios completos, ambos con hijos, por lo civil y por la iglesia, a uno y otro lado del océano.

Soy la hija remota de aquellos que hace siglos se desgarraron de Corcubión y de la Costa da Morte, y peregrinaron hacia las Rías Baixas, enloquecidos por el azote del mar en los acantilados del fin de la tierra, la piel como una costra de sal y de algas duras que luego se iría deshaciendo lentamente bajo las lluvias dulces de los valles.

Soy la hija inmediata de Antón, el rojo, que perdió el alma en su vejez y se escapaba por las noches de invierno, semidesnudo y descalzo, a pescar truchas imposibles en un jardín de las afueras de Buenos Aires, y se veía en las gotas heladas del rocío como se había visto en las aguas del río Coroño, con su cara de niño.

También, por el lado de mi madre, soy la bisnieta de doña Adela (los labios rojos y la mantilla blanca) y del capitán andaluz, que murió en la guerra de Cuba defendiendo los últimos restos del Imperio.

Soy la nieta de su hijo, el pintor, que no pasó de copiar inútilmente al Greco, y se ganó el pan decorando con rositas rococó las salas de recibo de sus clientes burgueses. Él, que fue amado por todas las mujeres para desdicha de la suya, era infiel, pero muy bueno. Desbordaba de amor –decían sus defensoras– de puro generoso.

Soy la sobrina de Adolfo, el artista de varieté, que adoraba a Bing Crosby y a Buster Keaton, y que hubiera dado la mitad de su mala vista por nacer en Nueva York y no en Madrid.

Soy la hija de Ana, la bella, que jugaba a ser Hedy Lamarr o Rita Hayworth y que no hubiera dado un ápice de su belleza por nada del mundo, aunque siempre sufrió obstinadamente por carecer de fortuna, así como de habilidades lucrativas que acompañasen con alguna ventaja el vano resplandor de tanta hermosura.

Vengo de esas, de esos, como quien viene de tantos lugares que ha perdido la memoria de ellos y sólo lleva en el cuerpo la huella oculta de olores, sabores y sonidos y el eco, aún ardiente, de historias imprecisas. Esas historias quemadas a medias, en un rapto de vergüenza, como si fuesen papeles inconfesables, esas historias son como el tesoro perdido en un mar pirata y voy buscándolas sin brújula, con un mapa incompleto y ambicioso.

TERRA PAI

Adiós, ríos; adiós, fontes;
adiós, regatos pequenos;
adiós, vista dos meus ollos;
non sei cando nos veremos. 

Adiós, adiós, que me vou,
herbiñas do camposanto,
donde meu pai se enterrou,
herbiñas que biquei tanto,
terriña que vos criou. 

Rosalía de Castro (Cantares gallegos)

 

La hechizada 

Mi tío Suso la recuerda bien. Se sentaba en la cocina, flaca y derecha, siempre cerca de la lareira y siempre seria. Él, aunque era aún un niño, le llevaba la leche con trocitos de pan que la abuela levantaba con la cucharita, uno por uno, como las palomas comen el grano.

Doña Maruxa requería cuidados especiales, como si fuese una niña vieja y un poco deficiente. Es que años atrás, en su casi madurez, cuando sus muchos hijos vivían aún, solteros, en la casa paterna, había estado hechizada.

Al principio no se sabía que su mal fuese hechizo. Todo empezó con un enfriamiento, después de una romería. Doña Maruxa, que aún no era abuela, sino sólo madre, cayó en cama. La frente y el cuerpo le hervían como una piedra donde se acabasen de asar castañas, los brazos se le agarrotaban como aspas de molino y sólo la leche recién ordeñada y unas sopas de vino con especias le pasaban por la garganta. Las vecinas le aplicaron cataplasmas y sinapismos hasta que empezó a toser y se le limpió el pecho. Poco a poco le bajaron las fiebres y el cuerpo entero se le puso blanco, suave y pulido, como si fuese todo él de leche tibia.

Nunca había estado más lozana.

En la cara pálida le asomaron colores que parecían claveles de maquillaje y los ojos azules alumbraban la oscuridad, como cristales secretamente encendidos por una brasa. Nadie supo qué pasaba en el cuarto aquellas noches, cuando se apagaban todos los ruidos de la casa y solamente los ojos y la trenza rubia y la camisa de dormir con un ribete de encaje relucían y encantaban en la quieta penumbra. ¿Es que Benito, el bisabuelo, abrazaría despacio aquellas formas claras, con tanta dulzura como si temiera quemarse?

Por las mañanas –notaron los hijos– el padre se despertaba de buen humor, con el aliento perfumado de los que han bebido licor de menta o han comido pasta de almendras. Tarareaba unos aires de Rianxo mientras se lavaba las manos y la cara, y aunque el trabajo era tan duro como todos los días, parecía ir liviano, como si no llevase zuecos, sino zapatos de fiesta.

Sólo un detalle por demás alarmante persistía. Cuando doña Maruxa se incorporaba e intentaba caminar, las piernas, que sin embargo podían moverse discretamente bajo las sábanas, perdían todo tino y control, se desbarataban y caían, inertes, y el bisabuelo, o uno de sus hijos, si estaba a mano, levantaba esos huesos frágiles, súbitamente de plomo, y arropaba a la enferma, recostándole la cabeza sobre las almohadas.

Con la madre en cama, se multiplicaban las tareas. Lavar, planchar y cocinar, barrer y fregar, asear los establos, preparar el pienso para los animales, ordeñar las vacas, buscar el toxo que prospera mejor sobre la curva del cerro, más las acostumbradas labores del campo. Todo caía ahora en las manos no siempre bien dispuestas del padre y de las hijas y de los hijos menores. La madre en cama era un adorno inadecuado, tan respetable como incómodo, que solamente producía otros adornos: visillos, cortinitas, mantelitos de crochet, elegantes fundas de almohadas que pronto empezaron a sobrar en los austeros rincones de la casa rural.

Si las vecinas ayudaron al principio, no tardaron en cansarse. Tenían sus casas, sus hijos, sus maridos, sus vacas, sus propias tierras menesterosas. Recomendaron más hierbas y otros sinapismos para las piernas antojadizas y se fueron alejando hasta desvanecerse por el sendero que llevaba al interior del valle.

Sólo alguna, ya solterona y acaso esperanzada en el pronto tránsito de la enferma hacia un mundo mejor y sin trabajos, demoró más en marcharse. Hasta que también ella decidió dejar a la familia en pena y a la mujer obstinada en vivir tullida. El resplandor de la cara, los brazos llenos y redondos bajo el lino de los camisones, desalentaban a cualquiera.

El médico –caro y traído de Santiago– ya había entrado sin éxito a la casa. Después de beber dos tazas de caldo y de comer un bollo de pan tibio para reponerse del viaje, auscultó minuciosamente a la enferma. Le tocó las rodillas con un martillito inquisidor, la mandó toser y respirar profundo, le miró el fondo de la pupila transparente y las entretelas rosadas de la garganta, le golpeó el pecho y la espalda y le hizo flexionar todas las articulaciones.

Tuvo luego una breve y decepcionante conferencia con el padre, mientras despachaban sendas copitas de oruxo.

—¿Qué dice usted, doctor? ¿Qué tiene mi mujer?

—Pues la verdad sea dicha, amigo, yo no le encuentro nada.

—¡Pero si no puede moverse! ¡Si se cae cuando intenta dar dos pasos! ¿Cómo es posible que una mujer trabajadora y sanísima, que ha tenido uno tras otro siete hijos, haya venido a parar en esto?

—Siete hijos son muchos hijos. A veces hasta las mejores se cansan.

—Más hijos tuviera mi madre. ¿Y no vive aún, sin un catarro y con más de ochenta? Menos mal que está ahora con una hermana en Lugo, y no aquí para ver esto.

—Menos mal, seguramente –suspiró el médico–. Supongo que no sería grato para ninguna de las dos.

—Muy bien, ¿pero yo qué hago?

—Esperar. No hay dolencia que no tenga remedio. Pero el remedio de esta no depende de mí.

Furioso con el médico, que le había costado sus buenos cuartos, don Benito, aunque sólo creía en la ciencia diplomada, decidió finalmente consultar a una meiga, a la que llamaban doña Bibiana, la más famosa de cuantas ejercían en los alrededores. Bien establecida, con una criadita, muebles de roble y una casa junto al camino.

Tuvo que ir a buscarla en carro hasta la parroquia de Cures. Era una mujer menuda, vestida de negro, canosa, limpia. Le cruzaba el pecho una pañoleta de lana fina, gris perla, con bordados y muchos flecos. Dos zarcillos antiguos de plata y azabache pendían de los lóbulos.

“Mejor se vive de la brujería que de las malas cosechas”, resopló mi bisabuelo para sí mientras la acomodaba junto a él en el pescante.

—No murmures del que gana su pan con honradez, sirviendo a Dios y al prójimo –dijo de pronto la meiga, tocándose el crucifijo que le colgaba del cuello, como si hubiese oído sus malos pensamientos.

—Nada murmuré yo, señora –contestó Benito, dándose por ofendido. Pero se quedó lo más callado posible durante el resto del viaje, tratando de pensar solamente en llevar bien las riendas del caballo.

Cuando llegaron, la meiga pidió agua para lavarse las manos. Se la trajeron en una palangana sin desportillar y le acercaron para secarse un paño blanquísimo, bordado en punto cruz.

Lo primero que hizo antes de revisar a la enferma fue mirar la casa. Todo relucía en un orden estricto, casi hiperbólico.

—¿Quién está a cargo, ahora que enfermó la madre? –preguntó, aunque lo imaginaba.

—Yo –dijo la misma muchacha que le había acercado el agua.

—¿Cómo te llamas?

—Felicidad, para servir a usted.

La cara no casaba con el nombre. Era larga y amarga, joven y poco agraciada.

—¿Cuántos años tienes? ¿Ya te han pedido?

—Cumplí los dieciocho. ¿Pero quién va a pedirme? Así como están las cosas, ¿a quién se le ocurriría? ¿Qué sería de esta casa y del padre si yo me fuese? –contestó abruptamente.

Don Benito se miraba los zuecos y asentía compungido. “Nadie te ha de pedir, con madre enferma o sana –pensó acaso la meiga, mientras pongas esa cara y tengas esos modos”.

Dijo otra cosa:

—Siempre habrá un hombre bueno que se avenga a venir a esta casa y ayudarte. Y tu padre tendría en él otro hijo. Pero quizá tu madre se cure pronto.

—Dios la oiga –ladró, sordamente, Felicidad.

La meiga se encerró con la madre en el dormitorio. Don Benito, por dignidad y acaso por temor, se mantuvo lejos de la puerta, aunque la consulta amenazaba durar toda la tarde.

La hermana menor, Isolina, que era una niña, se quedó adherida a la pared de su cuarto, que daba al de los padres, para escuchar las ráfagas de voces filtradas a veces por las rendijas de la piedra.

“… estamos en un carril, mujer, cada uno en el suyo. Y no se puede escapar hacia atrás. La única salida está en seguir caminando”, “… para qué. Pronto me pondré como una pasa, harta de todo, sin haber visto más mundo que cuatro fanegas de tierra…”, “pues quién tiene la culpa… No tus hijos ni tus hijas…”, “no quiero, hasta aquí llegué”, “eres tú la que te has metido presa”, “mejor así que cuando andaba de un trajín en otro”.

Esas cosas dijo que oyó Isolina, pero no las contó a nadie entonces, y quedaron oxidadas en un rincón de la memoria, y les crecieron por encima el musgo verde y la tupida hierba a tal punto que cuando decidió desenterrarlas, ya no sabía si eran ciertas o si eran las que ella misma hubiese dicho de haber estado en el lugar de la madre.

El padre, que había ido y vuelto varias veces del campo, abordó a la meiga ansiosamente cuando la vio salir, por fin, mientras el sol se oscurecía sobre el horizonte como el caramelo al fuego.

—¿Y qué dice usted señora? ¿Qué es lo que tiene?

—Un mal de las mujeres que los hombres no padecen ni entienden.

—¿Pero se cura?

—Lo sabrá Dios. Mejor dicho, lo sabrá ella.

—¿Cómo que lo sabrá ella? ¿Y yo qué haré entretanto?

—Cuídala como hasta ahora. No lo hiciste tan mal. Bien gorda y lustrosa se puso.

—Pues con eso no arreglamos nada. Es mi mujer, no una vaca.

—A veces los hombres atienden mejor a las vacas que a sus propias mujeres –apuntó la meiga, no sin sorna.

El bisabuelo Benito, que era hipertenso, aunque lo ignoraba (como que murió de un ataque de apoplejía), empezó a colorearse de rojo subido.

—No lo digo por acusarte –lo aplacó la meiga–. Ya sé que no eres un mal marido y que ella te quiere. Y hazme caso: disfruta de esta situación mientras te dure y tu mujer esté tan guapa. ¿O no tiene también su lado bueno?

Benito se puso más rojo aún, porque estaban sus hijas presentes. Sin decir palabra, casi empujó a la meiga deslenguada fuera de la casa y la subió al pescante. La visita les costó un lechón, y varios mantelitos del crochet más fino.

Los meses fueron pasando. Si no hubiese sido por los gritos destemplados de Felicidad, que comandaba a los hermanos como un sargento de instrucción, el nuevo orden podría haber resultado, acaso, mejor que el anterior. Las fundas y cortinillas superfluas que Maruxa seguía labrando para entretenerse, cada vez con diseños más sutiles, probaron ser un buen negocio, primero ofrecidas y vendidas en las ferias de Boiro y de Noia, y luego, hasta solicitadas desde Santiago.

Acostumbrado a lo insólito, Benito pensaba en lo que había sido la vida llamada normal únicamente cuando a otro se le ocurría recordárselo.

—¿Cómo sigue Maruxa? –le preguntó una mañana su compadre cuando lo vio arando el campo.

—Igual. De traza, muy bien. Pero no da dos pasos juntos. Los muchachos y yo la levantamos en vilo para que tome un poco el aire y las niñas hagan la cama y ventilen la habitación.

—Es que tú no llamaste a quien corresponde.

—¿Cómo que no? Si vinieron el médico de Santiago y la meiga de Cures y ninguno diera pie con bola.

—Porque está embruxada. Los médicos no entienden de eso y la meiga no tiene poderes suficientes.

—Anda, hombre, no me vengas con esas músicas.

—Pues te digo que por aquí sólo hay uno que puede deshacer tales entuertos, y es el cura de San Amaro. Vete a buscarlo para que la vea.

—¿Y qué me cobrará ese santo varón?

—Seguramente menos que los otros. Dicen que le gusta el vino de Ribeiro, aunque no lo toma los días que da la misa.

Perdido por perdido, el bisabuelo fue a traer al párroco. La primera visita fue sencilla y sin mayor protocolo. Don Evaristo se había vestido con su sotana corriente, como cuando salía a la calle los días de semana. Ya iba para viejo y las canas comenzaban a rendirle un capital creciente de respeto. Era el hijo único de una campesina y decían que de un cura pecador. Ya que este no podía legarle al niño ni nombre ni fortuna, lo había puesto, al menos, en el camino seguro de una profesión rentable.

Don Evaristo aceptó gustoso el vino de Ribeiro que le sirvieron, acompañado por unas lonchas de jamón. También, como la meiga, miró bien la casa y el ceño fruncido de Felicidad, pero no inquirió nada y pidió ver a la enferma. Lo sentaron en una silla con cojín, al lado de la cama.

—¿Cómo estás, hija mía? –le preguntó mientras le daba a besar el rosario bendecido en la Catedral de Santiago.

—Aquí me ve usted, mi padre.

—Dios aprieta pero no ahoga.

—Pues a los pobres siempre nos ahoga un poco más.

—Más pobres los hay que tú, y todos somos pobres en algo, hasta los de casa rica. Bien sabrás, hija mía, que no hay plazo que no se cumpla ni deuda que no se pague.

—Bien lo sé, padre mío. En esta casa pagáronse siempre todas las deudas. ¿Pero qué tiene eso que ver conmigo?

—Que no hay mal que cien años dure. Que también se acabarán, en algún momento, tu enfermedad y tu penar.

—¿Con la muerte?

—No hay por qué. Pudiera ser mucho antes.

—Podrá acabarse la enfermedad, pero el penar…

—La vida no es sólo penas.

—Todo depende. A veces las enfermedades mismas nos hacen olvidar el mal de vivir.

Don Evaristo y doña Maruxa se miraron un momento a los ojos, midiéndose de poder a poder. Don Evaristo veía una amazona astuta de pechos cubiertos, cuyas lanzas eran agujas de crochet. Doña Maruxa, un zorro de pelaje oscuro y zarpas de felpa gruesa, capaz de robarse la mejor gallina de un gallinero sin que ladrasen perros ni cantase el gallo.

—¿No te parece, hija, que sería una merced señaladísima si por mi mano quisiera el Señor hacer el milagro de curar tu mal? Podrías volver al mundo y a la vida, pero tanto mejor que antes. Ya no serías una mujer cualquiera, sino aquella sobre la que Dios obró un milagro.

—Me parece que más mérito, gloria y beneficio le traería eso a usted, que sería el milagrero.

—Mujer, nadie obra milagros por sí, sólo como instrumento de Dios.

—No sé. Lo que es a mí, no me gusta el negocio.

—¡Esto no es un negocio! ¿Qué estás diciendo?

—¿No se entregó la pobre María Santísima, madre del Señor, a Su Voluntad, para que Él obrara milagros en ella? Y ya ve usted lo que pasó.

—Nada malo. ¿No está ahora en los cielos, y es Madre y Reina de todos los mortales?

—Pues buen trabajo y dolores que le damos. Si hubiera tenido con su marido un niño normal que no pensase en salir a predicar ni en convertir infieles, hubiese vivido mucho más tranquila.

—Eso es lo que tú quieres, por lo visto: vivir tranquila.

—Sí, padre. Bastantes agitaciones tuve ya.

Don Evaristo bendijo a la enferma y no habló más. Pero no se había dado por vencido. Cuando se despidió de Benito, no dejó de darle precisas instrucciones.

—Pronto será el día de San Amaro, que este año cae en domingo. Tendremos un gran festejo en la parroquia. Que vistan a tu mujer como para misa mayor, con zapatos y mantilla y con las mejores ropas que tenga. Luego, la montas sobre el caballo joven y la traes a la iglesia.

—No se podrá. Si no se tiene sentada. Y nunca montara sobre el caballo joven.

—La atas sobre la silla y vas a ver cómo se sostiene. Yo mismo vendré a buscarla.

 

El día de san Amaro hizo sol.

La madre se dejó vestir, no sin protestas, con enaguas infladas de almidón, saya nueva de tanto estar sin uso, blusa y pañoleta bordadas con lujo por ella misma cuando aún era muchacha.

—No veo por qué tengo que ir a la iglesia. Dios no obliga a levantarse a los enfermos.

—Puedes ir a pedir por tu curación. Además, mujer, es fiesta. No habrá fiesta tampoco para nosotros si te quedas en casa.

La sacaron en andas, asperjada suavemente con agua de azahares, y la subieron al caballo nuevo y aún espantadizo. Como lo había prometido, el cura de san Amaro la esperaba en la puerta.

—No puedo subirme a ese caballo, padre. No estoy acostumbrada a él ni él a mí. Me arrojará de la silla.

—No si te quedas bien quieta sobre ella, hija mía.

Se miraron y otra vez se midieron.

Doña Maruxa midió acaso, también, la distancia que la separaba del suelo. La altura era mucho mayor que si la hubiesen subido a la yegua vieja, gorda, mansa. Si amagaba dejarse caer caballo abajo, el animal resabiado y terco podría convertir su poca paciencia en estampida. Se rompería un hueso, quizá, para colmo de males, el fémur o la cadera, y añadiría horribles dolores a la invalidez forzosa.

Decidió quedarse tiesa y callada sobre la silla a la que pronto la aseguraron, como una prisionera.

Don Evaristo, revestido de casullas nuevas y birrete, perfumado de incienso, se empeñó en llevarla él mismo de la rienda. Nunca fue tan largo el camino hacia la parroquia, ni tan atestado no ya sólo de fieles, sino de curiosos. El cura había dejado filtrarse la noticia de que la enferma grave concurrirá a misa para implorar su remedio.

Aprendiz de Virgen de la Macarena en su palanquín, doña Maruxa, balanceándose en el lomo de Xán, mirada por todos, bajaba los ojos como el avestruz esconde su cabeza en el hoyo, en un intento vano de pasar inadvertida. Alguien, casi blasfemo, arrojó flores a su paso. Un son de gaitas la seguía, solemne.

Cuando llegaron a la entrada de la iglesia, los acompañantes formaban multitud. Por primera vez en el trayecto, miró, sin apuro ni vergüenza, las caras iluminadas y ansiosas. No ya sólo las de los suyos, sino las de todos. La vida era dura en Barbanza. Dura como la tierra labrantía sobre el suelo de roca, que se hacía rogar su fruto escaso. Dura como las dornas que se tragaba el mar, porque los hombres tensaban el hilo hasta el final y afrontaban la muerte antes que volver con la barca vacía.

¿No esperaban esas caras lo inesperado? ¿La bondad de Dios, arbitraria y de pronto excesiva, como un tesoro que emergía a la luz para que los días monótonos resplandecieran? Se sintió, quizás, la primera actriz de una obra largamente anhelada en un escenario donde la mayoría de los finales eran ásperos y tristes y volvían a hundir a los espectadores en el inclemente desamparo de esa vida.

Don Evaristo se acercó despacio hasta casi rozar el belfo de Xán. Tenía en la mano un cuenco lleno de agua bendita. Mojó en él la punta de los dedos y le hizo la señal de la cruz sobre las piernas. En algún momento, de su ojo verde como agua de estanque saltó un guiño que parecía una rana traviesa.

Desprendió luego a doña Maruxa de las espuelas y la tomó por la cintura.

—Está bien. Seremos socios –es posible que ella le haya dicho al oído, aunque esto sólo lo oyó, como un susurro deformado por el viento, la niña Isolina.

Doña Maruxa quedó de pie ante la puerta de la parroquia. ¿Se le aflojarían las piernas y se derrumbaría sobre la piedra centenaria? ¿O se la llevaría un viento de tormenta encandilado por sus ropas de fiesta? Nadie respiró ni se movió en ese anfiteatro hecho de cuerpos tensos hasta que la enferma, como si fuese otra vez la niña que daba sus primeros pasos sobre el granito rugoso, traspuso por sus medios, torpemente, el umbral que dividía lo sagrado y lo profano.

Desde entonces, doña Maruxa fue algo sagrada y aún más el cura de San Amaro, al que de aquí en adelante las madres llevarían sus niños afiebrados, y a quien los inválidos le tocarían el borde de la sotana por ver si un milagro semejante podía repetirse, aunque ninguno volvió a salirle jamás tan perfecto como ese.

Meses después, la hechizada tuvo un neno, concebido en sus meses de inmovilidad y mantelitos. Fue el último hijo. Lo llamaron Domingos, como su abuelo paterno, y porque había nacido en el día del Señor. Creció grande, fuerte y rebelde a todo tipo de trabajo. Los médicos diagnosticaron alguna clase de enfermedad mental, con un nombre difícil de recordar. Exento de la maldición de Adán, y también de su pecado, los familiares y los vecinos que lo querían lo consideraron siempre un ánima inocente. Los que no lo querían –ya se verá por qué– pensaban otras cosas.

Doña Maruxa se iba con él algunas tardes a ver el mar. Miraban disolverse en el horizonte las barcas de juguete, y mientras la nai tejía visillos de crochet, el hijo que siempre era niño lanzaba piedras que ganaban carreras a las viejas dornas.

Alguna de esas piedras se transformó en cormorán, aligerada por su largo vuelo, y migró hacia el futuro con su historia en el pico, hasta dar con el espejo inverso de las rocas marinas, en los acantilados de este sur del mundo.

La que tenía mucho ser 

María Antonia, mi tatarabuela, tenía mucho ser, como la doña Marina o Malinche de Bernal Díaz del Castillo. El mucho ser no se le traducía en mucha carne ni en gran estatura. Como todas las mujeres de su familia, había salido pequeña y más bien delgada, aunque con pechos redondos y claros como patenas de plata bruñida.

María Antonia, era sabido, no quería a su nuera, la hechizada. La malquerencia era antigua, databa de tanto antes del hechizo. Nunca le había gustado esa muchacha de pocas palabras y acaso frondosos pensamientos. O carente de pensamiento alguno. ¿Alguien podía asegurar que quienes callaban, pensaban? María Antonia no había leído a Oscar Wilde ni sabía lo que era una esfinge sin secreto, pero incubaba esas sospechas acerca de su nuera.

Y aunque Maruxa pensase, ¿de qué valía eso, si no actuaba? María Antonia la había declarado, con sentencia firme, medrosa, floja, errátil, desleída. ¿Por qué tan luego el hijo mayor, el más laborioso y el más querido, se había casado con esa rapaza pálida y de tan poca sustancia espiritual y monetaria, que sólo había aportado como dote dos vestidos y una pañoleta y que amenazaba deshacerse en bruma?

—Cuanto más machos, más les gustan las ñoñas –decía para sí, y a veces para otros, la tatarabuela, de cuyo marido, a decir verdad, ya no se acordaba nadie.

Viuda desde muy joven, había tomado el gobierno de la finca y de sus alrededores. Era un gobierno vertical y monárquico de puertas para adentro, revolucionario y anárquico de puertas para afuera. Con la tranca de una de esas puertas, María Antonia había molido a palos a uno de los recaudadores de los foros señoriales que se había atrevido a pedirle la renta. Otro de ellos ni siquiera llegó a puerta alguna porque desde lo alto de la cerca de piedra, la dueña de casa le había volado la gorra y casi la cabeza de un escopetazo. Algún historiador local la consideró por ello entre los ideólogos gallegos precursores de la reforma agraria.

Pero lo suyo, como se ha visto, era la acción, aunque no escatimaba tampoco las palabras. Las tenía excelentes y las administraba bien, en las ocasiones adecuadas, con grandiosos efectos teatrales.

Su actuación más recordada fue durante un invierno de escasez, cuando las despensas de los campesinos pobres se vaciaron. La generosidad de María Antonia era tan famosa como sus iras y todos fueron a pedir ante esas puertas siempre cerradas para los recaudadores de rentas.

Ella se las abrió de par en par. Dicen que la bisabuela Maruxa miraba desde el piso alto, entre las celosías de crochet de los visillos. Dicen que su suegra la llamó para que ayudase a vaciar el hórreo grande y a moler el trigo y el centeno.

—El invierno es largo, y no podemos quedarnos sin nada, señora. ¿Qué comerán los niños? –había observado, dubitativa, la pálida Maruxa.

La tatarabuela la midió de arriba abajo, aunque la nuera le llevaba media cabeza, como si sopesara el rendimiento de una tierra inservible.

¡Cala, filla da fame, cala! Mientras esta sea una casa rica, será una casa abierta. No se dirá de ella que aquí se le niega el pan al pobre. ¿Serías tú capaz de hartarte mientras los otros penan?

Maruxa volvió a su habitual mutismo, aplastada por la argumentación y la metáfora que le recordaba su origen de bella menesterosa. Como los buenos políticos, María Antonia ocultaba, no obstante, datos fundamentales. Había en las otras fincas hórreos más pequeños que guardaban reservas, ignorados por la nuera.

Para el tiempo del hechizo, la tatarabuela no estaba en Comoxo. De haber estado ella, quizá no hubiese hecho falta el cura de san Amaro para sanar a Maruxa. Pero Benito tenía un pacto secreto con sus hermanas. A cambio de productos de granja, conservas y labores de mano, la madre, reclamada por sus hijas solícitas, pasaba largas temporadas con ellas, no sin impartir a cada una lecciones de mando y administración doméstica.

A pesar de su ausencia, la gran casa vieja siguió siendo siempre la casa de María Antonia, y todos sus habitantes fueron conocidos por ese topónimo y gentilicio que la señora del mucho ser había impreso definitivamente, como una marca de fábrica, sobre sus propiedades y herederos. Así continuó llamándose hasta que otro Benito, mi tío, un hombre de progreso que deseaba salir del valle y acercarse a la carretera, la vendió al hijo mayor y abandonado de Rafaeliño, el bígamo. Aunque yo hubiera querido visitarla, quedé tan fuera de ella como los recaudadores de rentas. Mi primo desconocido, sordo a los llamados y palmadas, jamás me abrió la puerta, quizá por ser pariente americana y, por lo tanto, cómplice involuntaria de la traición paterna.

No hay un solo retrato de María Antonia, pero Antón, el rojo, mi padre, veneraba su memoria, y de haber tenido blasones, nuestro escudo plebeyo hubiese incluido, acaso en el centro, la imagen de una mujercita subida al muro, blandiendo una escopeta. Un destino sudamericano

 

El destino sudamericano había aparecido prematuramente en la familia. Por el lado de María Antonia y su padre, Cristobo de Nabor, quedaba en la casa un arcón de madera pesada, donde se guardaban unas dos docenas de libros forrados en cuero, escritos a mano, decían, por un escribano de Indias. Nadie recuerda bien qué había en ellos: ¿asientos contables, adquisiciones de casas, de terrenos, compras de mercaderías? ¿Olerían a canela, a especias, a cacao, a cigarros habanos, a ron de las Antillas? Imposible saberlo.

Hoy, cuando la Historia de Europa parece haber dejado de fluir y el pasado se ha vuelto decorativo y precioso como un objeto de lujo, los primos se reprochan unos a otros esa pérdida. Pero qué podía valer cualquier pasado en aquellos tiempos de presente amargo, si lo único que se esperaba era el advenimiento de otro porvenir. A España no se puede volver más que a encallar, como un barco viejo, diría Ortega, años después. De España, y de Galicia especialmente, sólo se pensaba en salir, siempre que todavía se tuvieran las dos piernas nuevas y las espaldas anchas para soportar el viaje y el trabajo.

En el Novecientos, los tres varones jóvenes y sanos de la casa de María Antonia, hijos de don Benito y de la hechizada, hicieron sus valijas de madera y cartón rumbo a las tierras que ya estaban dejando de llamarse “las Indias” para convertirse en América. Mucho más aún desde que el ex-Imperio acababa de perder el bastión colonial de Cuba, y otro imperio naciente, bajo el lema Go ahead!, invadía y anexaba costas ajenas con la combinación infalible de la industria y de la guerra, y una despreocupación feroz de teenagers insolentes y ricos. Mientras don Benito rogaba por la buena ventura de sus hijos en el Nuevo Mundo, mi otro bisabuelo, el capitán Calatrava, había dejado la vida en Cuba, al servicio de un mundo viejo, y a su mujer, doña Adela, y a sus cinco vástagos, en la peor pobreza española, que es la de los pequeños hidalgos de provincia, llenos de pretensiones y vacíos de fortuna.

Los tres nietos de María Antonia (que no alcanzó a vivir lo suficiente para bendecir su viaje) tampoco tenían fortuna, pero esperaban hacerla, y sus pretensiones no se regían por protocolo alguno. Se acomodarían, no a su ambición, sino a la realidad que la suerte les permitiese. Se instalaron en el partido de Avellaneda, al sur de Buenos Aires, que estaba destinada a convertirse muy pronto en la ciudad gallega más grande del planeta.

Llegaron cuando el tango aún no había pasado del burdel al salón, cuando todavía quedaban morenos de linaje africano en las calles de la ciudad, cuando compadritos perfumados y maquillados como chulos madrileños se burlaban de los “gallegos patasucias” y estos alertaban a las compatriotas recién venidas sobre las infames intenciones de esos proxenetas con aspecto de mariquitas.

Después de conchabarse en algunos trabajos temporarios para reunir dinero, pusieron una fonda. No una confitería ni un restaurante, sino un bodegón insondable donde pronto colgaron ostentosos jamones, y en cuanto pudieron, tapizaron una pared con botellas de ginebra y de vino tinto. La fonda tenía hospedaje y allí se alojaban los coterráneos, fiado, hasta que conseguían empleo. La palabra se cumplía y ningún gallego estafaba al otro, aunque el abuelo Ramón pronto aprendió a imaginar y aplicar ciertas astucias para duplicar sus ventas a los confiados nativos.

De mañana, muy temprano, cuando el sol comenzaba a resbalar muerto de sueño por los desparejos adoquines, Ramón se apostaba a la puerta del negocio. “¡Venga a tomar la mañana!”, gritaba, moviendo las manos, no bien veía llegar a los carreros, “venga, que la casa invita”. La casa invitaba, siempre, el primer trago. Una caña o una ginebra que los transportistas, envarados de frío y de mal dormir, estaban dispuestos a agradecer. Luego de ese trago, invariablemente venían otros, bien cobrados, y quizá también algunos bocadillos de jamón o salame, envueltos en el grueso pan de fonda.

Lo mejor se daba a la vuelta, al caer de la tarde, cuando esos y otros parroquianos, ya sedientos, pedían y vaciaban sin reparar en el número, botellas de cerveza. Calcular el gasto era muy simple: se contaban los envases. Y el abuelo Ramón siempre tenía a mano unos cuantos para añadir a los que de verdad habían trasegado sus clientes.

El negocio prosperaba de cualquier modo porque la persiana se levantaba a las cinco y media de la mañana y se cerraba a las ocho o nueve de la noche. Sólo los domingos se honraba el feriado y los tres hermanos, vestidos como señoritos, iban de paseo o a bailar. A veces a los peringundines y “academias” tangueras donde relucían los zapatos de charol junto a los cuchillos. Acaso a lo de María Rangolla, La Vasca, donde reinaban crapulosamente la Gallega Consuelo, o Catalina la Tísica, pero también a los bailes y romerías que se celebraban en asociaciones locales, en clubes de barrio o en quintas de las afueras.

Si en los peringundines el abuelo Ramón no pasaba de aprendiz, en las fiestas de la tierra era protagonista y músico aventajado. Tocaba muy bien el acordeón y pasablemente la gaita. Las galleguitas solían enamorarse de su música con un apasionamiento que, en ocasiones, lo incluía. Pero él no daba alas a las solteras en busca de novio. La compra de la fonda era, para los nietos de María Antonia, la idea fija que regía sus vidas. Habían decretado suspendido el tiempo y sus mudanzas, sus afectos y compromisos, hasta que el éxito les diese licencia para dejar la cárcel y la condena a trabajos forzados en la que ellos mismos se habían puesto.

Ramón, aunque era el más joven, fue el primero en abrirse las puertas de esa prisión para meterse en otra de la que ya no saldría, y todo por una muchachita que ni siquiera le había hecho caso.

La encontró en una de las mesas abarrotadas de restos de empanada y de dulces, cuando el hartazgo de comida y de música iba poniendo fin a una romería.

La chica no lo miraba a él ni a nadie. Estaba llorando con lágrimas lentas y gruesas que iban cayendo como goterones de cera desde los ojos grises.

—¿Qué le pasa, señorita, le duele algo?

—No, señor. Nada que a usted le importe.

Herido por el desaire, el abuelo Ramón iba a seguir su camino cuando lo detuvo la misma voz, antes irritada.

—Perdone. No quise ser grosera. Es que estoy sola y ya se sabe cómo son algunos.

—No es mi caso, paisana. Dígame qué le pasa y en qué puedo ayudarla.

Esa tarde, Ramón acompañó a la muchacha, que se llamaba Rosa, hasta la puerta de la pensión donde ella vivía. Mientras contaba su historia, se le secaron las lágrimas.

—Mi padre está muy grave. Quién sabe si ya muerto a estas alturas. Ayer recibí una carta donde me dice que se cumplió el destino y que ya no volveré.

—¿Qué es eso del destino?

—Manías que se le pusieron en la cabeza. Hace unos años llegó muy malherido de una tormenta. Era armador de dornas en Porto do Son, sabe usted, y acababa de construir una muy hermosa. Tanto que se empeñó en ir a probarla él mismo, aunque el mar estaba por demás agitado. Pura soberbia, le dijo mi madre, pero marchóse igual y así volvió. La dorna quedó destrozada y fue un milagro que él no feneciera. Mejor dicho, un milagro maldito.

—¿Cómo es eso?

—Dice mi padre que en lo peor de la tormenta se le presentó el Demo, el mismo Satanás, y que le prometió salvarle la vida, pero que a cambio una mujer de su sangre, llamada Rosa, viviría en América, y que él no la vería jamás. Él resistió cuanto pudo, peleó con el Demo, lo insultó feamente y se hizo la señal de la cruz muchas veces para echarlo, pero el malvado seguía allí.

—Si fuese por la señal de la cruz… Muchos se la hacen continuamente a la vista de todos, y no hay duda de que tienen el demonio en el cuerpo.

—El caso es que cuando mi padre se sintió morir, aceptó el trueque que el otro le proponía. Y por eso cree él que estoy aquí y que no volverá a verme nunca.

—Pero ¿cómo piensa su padre esos disparates? Lo habrá enloquecido la tormenta. ¿No se dio golpes en la cabeza?

—En la cabeza y en todas partes. Si lo vomitó el mar y estuvo no sé cuánto tiempo sin volver en sí.

—Eso será. De tanto en tanto algún pescador que pasó por esas queda trastornado.

—Seguramente. Pero mi padre se está muriendo, y yo no volví a casa ni puedo hacerlo todavía.

—Tenga fe en que no será así. ¿Y desde cuándo está usted en Buenos Aires? ¿Por qué vino?

—No hubo otro remedio. Después del naufragio, el padre estuvo muy mal de salud, estropeado, y ya no pudo volver a trabajar. En casa empezamos a pasar miserias, y tengo hermanos pequeños todavía. En tanto nos llegaban noticias de Buenos Aires: que se podía una colocar bien conociendo el oficio de la costura fina. Yo sé tejer, cortar, coser, bordar, hago encajes de bolillos, como los de Camariñas, y ahora, también sombreros. Gano más de lo que ganaría allí, y la mitad se lo mando a mi madre. Con eso va saliendo adelante y criando a los hermanos.

—Verá cómo pronto recibe carta diciéndole que su padre mejora.

Habían llegado a la pensión. Era una respetable casa de altos, con pérgola y un aljibe en el frente. La dueña, una napolitana alta y severa, abrió inmediatamente la puerta para dar paso a la pensionista y asegurarse de que la conversación no se prolongara en el peligroso zaguán. Quedaron en volver a verse. Al poco tiempo, ya estaban de novios formales. Y Rosa escribió a su padre, aún vivo, que pronto celebraría su boda con un joven de Boiro.

La hechizada lloró a mares. Era el primer hijo que se le casaba, con ser el menor, y se casaba fuera, y así –temió– ocurriría con todos los otros. Sus nietos irían creciendo lejos, chatos y descoloridos, en el papel sepia de las fotografías.

La boda se hizo y los padres sólo vieron de ella un retrato donde Ramón y Rosa posan, de pie, para toda la familia que había quedado varada en el islote gallego, siempre a punto de desprenderse de la ingrata España, del otro lado de la Mar Océana. Los dos tienen los ojos claros y brillantes como bolitas de cristal, y ella, muy seria, no aparenta más de catorce años, aunque ya ha cumplido los veinte. Ramón, no mucho mayor, se añade una década con los mostachos de guías retorcidas hacia arriba y el pelo crespo, que heredaría mi padre, brutalmente aplastado con fijador, aunque los muchachos de antes no usaran gomina. ¿De qué color sería el largo vestido de tela recamada, que parece oscuro, y que contrasta con la piel de la novia, hiriente de tan blanca? Aunque también casada por iglesia, es una novia civil, a cabeza descubierta, sin sombrero ni mantilla. Será la única imagen en que la abuela aparezca con su pelo al aire, sin el pañuelo negro de las campesinas que usará en la vejez. La cabellera recogida es luminosa y fuerte, acaso rubia, o de un caoba dorado. No hay en casa otra foto de ella, salvo una muy pequeña, donde apenas se ve a una anciana de luto, igual a cualquier otra –de Grecia, Galicia o Sicilia– frente a la puerta de una casa de piedra.

Con las bodas –la de Ramón y, poco después, las de los otros hermanos, ablandados por el ejemplo del menor– aumentaron los gastos pero eso no impidió la compra de la fonda. También aumentaba sus gastos y dispendios la pródiga Argentina que navegaba hacia el primer Centenario de la Revolución de Mayo con las pomposas velas desplegadas. Aunque había ratas en la bodega, no eran visibles desde la pulida superficie, ni tampoco desde la cocina de la embarcación, donde los nietos de María Antonia no daban abasto para satisfacer el hambre y la sed de tanto ganapán y asalariado como pululaba en Buenos Aires. La Ley de Residencia contra los extranjeros que exigían derechos y no sólo trabajo, el hacinamiento de los “conventillos”, los ocho muertos y los ciento cinco heridos del Primero de Mayo de 1909, no desanimaban a las multitudes, que seguían bajando de los barcos mientras el gobierno del granero del mundo se disponía a aplaudir la publicación de un ditirambo impúdicamente titulado Argentina y sus grandezas, obra (acaso por encargo) del novelista valenciano y wagneriano don Vicente Blasco Ibáñez.

Los nietos empezaron a llegar a la casa del valle en lustrosos rectángulos de cartón. La hechizada no tenía consuelo cuando pensaba que acaso moriría sin tocar esas cabecitas envueltas en mantillas de bautismo o esas piernas enfundadas en pantaloncitos de marinero. Las hermanas solteras también se habían ido casando, salvo la infeliz Felicidad, que, para disgusto de don Evaristo, dedicaba sus ocios a la enseñanza de la catequesis y las relaciones públicas de la parroquia, que nunca habían sido tan malas como desde que ella había decidido tomarlas a su cargo. El cura hasta lamentaba, por momentos, aquel aparatoso milagro que había puesto nuevamente a Maruxa sobre sus propios pies y le había devuelto el mando doméstico.

Don Benito estaba reumático y cansado de los trabajos rurales. Los hijos no regresarían. Las fincas no alcanzaban para que medrasen todos. Pero podían ofrecérselas a uno: a Ramón, porque –le decían en los correos, cada vez más asiduos– era el más alegre, el de mejor carácter, con el que siempre se habían entendido y que había elegido a una mujer también experta en encajes, visillos y mantelitos. Las cartas que reclamaban a Ramón llegaban junto con las del padre de Rosa, que insistía en su delirio instándola a que regresara antes de que el Demo ganase definitivamente la partida.

Volvieron poco después de los festejos del Centenario, luego de haber visto aclamar en las calles a la Infanta española, doña Isabel, que sumó al gran espectáculo sus kilos, sus joyas y su popular desenfado de maja aristocrática. Don Ramón del Valle Inclán, inversamente, había aportado a los agasajos un porte flaco de Quijote gallego y una literatura esquiva y exquisita.

Volvieron casi como indianos ricos. Ramón se había comprado un reloj que le cruzaba el chaleco a la altura del abdomen ya redondeado por el buen comer, y guardaba otro para su padre. La hechizada no se cansaba de admirar las sábanas de tela fina con calados y cenefas, los camisones de satén, las piezas de vajilla bordeadas por un sutil hilito de oro. Los recién llegados traían regalos para todos, y dos niños propios: uno rubio y otro moreno, que también fueron un regalo en aquella casa sin nietos.

Rosa fue casi de inmediato a ver al armador de dornas. Los hermanos, gracias al dinero recibido durante más de una década, ya estaban fuera de cuidado. Pero era la madre, y no el padre, la que había muerto, poco antes del retorno de su hija. A Rosa le tocó consolarse y consolar. “¿Ha visto como no pensaba más que patrañas, padre? Aquí estoy, con mi marido y mis hijos. A Ramón lo mejoraron en la herencia. Nos quedamos con la casa y con las principales fincas. Ya no tendrá que temer usted que me marche a América”.

Se instalaron, en efecto, aunque Ramón aún no se decidía a vender a sus hermanos la parte del negocio. Hizo tres viajes más a Buenos Aires, y entre viaje y viaje nacía en el valle otro niño. Rosa sufría mucho más de lo que osaba confesarse, confinada en la casa sin alumbrado, sin gas, sin baño, lejos de la carretera, del correo y de la escuela, donde ni siquiera eran imaginables un restaurante, un teatro, un zoológico, un museo.

La gran ciudad, con alumbrado, cañerías, grifos mágicos por donde fluía el agua, cafés, grandes tiendas y hasta cinematógrafo, le parecía a veces un mundo de fabulosa felicidad recorrido en sueños y ahora ahogado por la lluvia fina y constante que en los inviernos de Barbanza roía la médula de todas las cosas hasta disolverlas. Sin embargo, cuando aún vivían en Buenos Aires, el solo recuerdo de esa misma lluvia le arrancaba lágrimas y tenía que encerrarse, mordiendo un pañuelo para tapar los sollozos, si pensaba que acaso nunca más volvería a sorprenderla el mar, casi doméstico, en un recodo cualquiera del camino.

La indecisión tocó a su fin cuando, después del último viaje, Ramón le comunicó que había vendido su parte a los hermanos, de los que ya no deseaba ser socio. Ninguno de los dos era lo que había sido. O quizás eran lo que siempre habían podido llegar a ser si se daban las condiciones favorables. Terminaron mal, aunque ya ni la hechizada ni don Benito se enteraron de ello. Benito hijo se hizo borrachín y pendenciero y despilfarró en malos negocios todo lo ganado. El otro, Antón, se quedó con la fonda y se convirtió en hombre del caudillo Barceló, todopoderoso intendente de Avellaneda, que protegía sus manejos y desmanes. La fonda era apenas una tapadera, porque el dinero considerable lo ganaba en las casas de juego de las que era regente. Mandaba cobrar, implacable, todas las deudas, aunque a veces se las devolvieran junto con un par de tiros o de cuchilladas.

“Al final la vida se las cobrara a él, todas juntas. No es oro todo lo que reluce”, decía Ramón, ya viejo, bajo la lluvia invariable, para conformarse con la mala cosecha, o con la enfermedad que se había llevado a la mejor vaca. Después de la muerte de su mujer, Antón se había dado a las carreras de caballos hasta dejar allí cuanto tenía. La hija mayor, Porfica, le cedió luego, por deber filial, uno de los cuartos de su casa y un plato en la mesa.

Los hermanos separados por el océano nunca volverían a verse ni a escribirse. Ramón, no obstante, puso a sus hijos menores los nombres de esos hermanos perdidos.

Rosa dio a luz ocho niños, de los cuales sobrevivieron siete. A veces maldecía el mar tormentoso y la locura de su padre, que la había hecho volver, para después, como lo hacían todos los padres, dejarla sola y morirse para siempre.

Este fragmento de la novela del mismo título editada por Graviola.

Salir de la versión móvil