Es curioso que el año de la conmemoración del V centenario de Utopía (1516), de Tomás Moro, haya coincidido con el año de la muerte de Fidel Castro, el mandatario que, aunque sólo en el ilusionante origen, antes de derivarla hacia una horrenda distopía, mejor haya ensayado en la historia un experimento político en esa dirección. Al igual que la ínsula Barataria y la isla de La tempestad, entre los últimos textos que escribieron Cervantes y Shakespeare, vinculados por el IV centenario de sus muertes respectivas en el año que ahora se finiquita, la isla de Utopía se inspiraba, justamente, en el recién descubierto Nuevo Mundo. En él creyó ver André Breton (50 años de su muerte en el otoño de 2016), desde Tenerife a la Martinica –e incluso hasta la isla de Manhattan–, el escenario idóneo para el cumplimiento de la Revolución surrealista; un vocablo que tomó tintes peyorativos, hasta lo kafkiano, con la Revolución cubana…
Islas del continente. Año de emergencia insular, por tanto, éste que ahora se despide, de la Comarca cultural atlántica; un circuito de islas a través del spa del “Océano Circunvago”, como lo llamó Horacio. Ya lo dijo Cairasco en el momento fundacional de Canarias: Son “las siete hembras de un varón guardadas…”. Y es que, secularmente, desde Colón y las utopías renacentistas (Moro, sobre todo) hasta la modernidad (Stevenson, Humboldt, Malinowski) las islas eran enunciadas y pronunciadas por las metrópolis continentales, bajo un rodillo homogeneizante, bien para sus propias expiaciones (La tempestad) o bien para su esparcimiento (la ínsula Barataria). Bien como cerco de pernición, o espacio idóneo para la reclusión (Napoleón en Santa Elena, Unamuno en Fuerteventura…), o bien como Arcadia de promisión, donde se cumpliría el sueño que señala Breton en El castillo estrellado: “Es, en el fondo del día, o de la noche, no importa, algo como el inmenso vestíbulo del amor físico tal como desearíamos vivirlo sin recomienzo”.
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Isla et labora. La originalidad de la Utopía de Moro radica en su ordenación del territorio insular como espacio de convivencia social. Por primera vez en la historia, su isla del más acá tan sólo puede ser edénica si se somete a una estricta organización del trabajo –no hay propiedad privada entre los utopeños–, se estipulan para todos jornadas laborales de seis horas, y que, al menos, durante dos años desempeñen tareas agrícolas para la comunidad.
En La tempestad, Gonzalo, el anciano consejero, plantea unas medidas similares (tampoco habría propiedad privada) para la isla atlántico-caribeña de Próspero y Calibán, lo que causa la unánime hilaridad y mofa de los nobles náufragos. Y, entre las promulgaciones del gobernador Sancho Panza en la ínsula Barataria, éste busca acabar con el timo, la corrupción y el pillaje; lo cual resulta inverosímil en una trama que no es sino una farsa urdida por las propias autoridades del gobierno central, además de propietarios, los duques, que dirigen el cotarro desde su castillo de Tierra Firme… Así pues, expiación y esparcimiento ducales, la razón de ser de las islas, en ambos casos, es servir como catarsis correctiva del continente.
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Sancho y Calibán, analfabetos complacidos. El primer indicio de la voluntad de sátira que preside el relato de la Barataria (la ínsula apócrifa, de agua dulce y tierra adentro, con cuya creación Cervantes se desquita de la denegación a sus aspiraciones a ocupar un cargo en las colonias de Ultramar) es la propia designación como flamante gobernador de un orondo analfabeto. El ajuste de cuentas es doble, por su parte: pues las autoridades y los vecinos “insulanos” conchabados con los duques creen tener garantizada la mofa con tal sujeto, medio “mostrenco” y “tan sin letras”, y, en cambio, Sancho Panza desempeña su papel con gran dignidad y diligencia. No muestra la menor voluntad de cultivarse, y, de hecho, ahora –otra sátira subliminal–, lo necesita menos que nunca, pues, en su nueva posición, cuenta con un secretario particular que le lee y le escribe cualquier documento público o privado. La cultura está en otra parte: en don Quijote, que jamás pisará la ínsula. También en La tempestad, la cultura queda afuera de la isla. Próspero le agradece al consejero Gonzalo que, a la hora de su trastierro, “sabiendo lo que yo estimaba mis libros” le sacara de su “propia biblioteca volúmenes” a los que “concedía mayor valor” que a su ducado. Y Calibán, cuando los marineros le proponen derrocar juntos a su amo, los tiene en cuenta sólo por exclusión, como un arma arrojadiza: “Acuérdate sobre todo de sacarle los libros porque sin ellos no es sino ‘un tonto como yo’ (sic), ni tiene genio alguno que le sirva… Quema sus volúmenes”.
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Mar por medio. Otra gran enseñanza: La isla como camerino, sin que nunca se llegue al estreno de la representación sobre las tablas (del mar). Tanto en la Barataria como en La tempestad, el continente prevaleció antes y lo hará después. La historia se ha tomado allí un descanso (purga en Shakespeare, ocio en Cervantes), dejando como estaba (salvo la irrelevante humillación de Calibán y el ensimismamiento inerte de los insulanos) el recinto insular: su legendaria, imperturbable exclusividad geográfica.
Así, las islas se definen mejor por lo que las niega –o ellas mismas niegan– que por lo que las afirma. Pasa con la propia luz solar, intermitente, aleatoria, inopinada. Así, dice Breton: “La calidad de la luz [en la Isla] es tal que la hace menos soportable de lo que sería su ausencia en el lugar”. Y como subraya Lezama, desde la isla de Fidel Castro: “Si [en la ínsula] ocurre lo que nunca ha ocurrido, es igual que si no ocurre lo que siempre ha ocurrido…”.
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Isla(s) versus continente. ¿Por qué tantas sinonimias, en ocasiones cuajadas de matices opuestos, para referir los atributos y gentilicios de las islas –isleños, insulares, insularios, insulanos, íslicos, isloteros, isleteros…– frente a la unívoca designación de continental? Lo que marca la diferencia cualitativa es que a nadie se le ocurriría aludir a un continente omitiendo su específica significación, mientras que las islas admiten ser enunciadas como recipientes vacíos, o remota sintaxis flotante. (“Puede escoger una sola isla o la estancia combinada en dos o tres…”, rezan algunos prospectos turísticos de reclamo atlántico y caribeño). Es significativa también la sinécdoque inversa (el todo por la parte) que a menudo emplean los isleños para aludir a sus capitales continentales de referencia: así, por ejemplo, los cubanos hablan de los “Estados Unidos” incluso cuando únicamente se refieren a Miami; los azorinos aseveran que van al “continente” así se dirijan sólo a Lisboa, o los canarios afirman que van a la “Península” si marchan en un viaje-relámpago sólo a Madrid…
A un extremo de la oposición isla / continente ocurre que lo isleño y lo insular, sinonimia más recurrente, pueden ser, incluso, términos antitéticos; así, folclorismo, repliegue de lo Isleño, frente al aperturismo –universal, transoceánico– de lo insular…
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El ‘balbuceo criollo’. Allí donde el hombre continental es ególatra, el insular es narcisista, cabría aventurar. ¿Y cuál es la diferencia? Se puede ser narcisista sin ser ególatra, pero no a la inversa, del mismo modo que el continente absorbe la(s) isla(s) –y la(s) acapara o se desentiende luego– como no puede ocurrir a la inversa. El narcisismo es cóncavo: uterino, y la egolatría, convexa: fálica. Y, sobre todo, la egolatría es una estrategia, y el narcisismo –ay– sólo una táctica… Es un mimoseo crío-yo, absorto ante al yo-yo de las olas, en pos de un pellizquito matriarcal; lúdico, silente, infantil (in fans: que no habla), de proceloso a trémulo, con viraje de vuelta.
El lenguaje propio del insular-atlántico (¿su indio-lecto?) es, señala Breton, el “balbuceo criollo”. Y se da también, agregamos, una escatología del ensimismamiento. “La luz eternamente polla”, incubó en Trilce César Vallejo, como huevo de ese “sol empavado que alborota los cascos”.
Desde el Trópico (antillano) al Subtrópico (macaronésico) –es decir, entre la franja del “papito” y la franja del “mi-niño”–, cundiría bien este lema del infante José Cemí en su cuna del lezamiano Paradiso; “¡Bobito, frente de sarampión, mamita linda!”… “El inmenso pavo real del mar hace la rueda en todos los virajes”, agregará Bretón, en el mismo año en que Domingo López Torres anotará –en la tinerfeña prisión Fyffes, poco antes de ser arrojado en un saco a la marea–: “Espejos de azul narciso / viene la proa cortando / con un filo de inquietudes / y un verde de contrabando”…
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Ariel quiere ‘prosperar’. En La tempestad, al nativo Calibán le está vetado relacionarse con (el invasor) Próspero, si no es por persona (“espíritu”) interpuesta, Ariel. En la ínsula Barataria, Ariel son las autoridades conchabadas con los duques, que se mofan de Sancho. Y, en general, lo son los mandos intermediarios, colaboradores de Próspero, aquellos que administran –siguiendo a Breton– “el Directorio del balbuceo criollo”. O “el mar de lodo en las consignatarias”, siguiendo a Pedro Perdomo Acedo. Ariel no está afuera de la isla, como pretende, por ejemplo, el intelectual cubano Roberto Fernández Retamar (él mismo puede ser el Ariel-ariete de Fidel), o como se suele vociferar defensivamente, asimismo, desde los nacionalismos excluyentes insulares (valga la tautología). Al igual que Calibán, Ariel es oriundo de la isla, o, al menos, reside en ella.
De la costilla de Próspero (que lo inviste de “ninfa” y “arpía”) nació ese plural, andrógino, coral, volátil y, sobre todo, “invisible” Ariel, con una identidad diferida, teledirigida por su amo. El Ariel insulario es un Calibán adiestrado para, justamente, ejercer el control sobre Calibán. Y de paso, sobre posibles rivales homólogos de Próspero: “Todos están encerrados, tal y como me ordenaste”, le da cuenta de sus usurpadores y rivales. Y éste le acaricia en recompensa: “Bien hecho, pájaro mío. Conserva aún tu invisible figura”. En la(s) isla(s), tarde o temprano, hay que pasar por el Ariel…
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Donde están las llaves. Las islas como llaves de paso en el circuito intercontinental. Y las atlánticas y caribeñas, respectivamente, como un suministro compartido del agua fría al agua caliente, en un mismo baño heraclitiano…
Arduas cerraduras las de las propias islas, si son ellas mismas las llaves de grandes estancias que les son ajenas. Las llaves no están en el fondo del mar, como reza de forma inconclusa la (insular) canción infantil (¡matarilerileró…!). Han emergido con la forma de la isla, según se aprecia en el inquieto llavero del hall del panóptico continental. Lo dice la puertorriqueña Iris M. Zavala, en El libro de Apolonia o de las Islas: “Son llaves las islas [caribeñas]; trabajo les costó saberlo; cada isla, cada cayerío: llave. –Nada, que los conquistadores tenían más llaves que San Pedro”.
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El mapa atlántico. Hay, sí, un circuito atlántico –o cimiento del spa– identitatario muy concreto: desde Canarias al Caribe, poblado –entre los usuarios de la lengua de Cervantes– por los hispano-atlantes. Y claro que es palpable un muy preciso e insuficientemente divulgado mapa de la insular Comarca cultural atlántica. Lo que pasa es que son muy sufridas, y lánguidas, y están ya muy tocadas sus dos terminales. Va desde la Mansión de los Esclavos, en la isla de Gorée, junto a la costa de Senegal, a la Estatua de la Libertad, en el preámbulo arancelario de la isla de Manhattan. En realidad, África, más que un continente, no ha sido nunca sino una isla con elefantiasis. Por aquel boquete de Gorée salieron las ingentes galeras cargadas con la lonja infame, cruenta, para proveer a las Plantaciones-esclavistas, que fueron –junto a las naves de Colón– las islas primigenias del Nuevo Mundo. Sí, son umbrales tristes las terminales de entrada y de salida del circuito circunvago. Su meta de Manhattan, que tanto anheló Breton, ya no es El Dorado de otro tiempo. Dejó de serlo, de un solo viaje, la radiante mañana del 11 de septiembre de 2001 (por donde empezó el acoso y derribo, antes de que el terrorismo se haya cebado también –por la noche– con las otras dos grandes capitales culturales del XX: París y Berlín). Como la ha definido John Berger, Manhattan no es sino “una gigantesca metáfora de la tensión contenida en un barco cargado de emigrantes, que echó el ancla para no zarpar jamás”… Durísimo, pues, pero insoslayable de recomponer, el ruinoso plano del spa insular atlántico… Good bye, míster Próspero; adiós, Sancho y Fidel; or vua, monsieur Breton; ave, dominus Moro… ¡Chao, ínsula del 2016!
Antonio Puente (Las Palmas de Gran Canaria, 1961) es escritor, periodista y crítico literario. Escribe en los diarios La Razón y La Provincia, y en diversas etapas ha colaborado con El País y ABC. Es autor de ensayos como Poesía y posmodernidad y Crítica de la razón comunicativa, y de poemarios como Contraluz o el mar liquida su comercio, Agua por señas, Sofá de arena y Ojos de garza. En la actualidad es director de Comunicación de la Fundación de Arte y Pensamiento Martín Chirino, en Las Palmas. En FronteraD ha publicado La devaluación de la muerte: entre el ‘pijama de madera’ y el cenicero.