A mediados del siglo XIX, la llegada masiva de una inmensa riqueza de bienes culturales provenientes de las sucesivas desamortizaciones propició la creación de un cuerpo técnico de funcionarios capaz de hacerse cargo de semejante patrimonio. En el caso de los archivos, la sociedad demandaba además su modernización: eran necesarios para escribir la historia de un país que quería pasar de ser un reino a una nación. Los españoles anhelaban dejar de ser súbditos para ser ciudadanos. De “lamentable” tachan los testimonios de la época el estado de los archivos, con frecuencia arrumbados “en pasajes oscuros, húmedos y hasta ruinosos”. Un “balumbo de papeles”, en expresión del culto, y a la sazón ministro de Gracia y Justicia, Lorenzo Arrazola.
Tal es el espíritu que alumbró el nacimiento, en 1858, del Cuerpo Facultativo de Archiveros y Bibliotecarios, que con el paso de los años y la incorporación de los arqueólogos, terminó por denominarse Cuerpo Facultativo de Archiveros, Bibliotecarios y Arqueólogos. Se dotó de órganos rectores para acometer su labor ingente y se creó una Junta Facultativa que centralizó actas, registros, partes, memorias y correspondencia mientras se sumaban a su estructura archivos, bibliotecas y museos arqueológicos. La documentación generada se fue depositando en el archivo de la Biblioteca Nacional ya que su director, como jefe de la Junta, era el encargado de presidir las sesiones de trabajo, que por lo general se celebraban en su sede.
Enrique Pérez Boyero, jefe del Archivo de la Biblioteca Nacional, llegó a su destino en 2002 y se topó con un legado digno de ser descrito por Kafka: 274 cajas de color verde repletas de papeles sin instrumento alguno que permitiera conocer, siquiera de forma aproximada, su contenido. “La suerte se alió con mi propósito”, escribe, “y, tras varias semanas de trabajo reconociendo y acotando el contenido de dichas cajas, encontré un antiguo índice de los legajos del archivo de la Junta Facultativa”. Por fin un hilo del que tirar, aunque se hallaba ciertamente cercado ya que la documentación generada por la propia Biblioteca Nacional sumaba otras 526 cajas y 102 libros, además de otros nichos y fondos que fueron apareciendo por cualquier rincón, en los que se habían conservado también papeles de la Junta.
Lejos de arredrarse y fiel al espíritu sacrificado que caracteriza al Cuerpo (Sic vos non vobis es su lema), Pérez Boyero fue rescatando (tuvo que eliminar grapas, clips y gomas elásticas), ordenando y describiendo un conjunto documental de importancia excepcional para conocer la organización y el funcionamiento de las instituciones culturales del periodo que va de 1858 a 1938, cuando se suprime el organismo. Tras doce años de trabajo, acaba de publicarse –exclusivamente en línea– el primer volumen del Inventario del fondo documental de la Junta Facultativa de Archivos, Bibliotecas y Museos, que consta de 1.400 páginas y contiene 6.471 registros (partes de trabajo y asistencia, memorias, anuarios…) en su mayoría pertenecientes al archivo de la Biblioteca Nacional, aunque hay de otros centros. A este primer volumen seguirán dos más hasta completar la documentación generada por la Junta Facultativa a lo largo de su historia.
Aunque es su fundamento, el trabajo no se conforma con consignar los registros sino que viene precedido de una introducción de más de cien páginas que constituye un análisis brillante y revelador, digno de figurar entre los grandes tratados sobre la cultura española de los últimos años. Con un estilo conciso y muy eficaz –tendente en ocasiones a la conmiseración–, el autor va desgranando la peripecia de centenares de archiveros, bibliotecarios y responsables de museos a lo largo de ochenta años. No es una historia de la Junta Facultativa ni un tratado sobre la problemática de la archivística en España, sino una disección, bisturí en mano, de la esencia y evolución de nuestras instituciones culturales. Llega en tiempos de especial maltrato a la cultura, de la que algunos se extrañan, como si no fuera una práctica con probada raigambre de la que sólo escapan breves periodos históricos. Sin duda invita a la reflexión.
“El frío y la humedad del local ha disminuido notablemente el número de lectores”, afirma el facultativo responsable de la Biblioteca provincial de Guadalajara en 1896. De seguir así el local, añade, no es posible permanecer en él mucho tiempo “sin exponerse a contraer alguna grave enfermedad”. El de Soria asegura en 1906 que tal es el frío que reina que sólo se puede trabajar en los meses de verano. La biblioteca Universitaria de Zaragoza comunica su cierre al público en 1863 “por haber sido declarada en estado ruinoso la sala de lectura en la que se hallaba colocada la Sección de Filosofía y Letras”. El jefe del archivo de la Delegación de Hacienda de Salamanca explica de 1897: “Es una temeridad hacer en él ningún trabajo, y sobre todo entrando la época de las lluvias me veré en la imperiosa necesidad de no poder penetrar en él”. En Palencia, según parte de 1907, se ha apuntalado el local, que amenazaba ruina.
Los libros procedentes de los colegios y conventos suprimidos, dice el jefe de la Biblioteca Universitaria de Salamanca en 1866, “se están perdiendo por falta de local donde colocarlos”. El de Tarragona, en 1882, se ha visto en la obligación de extraer y ventilar los volúmenes para “hacerles perder la gran humedad que habían recibido a consecuencia del fuerte aguacero que inundó uno de los salones de la Biblioteca”. Mucho más adelante, en 1933, el Esgueva, desbordado, entró en el Archivo de Valladolid y alcanzó los 80 centímetros de altura. En 1935 se informa de que se ha desplomado el techo sobre parte de los legajos en la Delegación de Hacienda de Zaragoza. En particular entre los facultativos destinados en las delegaciones de Hacienda, explica Pérez Boyero, cunde “la decepción, la irritación y el desánimo”, pues sus esfuerzos se vuelven baldíos cuando la plaza se queda vacante unos meses y los libros vuelven al desorden y a la suciedad. El de Sevilla se queja en 1936 de no encontrar tinta ni lápices ni cinta ni impresos, “ni aun el sello correspondiente”.
La lectura de los partes trimestrales ilustra la heroica lucha de los funcionarios del Cuerpo por llevar a cabo su misión. La colocación de obras en la Biblioteca Provincial de Lérida da lugar en 1905 “al hallazgo de cuatro incunables que estaban confundidos entre las obras no catalogadas”. El facultativo de la Biblioteca de la Universidad de Zaragoza relata en 1866 que gracias a un viajante francés ha podido hacerse con un diccionario biográfico y una geografía universal, pagaderos en tres plazos. “Mucho he sentido el dejar para lo sucesivo una obligación a la biblioteca, pero la escasez de fondos no permitía hacer el pago de vez”, añade. El jefe de la Biblioteca de Bilbao aprovecha un viaje a Madrid para adquirir 43 volúmenes de bibliografía. Como en nuestros días, los bibliotecarios carecían de fondos para nuevas adquisiciones, pero Pérez Boyero señala una excepción significativa: “Durante la Segunda República, en acusado contraste con las etapas precedentes, los sucesivos gabinetes republicanos aprobaron un incremento sustancial de los presupuestos para adquisición de libros con destino a las bibliotecas públicas”.
Los responsables de los museos arqueológicos se quejan de que los peones “ocultan mañosamente cuanto sale” en las excavaciones y no cuentan con medios para combatir estas prácticas. En una memoria de finales del siglo XIX, el director del Museo Arqueológico de Valladolid, afirma: “Con una consignación tan mezquina como la asignada (750 pesetas), poco puede hacerse”. El de Murcia recuerda, en 1932, que la inmensa mayoría de la población desconoce la existencia del establecimiento, y estalla: “¿Qué objeto o colección puede comprarse, qué vigilancia seria establecer, qué excavaciones verificar? (…) El Museo, que tan amplios horizontes tiene ante sí, ha de verlos a través de las rejas que le impone su penuria económica”.
Irónicamente, los archiveros no podían deshacerse de los papeles inútiles, pues los expedientes instruidos para este propósito rodaban por la Administración sin que nadie los resolviera. Los bibliotecarios advierten de las muchas sustracciones que no pueden impedir. Otro comenta, en 1896, que ha tenido que convencer a las autoridades locales de Jaén de que la biblioteca es de uso público y no sólo para los catedráticos del instituto. “Este Archivo”, dice el jefe de la Delegación de Hacienda de Salamanca en 1898, “por escasez de material se ve privado de poder cerrar convenientemente los legajos con sus cartulinas, etc., pues para tarjetones y cuerdas no bastan las veintidós pesetas consignadas”. Es conmovedor el escrito del jefe de la Biblioteca Provincial de Málaga en 1897: “…para que no sufra quebranto el servicio me veo obligado a sufragar de mi propio peculio los gastos de papel, tinta, etc., así como los diarios que ocasiona la limpieza, los de los libros que semestralmente envía en cajones el Depósito del Ministerio de Fomento y los paquetes certificados que todos los meses remito a la Biblioteca Nacional en cumplimento del decreto llamado de Impresores (…) comprenderá V.I. que un modesto funcionario no puede atender a dispendio diario para oficina del Estado”.
Inventario del fondo documental de la Junta Facultativa de Archivos, Bibliotecas y Museos
Archivo de la Delegación de Hacienda de Gerona (1900)