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Ardillas a las nueces

Suena Spirit on the water,

de Bob Dylan

 

 

A lo largo de los últimos tres lustros Peter Bogdanovich ha dirigido un documental sobre el músico Tom Petty, una tv movie sobre la malograda actriz Natalie Wood y apareció, caracterizado como terapeuta en la serie televisiva Los Soprano, de la que dirigió un capítulo, pero han sido los cineastas Wes Anderson y Noah Baumbach, en calidad de productores ejecutivos, quienes han sacado del ostracismo al otrora venerado y reconocido cineasta cuyo último largometraje fue la estimable El maullido del gato (The Cat’s Meow, 2002) y que ahora nos ofrece Lío en Braodway (She’s funny that way, 2014). Tras ella queda una filmografía con algún título celebrado, y que incita a la nostalgia, como La última sesión (The last picture show, 1971) y muchos, demasiados, tropiezos de los cuales no vale la pena acordarse, aunque sí reivindicar la meritoria continuación, dos décadas después, del film mencionado, una cínica y lúcida Texasville (ídem, 1990) que invita a un programa doble.

 

Esa mencionada nostalgia es la misma que se apodera del propio Bogdanovich y en la que parece, incluso, querer instalarse cómodamente, cuando su última película remite muy a las claras a las antiguas screwball comedies, y concretamente invoca el espíritu de uno de sus mayores exponentes, el maestro Lubtisch –la referencia a una expresión (“echarles nueces a las ardillas”) que funciona como leitmotiv y que aparece en una de sus obras maestras, El pecado de Cluny Brown (Cluny Brown, 1946).- Nada de esto resulta novedoso para los que hemos seguido a Bogdanovich, incluso en los años en los que ya no era lo que prometía, cuando pertenecía a esa generación del Nuevo Hollywood junto a Scorsese, Coppola, Cimino, etc.

 

 

En su filmografía encontramos una deliciosa y reivindicable joya, ¡Qué ruina de función! (Noises off, 1992), en la que la comedia de la vida se enreda con el teatro en un inteligente y divertidísimo juego de espejos, y si retrocedemos a su mejor época nos acordamos de su intento de reactualizar La fiera de mi niña (Bringing up baby, 1938), de Howard Hawks , en ¿Qué me pasa doctor? (What’s up doc?, 1972), con esa imposible pareja formada por Barbra Streisand y Ryan O’Neal. Así pues, Bogdanovich, lejos de reinventarse como otros compañeros de generación, Coppola, por ejemplo, o el brutal William Friedkin, entre la tozudez y la nostalgia, insiste en ese tipo de cine que a él le gusta, y tanto le recuerda a su añorada época de Hollywood.

 

No ha de resultar extraño, entonces, que en un sorprendente cameo, y como si surgiera de la nada, Quentin Tarantino aparezca en el desenlace de Lío en Broadway. Un gesto en el que Bogdanovich parece erigirse en el puente que reúne a Lubitsch con los nuevos maestros del cine americano –cada uno a su manera-, de Tarantino a Anderson pasando por Bauchman. Bogdanovich, padre e hijo a la vez; él mismo que nos acercara a Orson Welles, Fritz Lang y John Ford, a través de libros, entrevista o documentales, se deja querer por cineastas no tan alejados de su propia idea del cine como a priori pudiera parecer.

 

 

 

Y sin embargo, algo nos avisa de que la repetición de la fórmula podría no funcionar cuando por momentos tienes la sensación de que lo que estás viendo es una película de Woody Allen; eso sí, sin los tics habituales, y ahora ya tan cansinos, de este. Puede que la presencia de Owen Wilson provoque el repentino malentendido. El vaivén se supera porque Bogdanovich sabe evitar que el mecanismo se oxide y todo chirríe haciendo que este funcione de forma acelerada, sin ofrecer respiro, a no ser esos breves momentos en que la protagonista es entrevistada. Los diálogos se suceden de forma atropellada, los malentendidos se acumulan; Bogdanovich va al límite y convierte, conscientemente, la vida en un escenario teatral. Y tiene la honradez de no pretender emular el famoso “toque Lubitsch” aunque no puede evitar incluir la secuencia de la citada El pecado de Cluny Brown, como si tuviera que dar explicaciones, como si tuviera que hacerse entender, temeroso de ser un cineasta añejo cuando en realidad se muestra jovial, travieso y cínico jugando con su particular tren eléctrico.

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