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Ardtrasna


Se llamaban Rooney, McGowan, Boyle, McDonagh. Charles Rooney, de ochenta años, casado, sin ocupación, no sabía leer. Su hijo Charles, de 28 años, granjero, soltero, sí sabía leer. Margaret McSharry, sirvienta, de cincuenta años, soltera, sabía leer pero no escribir.

 

Vi sus nombres en un censo de 1901 que me encontré en el estudio de un amigo pintor. El estudio estaba en una vieja rectoría, muy cerca de Ardtrasna, en el oeste de Irlanda, donde pasamos un verano frío y lluvioso que fue uno de los mejores veranos de mi vida. Alguien se había empeñado en copiar aquel censo en un cuaderno de asientos contables. El papel estaba amarillento y tenía manchas de moho, pero la mayoría de las páginas estaba en buen estado. Quizá lo había copiado, en una tarde aburrida, uno de los curas que habían vivido en aquella rectoría, tal vez el mismo que hizo el censo en la comarca, o que ayudó a hacerlo a los funcionarios enviados desde Dublín. Por alguna razón, aquel cura quiso quedarse una copia del censo y la guardó en un cajón de su rectoría, sin saber que estaba escribiendo una novela en fragmentos que yo también iba a leer, en otra tarde aburrida, casi cien años más tarde. Y allí estaba Owen McGlone, soltero, católico, de seis años, que sabía leer. Y su madre, Catherine McGlone, casada, de 40 años, que no sabía leer. Owen McGlone había nacido en 1895, el mismo año que Robert Graves. Quizá logró vivir muchos años, hasta 1985, igual que Graves. O quizá se murió muy poco después de haber sido censado –»soltero, católico, seis años, sabe leer»- y murió de una escarlatina una mañana de 1906. Quién sabe.

 

Pero lo importante era que aquellos nombres que ya nada decían a nadie a mí me decían muchas cosas. Ellos habían vivido en Ardtrasna, y quizá sus bisnietos y sus tataranietos, si no habían emigrado a Inglaterra o a Australia o a Estados Unidos, seguían viviendo en las pequeñas granjas llenas de humedad, frente a los setos llenos de fucsias y zarzamoras, en cualquiera de aquellas colinas donde se oía el ruido de un tractor que se había quedado atascado en el barro.

 

Ardtrasna. No conozco una palabra más bella en ningún lenguaje humano. Todas las mañanas pasaba volando un ratonero por delante de nuestra casa. A veces el ratonero se ponía a volar delante de nuestro coche, a muy poca distancia del suelo, como si nos quisiera guiar hacia algún lugar que sólo él conocía. Había un cementerio de coches cerca de nuestra casa, y en julio los granjeros de la comarca recogían el heno y lo empacaban y luego iban a tomarse una cerveza con las botas llenas de estiércol de vaca. Aún recuerdo el ruido de las cosechadoras en la granja de nuestro vecino, al que veíamos comer a veces en el pub Laura´s, el único pub de nuestra región. Teníamos cerca un pequeño supermercado en el que no había casi nada, y los días de sol (tan escaso aquel verano), el hijo retrasado de los dueños se sentaba en un banco, frente a la carretera, y se ponía a mover las piernas hacia delante y hacia atrás y le sacaba la lengua a todos los coches que pasaban. El chico se llamaba Michael. No sé por qué, siempre que lo veía me acordaba de Owen McGlone, sólo que Michael, que también era soltero y católico, no sabía leer.

 

Hoy hemos tenido un día de clima irlandés.

 

-Mira, un cielo irlandés –le he dicho a mi hijo esta mañana, mientras le señalaba esa luz como de acero fundido que sólo es posible ver en Irlanda.

 

-¿Qué es irlandés? –me ha contestado.

 

Y entonces me he acordado de los Rooney, de los McGowan, de los Boyle y los McDonagh que había visto en el censo de Ardtrasna que alguien compiló en 1901. Y he pensado en Michael, el niño retrasado de los dueños del pequeño supermercado de Ardtrasna, que movía las piernas hacia delante y hacia atrás y sacaba la lengua a los coches que pasaban por la carretera. Y me he acordado del ratonero que volaba frente a nuestra casa a primera hora de la mañana, buscando ratones o conejos o ranas despistadas. Y me he acordado de la lejana silueta del islote de Innishmurray, que se veía en los días de sol (tan escaso aquel año, ya lo he dicho), donde vivió un centenar de personas hasta los años cincuenta, en que fueron trasladas a tierra firme. Y me he acordado de los setos de fucsias, y del sonido de la lluvia, y de la cabra que tenía Leland Bartwell en su casa de Cloonagh, donde aprendía gaélico mientras se quitaba el frío con un horno de carbón.

 

-¿Qué es irlandés?

 

Eso mismo me pregunto yo. ¿Y cómo se le puede explicar todo eso a un niño?

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