[El objetivo de este breve artículo no es realizar una crítica exhaustiva de la última película de Ben Affleck Argo, sino hacer hincapié en las implicaciones del prólogo que abre el filme. Tampoco es en absoluto una defensa del régimen tiránico de los ayatolás y su fanatismo religioso.]
Clara favorita para los Oscar según diversos medios especializados, Argo cuenta la muy hollywoodiense historia de cómo la CIA rescató a seis americanos escapados de la embajada estadounidense en Teherán durante la crisis de los rehenes de 1979-1980. La película está basada en una operación verídica, en la que los servicios de inteligencia se inventaron el rodaje de una película inexistente para sacar de Irán a seis empleados de la embajada –¿para cuándo una película sobre la turbia relación entre la CIA y Hollywood?-. Argo funciona incuestionablemente bien como thriller, con escenas muy bien rodadas y un pulso narrativo que nos deja sin uñas, pero cae en la misma zona gris amnésica que muchas películas sobre la desafortunada política exterior de Estados Unidos durante la guerra fría; ojos que no ven, corazón que no siente.
Dicha crítica no nace de la convicción de que toda película que ocurra en un contexto socio-político concreto haya de posicionarse, sino precisamente del torpe posicionamiento inicial del filme, donde una sucesión de viñetas e imágenes de noticiario nos explican como a niños de cinco años (en dos minutos) el contexto histórico de la revolución islámica. El derrocamiento del gobierno democráticamente electo de Irán por parte de Estados Unidos en 1953 (y en la que cierta materia prima negruzca tuvo todo que ver) y la imposición del régimen corrupto y torturador del Sha queda fijado por tanto como materia mítica, cuento ilustrado para que los niños entiendan que “una vez fuimos muy malos, pero que se trata de agua pasada”.
Una vez cumplido el trámite con el que los sectores “liberales” de Hollywood podrán sentirse cómodos con el resto de la película, Argo abandona el formato cómic y nos presenta el “verdadero” drama; la historia de cómo seis empleados de la embajada norteamericana escaparon de las turbas enfurecidas de iraníes, con una operación de película, de esas con las que cierto sector de la población norteamericana asocia su historia (al fin y al cabo la ficción siempre resulta más atractiva que los hechos). Una historia repleta de mitos, de John Waynes que les libran de los sanguinarios indios, Jack Bauers que evitan atentados terroristas a dos manos y Schwarzeneggers que luchan en la jungla contra los comunistas. Pero también una historia peligrosamente vacía de imágenes de las víctimas de la política exterior norteamericana. Al fin y al cabo parece que en el mito no hay espacio serio para los iraníes torturados bajo el Sha, los desaparecidos en Chile, El Salvador, Nicaragua, Argentina, Vietnam, Corea, Irak, las víctimas diarias de drones en Pakistán y un largo etcétera que se merece mucho más que cuatro viñetas a modo de prólogo, o al menos la decencia de no intentar maquillar el mito de “lo malos que fuimos y ya no somos” con un anzuelo que la academia de cine aparentemente se tragará de pleno.