El cuerpo musculoso de una clavadista, congelado un instante en el aire mientras se lanza al agua fría de la piscina, es la foto fija de un ejercicio de precisión, una célula extraída del tejido de lo perfecto. Es la imagen que ilustra la cubierta de Ariles, el último poemario de Ernesto Hernández Busto, y la poética del libro:
“Algunas tardes me paro a verlas frente a la piscina. Son dos, y por el parecido se diría que hermanas. Ensayan desde el mástil de cemento, una y otra vez. Ajenas al clima: lo mismo un día radiante que otro con cielo preñado y dramático. La caída perfecta es el rito sagrado de estas criaturas de sangre fría. Monótonos preparativos antes del temblor de unos segundos en los que también yo, a distancia, contengo la respiración. Cuerpos robustos, germánicos, donde la potencia ha domado la gracilidad, si es que alguna vez existió. Músculos de una adolescencia sacrificada demasiado aprisa. Pero las clavadistas no parecen interesadas en su aspecto: son sacerdotisas de una secta, vestales que comunican acciones incompatibles para los no iniciados: surcar el aire, hundirse en el agua. Otra belleza, consagrada a otros dioses. Dos, tres, cuatro horas en lo mismo: preparación, impulso, salto, pirueta, desplome, zambullida, escalerillas… Al caer la tarde salen cargadas con sus mochilas inmensas, el pelo medio mojado (rubias con las marcas reconocibles de muchos años de trato con el cloro), los ojos esquivos, también amarillentos, y esa distancia definitiva del mundo: cierto desconsuelo o tristeza inexpugnable, como niños de circo o animales abandonados”.
Tal vez sea esta una definición del arte: buscamos la perfección, la belleza, el absoluto, el acceso al deseo sepultado, la experiencia poética del instante, antes de volver al olor a cloro, al agua fría, a los ojos rojos de tanto entrenamiento en un fluido frío.
Ernesto Hernández Busto es un clavadista de la tradición, y en sus ariles hay un juego de piruetas con los legados de la antigüedad –desde el taoísmo hasta la música renacentista–, y de una tradición contemporánea en la que caben Emily Dickinson o Joseph Brodsky. En el extremo opuesto a la visión del artista como genio tocado por lo divino se encuentra la del autor que se sabe eslabón de una genealogía que lo supera y lo abarca, lo vigila y lo empuja, lo arropa y lo apadrina en el quehacer errabundo de la escritura –y la traducción– poética. En Ariles hay una profunda veneración de esa genealogía literaria que nos constituye, pero también una propuesta de careo cercano con esos hombres y mujeres que preceden cualquier acto de escritura poética; una conversación en la que se examina el tuétano de lo viviente; un juego que actualiza, versiona y (re)crea con la seriedad que requiere el juego más puro: el del arte, siempre ligado al de la vida.
Al mismo tiempo, en Ariles encontramos una variante de lo que Pierre Hadot ha llamado la filosofía como forma de vida: la búsqueda de unas claves que ayuden a desbrozar la existencia. Ernesto Hernández Busto se acompaña en su búsqueda de esa comunidad de hombres y mujeres que pensaban a través de lo poético, y les dedica una sección fundamental del libro, ‘Disfraces’, que contiene versiones, traducciones y homenajes a poetas clásicos de las tradiciones occidentales y orientales (poesía sánscrita, china, japonesa). Disfraces que son máscaras que son vehículos para una voz que se deleita en la distorsión sin perder su idiolecto y sin dejar de ejercitarse en esa sujeción en el aire.
“El título del libro es un regionalismo mexicano que se usa en el sur de Veracruz como sinónimo de sueños o, más bien, de ensoñaciones”, explica el autor; con él se designan “tanto los soliloquios de personas que vagan por el campo como el estado de alucinación de los marineros después de muchos días de no ver tierra firme”. Se trata de unas ensoñaciones que, según Antonio García de León, “mantienen encendido el resonar de nuestros recuerdos más íntimos y ancestrales, esas verdades antiguas que brotan cuando la conciencia se acerca a lo universal”, donde lo universal es ese gozo de danzar en el aire durante –eso sí– unos segundos, de tocar el absoluto y agarrarlo justo antes de volver a sumergirse en el líquido frío, desangelado y con olor a cloro que es la cara más áspera de la vida.
En ese momento de suspensión no se mira ni hacia delante ni hacia atrás. El instante es aquí el morfema del tiempo, la unidad mínima de significado, y tal vez la única que merece la pena guardar, como ese rayo de luz de luna que brilla unos segundos en el ojo de un besugo que se ha pescado en la noche:
“Tres lentas horas líquidas
estuvimos callados:
apenas nos veíamos las caras.
De vez en cuando oía un chapoteo,
ruido sordo del remo
o coletazo,
unas olas rindiéndose a otras olas.
Al fin algo picó:
sacamos al besugo
y ese tiempo de vuelta hacia la costa,
un reflejo de luna
permaneció en sus ojos.
Nadie pensó en soltarlo:
era el único pez,
la última noche,
la luna nueva”.
Es también la luz que se cuela por la rendija de la pared en la cabaña de Koang Heng, aquel estudiante chino sin recursos que lee a la luz del vecino; un ladrón de luz que invita a ser pensado como trasunto del poeta:
“Por una grieta
robo la luz sobrante
de mi vecino.
Toda la noche en vela,
leyendo de prestado”.
El libro está dividido en cuatro partes: ‘Ariles’, ‘La grieta’, ‘Disfraces’ y ‘Notas’. Los dos primeros son textos, reflexiones, ensueños en prosa, microensayos líricos o poemas rimados de acuñación propia. La tercera son esas versiones, traducciones y adaptaciones a las que me he referido ya. La cuarta contiene las notas sobre las tres primeras, esas “notas a pie” que aquí se convierten en un propio género literario porque no solo aclaran, amplían o desarrollan, sino que incluyen también juegos, investigaciones literarias, reflexiones del autor y de su relación con la tradición, como en la historia tras el texto de la víbora, que serpentea desde la torre de Montaigne hasta las cuerdas de Caetano Veloso…
Los ariles son también ensueños sonoros que se leen con el oído. Se escuchan en el recuerdo de la música cubana, de Bill Evans y su Beautiful Love, o en la música antigua, barroca y renacentista, como en Les barricades mystérieuses –poema homenaje a la obra de François Couperin–, o en la villanela del eclipse, una estrofa de endecasílabos rimada que contiene la búsqueda infructuosa de una verdad definitiva.
“De poco sirven las explicaciones
porque las nubes cubren las visiones
del sol huyendo hacia la sombra esquiva
donde nada es verdad definitiva”.
Entre los convidados a esta gran conversación se puede imaginar a John Donne y su sonrisa oblicua del reconocimiento, la de quien se siente a gusto en la paradoja barroca, elemento medular del libro. En ‘Espadas, agujas, pinceles’ se cuenta que “los samuráis pensaban que las espadas tenían alma”, que “las costureras japonesas pensaban que sus agujas también tenían alma”, que “para lo calígrafos, las plumas y pinceles tienen alma”; acto seguido, el autor despliega su paradoja: “me pasa con el Tao que siempre me da risa”, “el Tao son cosquillas”, “el Zen me aburre”, pero “esas fiestas de agujas y pinceles/ ¿quién no quisiera creer en todo eso?”, quién no quisiera creer, como un samurái, que las espadas tienen alma; como un calígrafo, que los pinceles tienen alma; como una costurera japonesa, que sus agujas tienen alma. Quién no quisiera asestarle a la lógica una puesta de sol o una certeza animista con la que silenciar los gritos de aquella y hacerse permeable a la inteligencia de la grieta. Frente a esa “virtud rotunda”, afirma Hernández Busto que
“Son las imágenes las que convencen siempre,
el mundo es utensilio de la imagen,
la gastada memoria de una imagen
que gobierna el camino del pincel
y la columna de humo sobre el cielo”.
En este tratado de la paradoja, en este libro contenido, tenso e intenso como las piernas de las clavadistas o como una escena de Wong Kai-War, hay también un poema-homenaje a Joseph Brodsky, de cuya obra es traductor Hernández Busto. ‘Monumentos’ es eso y su contrario, una serie de materiales con los que seguir erigiendo lo paradójico, puesto que recoge “monumentos a cosas que no se produjeron/ o al acontecimiento que no tuvo lugar”, como “las guerras sanguinarias que no estallaron nunca”, “la orgía de los santos”, “la fe del escolar”, “al hermano menor que no quiso el poder” y, muy notablemente, “a los hijos que nunca repitieron la ruta del dolor”. Instantes, ariles, paradojas, ensueños.
En otro momento acompañamos a la voz poética en un paseo por el cementerio de San Michele, en Venecia, entre Ezra Pound, Diaguilev o Stravinksy, miembros de honor de esa tradición en la que también hay jerarquías: los privilegiados son los no olvidados, los “consentidos por el oficio de la memoria”, frente a los olvidados, que están “doblemente muertos”. Y es que la vida es un partido de tenis en el que siempre perdemos contra el olvido, escribe Hernández Busto en otro lugar. Ganar esos puntos, llegar al tie-break, jugar otro set desgañitándose y corriendo por el mero deleite de lanzar de nuevo la pelota, ser un Sísifo –por instantes– feliz.
La tonalidad poética que hilvana esta suerte de fenomenología del instante tiene la melancolía en su ADN porque es consciente de la insuficiencia de su tejido constitutivo: los instantes de absoluto, ese acercamiento de la conciencia a lo universal, no pueden quedar recogidos en el lenguaje. “Qué alarde”, “qué equívoco, pretender guardar algo en una bolsa de palabras”, leemos aquí. Dicho de otra manera, no se gana el partido contra el olvido golpeando el aire con palabras. Toda escritura es, pues, un errar en las dos acepciones del término: la de caminar sin rumbo y la de la equivocación. Tal vez somos solo eso cuando escribimos, vagabundos del error.
Este libro, tejido con la discreción y el silencio de quien no quiere pisar una vida que fluye, aspira a erigir una poética del ensueño mientras sabe que, frente al ruido, “al fondo, indiferente, asoma un pájaro, oscuro y solitario, como el asa de una cafetera”.