La Baja Borgoña era uno de los nombres que recibió en la Alta Edad Media la antigua Provenza romana. Recordemos que el corónimo “Borgoña” procede del nombre de la tierra de los antiguos burgundios. Hugo de Arlés cedió en el año 933 el Reino de Provenza a Rodolfo II de Borgoña a cambio de la renuncia de este a la Corona de Italia. De la unión del reino de la Alta Borgoña y del reino de Provenza o de la Baja Borgoña surgió un nuevo reino, el Reino de Arlés o Arelato, una de las coronas que tradicionalmente ceñía todo emperador del renacido Sacro Imperio Romano: la de Germania (o Alemania), la de Italia y la de Arlés. Aunque dejó de ser común que los emperadores acudiesen a la ciudad de Arlés a recibir la corona y que está se acabó convirtiendo en puro símbolo sin contenido real, algunos emperadores como Federico I Barbarroja o Carlos IV de Luxemburgo aún acudieron a Arlés a ser coronados en su catedral, San Trófimo. Y en San Trófimo se casaron el 2 de diciembre de 1400 Yolanda o Violante de Aragón y Luis II de Anjou, Rey Titular de Nápoles y Conde de Anjou y Provenza. Ambos habían sido prometidos por sus familias para tratar de resolver las disputas por el Reino de Sicilia entre las casas de Aragón y de Anjou que desencadenaron las Vísperas Sicilianas. Yolanda, una extraordinaria mujer medieval, llegó a ser conocida como “la reina de los cuatro reinos” por su derecho a llevar la corona de Sicilia, Jerusalén, Chipre y Aragón (aunque una interpretación excluye Chipre y considera a Nápoles y a Sicilia), cuando el trono de Francia, en plena guerra de los Cien Años, era de arcilla.
Fue grato regresar a Arlés. Mi memoria recordaba la anchura del curso del Ródano, de la que hablaba Dante, y aquella tarde que pasé allí hace ya mucho tiempo. Durante el trayecto en un tren nocturno desde Hendaya hasta Nîmes no logré conciliar el sueño, creo ahora que más por la excitación en la que me sumía –y me sigue sumiendo– cualquier viaje que por la incomodidad objetiva del camarote. El caso es que llegué a Arlés muerto de sueño y a pesar de mis ganas de ver tantas maravillas eché una pequeña siesta delante del anfiteatro romano, las Arenas de Arlés, donde Jan se quedó prendado de la arlesiana en L’Arlesienne de Bizet. Después naturalmente me fui a visitar las ruinas del teatro, la necrópolis y San Trófimo.
En el Infierno de Dante, al narrar la entrada en la tenebrosa ciudad de Dite, encontramos una sucinta descripción de la necrópolis de Alyscamps, “los Campos Elíseos”:
Como en Arlés, donde se estanca el Ródano,
o, como en Pola cerca del Carnaro,
que cierra Italia y baña sus confines.
también aquí abundan los sepulcros
salpicando el paisaje, si bien era
la sensación que daban más terrible
Dante Alighieri, Infierno, IX, 112-117
(traducción de José María Micó)
Las amplias aguas del Ródano separaban Francia del Imperio y tanto Avignon, aguas arriba, como Arlés, aguas abajo, quedaban en la ribera del Imperio. Siguiendo el curso del Ródano hasta su desembocadura se llegaba por esa vía natural de comunicación al Mediterráneo. El cabotaje de Roma a Provenza nos informa de que desde el Gradus Massilitanorum (el puerto de Marsella), subiendo por el Ródano hasta Arelate (Arlés), se navegaban treinta millas náuticas: «a Gradu per fluvium Rhodanum Arelatum mpm XXX». Arlés, además, estaba estratégicamente situada en la red de calzadas romanas que surcaban el sur de Francia camino de la península ibérica; por esa razón se convirtió en un importante punto de encuentro y albergue para los peregrinos que procedentes desde otras partes de Francia, de Alemania e Italia se dirigían por la red de caminos jacobeos hacia Santiago de Compostela. Algunas Chansons de geste, dada la profusión de tumbas de los Alyscamps a la que hacía referencia Dante, ubicaron aquí una importante batalla de las huestes de Carlomagno contra los sarracenos y las tumbas de algunos de los héroes de la epopeya de Francia caídos en aquella batalla.
Al finalizar nuestra visita nos detuvimos en el emplazamiento del antiguo foro de Arelate, en frente del café que frecuentaba Vincent Van Gogh durante su etapa arlesiana, Le Café la Nuit. Tanto Van Gogh como Gauguin pintaron aquel café, donde algunos desheredados de la fortuna iban a pasar la noche cuando no tenían otro techo. Así nos los cuenta Van Gogh en una carta a su hermano Theo:
Hoy probablemente intentaré el interior del café donde tengo una habitación, por la tarde, bajo las luces de gas. Aquí, le llaman un «café de noche» (son más bien numerosos), y están abiertos toda la noche. Los «vagabundos nocturnos» pueden encontrar refugio, si no tienen dinero para un alojamiento o si van demasiado ebrios.
Poco más pudo dar de sí aquella tarde arlesiana. Con la conciencia demoledora del paso del tiempo personal entre la eternidad de aquellas piedras y de aquella luz, tomamos el camino de Niza.