Los arquitectos españoles andan enfurecidos porque el borrador de la nueva Ley de Servicios Profesionales permite que algunos ingenieros (los que tengan competencias en edificación) puedan construir edificios residenciales, culturales, docentes o religiosos. Tanto el propio borrador de la ley como la ferocidad de quienes lo están atacando en las redes sociales son un reflejo de algo que desde aquí hemos comentado ya en otras ocasiones: la profesión de arquitecto, tal y como la conocíamos, tiene sus días contados.
Después de las vanguardias del siglo XX, desde que los tratados dejaran paso a los manifiestos, nadie sabe ya muy bien qué es la arquitectura. Quizás por ello sus protagonistas siempre han tendido a definirse por lo que no son: “¡No somos ingenieros, vamos mucho más allá! ¡No somos decoradores, vamos mucho más allá! ¡No somos constructores, vamos mucho más allá!”. El problema es que no terminan de explicar en qué consiste ese “más allá”, así que acaban habitando un limbo extraño y autocomplaciente, cuya razón de existir es —y pronto ni eso— meramente legal.
La realidad es que un porcentaje altísimo de los edificios construidos en España en los últimos 50 años son vulgares, mediocres, adocenados, y muchos además pretenciosos y soberbios. ¿Qué hay en ellos de exquisito y selecto? ¿Dónde está ese plus al que únicamente un arquitecto puede llegar? Si no existe por tanto tal extra , y puestos a dejarnos llevar por el sentido común y cumplir la estricta legalidad (es decir, que las cosas no se caigan, que todo funcione), sin duda es más vendible el rigor y el control de los ingenieros que la bipolaridad diletante de los arquitectos (que además al final casi siempre acaban necesitando a los ingenieros para levantar sus proyectos). Gran parte de los que hoy protestan contra el borrador de ley son estudiantes o recién egresados. Yo no los culpo por defender sus supuestas prerrogativas. Culpo al sistema educativo que los ha formado convenciéndoles de que lo suyo es cosa fina, algo aparte.
La educación no debe otorgar privilegios, sino capacidades para entender y mejorar el mundo en colaboración con los demás. Y eso exige una sintonía constante con las transformaciones que en él ocurren. La ciudad es el gran espejo de esos cambios y lo que en ella pasa nos concierne a todos los que la habitamos. Pensarla, proyectarla, edificarla, no puede dejarse sólo en manos de una o dos especialidades. Es preciso armar procesos participativos que pongan en común las necesidades y deseos de los ciudadanos con las distintas competencias profesionales capaces de hacerlos realidad. El proyecto y construcción de un edificio debería tener lugar a través de comités que integren distintas aproximaciones y sus respectivos compromisos. Regular ese proceso y sus criterios económicos tendría que ser el objeto de una verdadera ley de servicios profesionales consecuente con los cambios que se avecinan.
Afortunadamente hay un gran número de arquitectos que, mirando más allá de privilegios y orgullo de casta, han iniciado ya un camino distinto. Saben que tienen sitio —y mucho— en la sociedad actual, que todo es cuestión de humildad, sentido común y ganas de trabajar por un mundo mejor. Saben que estudiar arquitectura no es hacer ninguna oposición, que las noches sin dormir que han pasado sacando adelante una de las carreras más duras que existen no obligan a la sociedad a darles de comer, que el puesto hay que ganárselo siendo útil, respetando al ciudadano, reconociendo limitaciones, aprendiendo del que sabe más y enseñando al que lo necesita. Arquitectos que se ven a sí mismos como mediadores o cuidadores urbanos, que no lo basan todo en edificar, que construyen ciudad integrando ideas, personas y trabajo para hacer el mundo más habitable. Arquitectos que no sólo no temen sino que buscan con gusto la colaboración con otras disciplinas. Arquitectos convencidos de que el miedo al intrusismo lo inventaron los mediocres.
Boa Mistura. Proyecto «Luz Nas Vielas» en Vila Brasilândia, São Paulo, 2012.