Por extraño que nos pueda parecer, así denominaron los árabes recién llegados a la Península Ibérica las colosales calzadas que los romanos habían dejado a lo largo y ancho de la piel del toro como testimonio más elocuente de su estadía de seis siglos. El arabismo arrecife procede del árabe hispano arraṣíf y este del ár. clás. raṣīf, empedrado. En el Norte de España se suele llamar encachado a los tramos de calzada o carretera empedrados. En esos pagos el topónimo concha (Bárcena de Pie de Concha, Media Concha, Somaconcha, La Concha) hace referencia a un fragmento de calzada romana o las más de las veces a un camino medieval; en mi tierra a esos restos arqueológicos y a cualquier camino empedrado de cantos rodados, o cudones, se les denomina con el vocablo vernáculo encachado, voz que aparece en el DRAE con la marca lexicográfica Cantb., “propio de Cantabria”. También es común llamarlos boleras, camberas (voz dialectal para camino) “de los moros”, pues se les atribuía, como a cualquier tipo de resto arqueológico, una antigüedad legendaria, y en la memoria colectiva, principalmente a través del folklore y del romancero, había más referencias a la civilización islámica de Al-Andalus que a la romana. Cosas de moros, pues. Arrecifes.
En el DRAE se recoge una 3ª acepción para arrecife producto de una metáfora, “banco o bajo formado en el mar de por piedras, puntas de roca o poliperos, principalmente madrepóricos, casi a flor de agua”, porque eso es lo que semejaban precisamente: un camino empedrado sobre la superficie del agua. En el Caribe la palabra se especializó para denominar a un acantilado o un farallón.
El nombre que los árabes dieron a uno de los arrecifes que se encontraron a su llegada a la península ibérica, una de las más importantes calzadas romanas que cruzaban la Hispania Romana de un confín a otro, ha dado lugar a una etimología popular que despista mucho a quienes hacen turismo por Extremadura: me refiero a “La Vía de la Plata”, que además designa a una autovía que cruza España desde Asturias hasta Andalucía, desde Gijón a Sevilla, discurriendo de modo casi paralelo a la primitiva vía romana, pasando por por Astorga, Zamora, Salamanca, Cáceres, Mérida y Sevilla, todas ellas antiguas poblaciones romanas, un recuerdo de cómo las huellas de Roma siguen configurando nuestro territorio y nuestro paisaje. Y muchas más cosas.
Los árabes denominaron a esta importante ruta ―no les debió de sorprender: ya se habían encontrado calzadas así en Siria y en el Norte de África, regiones profundamente romanizadas― al-Balat, es decir, “el camino empedrado”. A los oídos de los hablantes de lenguas romances que no sabían árabe la palabra les debió sonar parecida a “plata”, por lo que no ha de sorprendernos que ya a antes de comienzos del siglo XVI, como se documenta en las obras de Nebrija y Cristóbal Colón, se conociera a ese camino ―en perfecto estado aún, como la mayor parte de las vías romanas, auténtico prodigio de la ingeniería romana que sigue pasmando a los ingenieros de caminos― como “La Vía de la Plata”. Y así, de la misma manera que amplios tramos de ella han llegado hasta nosotros intactos después de dos milenios que se dice pronto, ha llegado hasta nuestros días el nombre que los árabes dieron a aquella ruta vital de comunicación que ha vertebrado España desde comienzos de la Era Cristiana. Eso sí, al César lo que es del César: los árabes nunca consideraron que aquel camino fuera argentino, o sea, de plata. En él vieron de un modo poético que nos conmueve las rocas de un arrecife que asomaban tímidamente su cabeza del agua.