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Mientras tantoArriba parias de la Tierra

Arriba parias de la Tierra


Vaya madrugada que tuve la pasada. De seguir así, alcanzo la nueva normalidad en un par de días y al tercero soy carne fétida para los perros, que en el futuro pulularán extraviados y enloquecidos por el paseo marítimo de mi ciudad accidental tras intercambiar opiniones y previsiones con Kristalina Georgieva, Christine Lagarde, Angela Merkel y nuestra Nadia Calviño. Las cuatro féminas que dibujan en mis sueños la apocalipsis financiera. Ellos, también hacen sus cálculos, sus estimaciones a través de sus organismos caninos internacionales y esbozan una sonrisa taimada ante lo que se avecina.

Creo que eran las 3.43 en el reloj digital de mi móvil, que suelo dejar sobre la mesilla junto a la pila de libros durmientes, cuando me despertó una música que venía del pasillo. Era Él, quien a capela cantaba la Internacional en tributo de esta atípica festividad del primero de mayo telemático. «Arriba parias de la Tierra, en pie famélica legión». Sin pedir autorización previa y desprotegido de cualquier mínimo equipo sanitario encendió la luz del dormitorio y gritó eufórico: «En pie, cobardín, que tenemos el virus controlado y que gracias a mí especialmente este país no lo va a conocer nadie en un año merced a las ayudas y las reformas estructurales que estamos ya poniendo en marcha. Yo, primero, y también el Conducator, ése al que tu llamas despectivamente «mi gobernante». Ándate con cuidado, enano, que te estamos vigilando y tenemos pillados tus movimientos».

Es verdad, pensé, que había motivo para ser un poco más optimista tras el descenso del número de contagiados y de muertos, pero Calviño me había anunciado por la mañana unas previsiones macroeconómicas escalofriantes, que podían alargar la cola de desempleados a más de cinco millones, superando las estadísticas de la Gran Recesión de 2008. Ahora, a esta catástrofe la han bautizado los santones de la prensa, la Gran Reclusión.

Opté por no decepcionarlo. Y hasta temí un poco si me atrevía a abrir la boca. Él dispone ya de todos mis datos, de mis debilidades y de mis aficiones. No nos conocemos tanto y nunca se sabe cómo puede reaccionar el otro, cuando se presenta cantarín y eufórico y tú, rata cobarde y equidistante, te pones en plan de aguafiestas y le desmontas la alegría.

Volví a preguntarme cómo rayos el soñador Vicedós había conseguido hacerse con un juego de llaves del portal y del piso. Nada dije para evitarme así su cargante chascarrillo de «se dice el pecado, pero no el pecador». Y por ahí no paso. Las ironías en mi casa las impongo yo. Y las reglas también, aunque viva en una cueva sin la agenda de contactos de antes y con unas peculiares ratazas neoyorquinas, que aparecen y desaparecen de madrugada en la cocina para jugar tranquilamente al cinquillo mientras en el fregadero un pequeño grupo de crías cantarinas entonan el Resistiré, canción de moda, aun sabiendo que aquí no va a resistir nadie.

«Oye, me he permitido echar un vistazo a tu biblio», me dijo sonriente. Observé que llevaba dos o tres libros bajo el brazo derecho. «No, no tío, no te los he cogido. Son míos. Te los traigo para que así nos conozcamos un poco mejor. Yo quiero ser amigo tuyo. Algunas similitudes tenemos aunque no lo creas. Eres un peculiar pequeñoburgués desnortado, pero romántico como yo y con aires de ácrata. Te entiendo, de veras. Yo también viví en Bolonia y me enamoré pazzescamente de una ayudante del profe de Derecho Político. Tengo entendido que tú también. Claro, no de la misma, sino de una joven universitaria, porque tú ya eres un viejales y yo estoy en la flor de la adultez aunque ya he cumplido los cuarenta tacos».

Dicho esto, con una sonrisa pícara y un tanto vanidosa, me puso sobre la colcha cuatro libros. Me levanté y tímidamente cubrí con un albornoz mi pijama de primavera. No era casual que el primero de la pila era su tesis doctoral sobre los movimientos antisistema en los noventa en Italia. Le eché un vistazo rápido. Había obtenido máxima nota cum laude. Los otros, ciertamente, no me sorprendieron gran cosa: «Qué hacer», de Vladímir Lenin, «La enfermedad infantil del izquierdismo en el comunismo», del mismo autor, «Dieciocho Brumario», de Karl Marx y otro, que no me sonaba de Ernesto Laclau, el padre espiritual de Vicedós y de otros dirigentes y fundadores de su grupo.

Pensé que si la amistad que me ofrecía florecería a través de esas obras estaba listo. Ya las leí durante mi militancia maoísta. Me sirvieron en su momento para calmar mis calenturas de juventud, para pretender explicar aquello que no se podía explicar y para sustituir una religión por otra. Luego ya me hice mayor, aunque no maduro, y preferí confundirme aún más pero con autonomía propia. De todos modos, como chico educado que sigo siendo, le agradecí el regalo y le prometí leer con atención su tesis doctoral.

«He visto que tienes en la biblio libros sobre el terrorismo italiano de los setenta y del movimiento de los autónomos», me apuntó haciéndome señas para que fuéramos al salón. «A mí también ese fenómeno me ha interesado siempre mucho. No me malinterpretes. Yo no puedo jamás estar de acuerdo con el secuestro y el asesinato del líder democristiano Aldo Moro ni con la mayoría de las acciones terroristas de las Brigadas Rojas, pero simpatizo con el pensamiento de Toni Negri, de sus ideas postmarxistas, y con la protesta de los autónomos, decepcionados y contrariados por el entreguismo y el pactismo de Berlinguer y de su partido comunista con la Democracia Cristiana», sentenció sin un mínimo respiro.

Le miré fijamente a los ojos y me llevé las manos a la cabeza, no por lo que acaba de manifestar sino porque noté que comenzaba a dolerme otra vez. A este peculiar individuo, pensé, le importa un bledo si estás durmiendo o no, si estás eufórico o deprimido, si te apetece oír música o no. Si quieres comer o no. Él entra, se mueve, se sienta, se levanta, te observa con el ceño fruncido, se quita la chaqueta que acaba de comprarse en Zara y te empieza a hablar de sus lecturas, de sus películas favoritas, de sus enamoradas, de aquellas a las que conquistó y otras que lo rechazaron. Y a veces hasta se emociona y reprime malamente un par de lágrimas y se levanta y pone, aunque sean casi las cuatro de la mañana, a Sting y eso de «How fragile we are» con peligro de que el vecino se vengue de mis protestas neuróticas y aporree mi puerta.

«Oiga, señor Vicedós, perdóneme si le hago una pregunta directa: ¿realmente cree en lo que dice? ¿Piensa que lo va a conseguir, que se lo van a permitir?», apunto sin pizca de ironía y con voz suave para no despertar a los de abajo.

«Rata, más que rata de alcantarilla. Para empezar eres un cursi por darme de usted. Sé que lo haces aposta para provocarme, para marcar distancias entre un roedor pequeñoburgués ilustrado y un honesto e idealista político progresista como yo», respondió con una mirada furiosa.

«Ya te dije el otro día, que yo no quiero perpetuarme en la política, que aspiro a poder jugar con mis hijos y a escribir novelas como Crimen y castigo. Sé que te ríes, cerdo y enano burgués, pero sé que si me lo propongo puedo llegar a ser el Dostoievski del siglo XXI o incluso superar al atormentado Fiódor».

Se hizo un largo e incómodo silencio en el salón. Quizás pensó que se había excedido en sus expectativas. Yo nada dije tampoco. Se levantó, tocándose con sus manos las perneras de los vaqueros oscuros y confesó: «Siempre es un placer hablar con gente educada como tú, aunque en otros tiempos te habrían hecho un juicio sumario y condenado al fusilamiento por revisionista y traidor. Y yo habría firmado la sentencia.Si te portas bien, otra madrugada vengo acompañado con un tipo que intuyo te suscitará curiosidad para escribir una de esas memeces que haces a diario».

 

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