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Arritmia

Contar lo que no puedo contar   el blog de Joaquín Campos

 

La verdad es que la sueca era intransigente: “O tres o no te pago”. Por lo que en medio de la negociación, y cuando tras el segundo polvo casi caigo exhausto, me refugié en el baño haciendo como que me enjuagaba el glande cuando realmente hurgaba en mi pantalón yéndome de cabeza a por una ración de Cialis. Como el alcohol hacía mella en el listón que Ruth me había puesto, redondeé la hazaña tragándome una segunda dosis, que para los que tomamos a menudo no suelen traer graves consecuencias. A eso de los diez minutos la penetré por tercera y no última vez. Ruth me arañaba y me recordaba, entre gemido y alarido, que cumpliría lo pactado. Luego nos dormimos. Como anestesiados.

 

A mí dormir con desconocidas me está empezando a ser más necesario que hacerlo con conocidas. No sé. Esa emoción incalculable de despertarme en medio de la madrugada en casa ajena sin saber dónde estoy, ni quién pernocta a mi lado, ni casi cómo me llamo. A los veinte segundos suelo recordar todo salvo el camino hacia el baño y cómo había decorado Ruth su apartamento, sito en el BKK1, el jardín con mansiones que necesitan algunos expatriados para vivir a salvo en un Phnom Penh infectado de ellos. La hostia fue monumental. Creo que tiré una especie de jarrón imbécil –como suelen ser todos los jarrones que decoran– que se hizo añicos en una preciosa toma en negro. Lo caótico del momento fue que Ruth ni se despertó. Aviso a navegantes para todas aquellas señoras que tras beber a espuertas exigen maratones sexuales que las transportan a un limbo de imposible acceso.

 

Busqué el interruptor de la luz mientras caminaba como un faquir sin entrenamiento cuando al encontrarlo me planteé que si Ruth hubiera muerto, con mis descalzos pies ensangrentados dejando huellas en aquel mármol ultra blanco, habría sido el sospechoso habitual.

 

Ya en el baño me enjuagué los pies que no paraban de sangrar. Aproveché para mear sobre los mismos, que no recuerdo en cuál pero hace años que vi uno de esos reportajes televisivos en donde miembros de una tribu lejana –las tribus, como nosotros para ellos, siempre están muy lejos– se orinaban en las manos para sanarse las heridas. Tras ese detalle sin prever, tomé una ducha completa y medité sobre la medida de mi miembro, que siempre que se ejercita bajo los efectos del dopaje, y sin necesidad de padecer una erección, muestra una talla increíblemente digna: de esas que te enorgullecen tanto que regresas a la cama volviendo a pisar los trozos de jarrón hecho añicos reanudando el sueño como si tal cosa.

 

Serían ser las tres de la madrugada cuando debí caer frito; y a eso de las ocho desperté por los gritos de Ruth.

 

¡Sangre! ¡Sangre!

 

Cuando una mujer en edad de generar menstruaciones eleva la voz al encontrarse con sangre en su propia cama me decepciona. Y aunque no fuera su periodo debería habérselo tomado con mayor tranquilidad. A fin de cuentas yo no la desperté a ella cuando pisoteaba su absurdo jarrón traído de no se cual país exótico.

 

Lo compré en Tahití. Y menos mal que has sido tú, porque entre la sangre de la cama y la alfombra llena de trozos del jarrón pensé que nos habían entrado a robar.

 

O a violar. ¿No te notas escocida?

 

Fue recordarle lo del sexo y verla subirse a mi miembro que mutó en columna jónica en menos de cinco segundos. Mientras Ruth galopaba sobre mí, recordaba la ingesta novedosa: dos dosis de Cialis como el que se mete un par de optalidones. Aguanté muchísimo y Ruth entró en coma sexual. El coma sexual, para el que se pregunta qué coño es eso, no es más que ver a tu contrincante en una especie de rutina en donde no sabes si se te ha dormido votando sobre ti, si ha entrado en trance, o si le ha dado una pájara como esas que sufren los ciclistas en las etapas de montaña televisadas homenajes al más puro sadismo. Con esto quiero decir que a los veinte minutos de acto Ruth ni sentía ni padecía. Y yo, algo aburrido de tanto ir al tran trán, decidí acabar lo iniciado al volver a recordar que tanto Cialis, con tanto alcohol y tan poco sueño no debía ser muy positivo para el físico de un muchacho con cuerpo de hombre: en este caso yo. Ruth se volvió a dormir, hecho éste que me dejó algo dubitativo: tanto somnífero que engancha tanto o más que la droga cuando cuatro polvos maratonianos tumban al más pintado.

 

Me sentía alterado, la verdad, por lo que tomé otra de esas decisiones de difícil explicación: olisqueé en su cocina y me marqué dos cafés solos en tres minutos. El segundo sin azúcar. Al momento recordé que tanto excitante no iba a ser bueno, por lo que tras las clásicas arritmias –siempre que me emborracho, follo y me dopo con Cialis, además de atiborrarme a cafés, me ocurre– me puse una aspirina debajo de la lengua como haciéndome el infartado. A los sesenta segundos casi me desmayo. Por lo que asumí que esa vez no iba a ser como las demás y que aquellas pequeñas taquicardias dominables se habían desatado en la zona izquierda de mi caja torácica y su correspondiente brazo. Lo siguiente fue volver a pisar el jarrón hecho añicos. Ya ni lo sentía. El infarto llamaba a mi puerta. Mi último esfuerzo importante fue gritar ¡Ruth!, que somnolienta, abrió un ojo.

 

¿Qué ocurre?

 

Hospital… llama a un médico… mi corazón…

 

¿Estás de broma?

 

Se vistió sin bragas, como se deben vestir las mujeres desnudas que ven cómo sus amantes pagados están a punto de fallecer en sus posesiones generando un montón de murmullos entre la vecindad, y cogiéndome del brazo sano, me ayudó a bajar las escaleras del primer piso. El clásico conductor peñazo de tuk-tuk esta vez sí se llevó su carrera: “¡Al SOS, calle 228!”, gritó una Ruth cada vez más metida en su papel de pre-viuda falsa.

 

De camino no podía ni respirar. Aquello era como tres corazones latiendo a la vez. Mi brazo izquierdo se había dormido y era imposible que en aquel tuk-tuk convertido en ambulancia pudiera haber tomado asiento ante lo agarrotado que estaba. Ruth, fuera de sí, me pidió que no me muriera. Lo último que acerté a decirle fue que realmente no quería marcharme al otro barrio; que no era mi decisión. Al llegar al SOS, una de esas clínicas con nombres que conducen a la confusión, comprendí que en Camboya morir es mucho más fácil que vivir.

 

Para empezar, me llevaron a la UCI, en donde cuatro muchachas intentaron colocarme sobre esa camilla de acero fría como un témpano. Me vi muerto. Pero antes de fallecer comprendí que entre aquel ramillete de novicias nadie iba a dar con la clave de mi problema. Ruth gritaba pidiendo un doctor y entre tanto jaleo los minutos pasaban y yo agonizaba: el brazo izquierdo era incapaz de separarse de mi corazón, que latía descoordinado y enfurecido; y las mismas muchachas dubitativas sólo acertaron a ponerme oxígeno. Luego me preguntaron que qué había tomado, como si aquello fuera un restaurante al revés que te toman la comanda tras haberte puesto ciego. Y yo, ni corto ni perezoso, les dije que una aspirina debajo de la lengua porque me sentía mal y lo había visto en las películas. El doctor llegó con pinta de Asterix –era francés, bajito y con bigote curvo amarillento– pero no dio con la pócima. Al menos me abrió una vía en mi antebrazo derecho y me inyectó morfina. Las chicas seguían a lo suyo: una creo que me tomó la tensión tantas veces que el brazo derecho llegó a superar en intranquilidad nerviosa al izquierdo. Un doctor serbio aterrizó cuando la tragedia había dejado de mascarse. Aún agonizaba, pero ya sabía que mi problema había tocado techo. O fondo.

 

¿Has tomado drogas? –me preguntó.

 

No. –le dije.

 

¿Y Viagra?  

 

No. Pero sí dos Cialis.

 

¿Dos?

 

Es que iba muy bebido y yo me dedico a esto.

 

¿A esto?

 

Sí, soy prostituto.

 

¿Dónde las compraste?

 

En un supermercado del Riverside.

 

¡Dios! ¡Son falsas! Nunca compres medicinas y menos excitantes sexuales fuera de las farmacias legales. Vienen de China y no son legales.

 

Pues a mí se me levantó.

 

Ya, pero eso no quiere decir que no te afecte gravemente a otros órganos vitales, como por ejemplo el corazón.

 

Luego me tomé una aspirina: para contener la arritmia.

 

Vamos a ver, muchacho: si te metes dos Cialis, que vasodilatan lo suyo, nunca, absolutamente nunca, puedes meterte una aspirina porque podrías provocarte un infarto, un ictus o lo que te está ocurriendo ahora.

 

¿Y qué me está ocurriendo? ¿Es que no es un infarto?

 

Parece que no. Pero aún no está descartado del todo. Debemos trasladarte a un centro de expertos en cardiología. Pero debes firmar de tu puño y letra además de abonarnos la cuenta. ¿Esa que viene con usted es su novia?

 

No, es mi clienta. Dígale que pague. Que no sé a cuánto ascenderá esto pero me debe 300 dólares. Y que firme, que con tanto suero, glucosa y cables no me puedo ni mover.

 

Nunca había montado en una ambulancia y lo primero que descubrí es que los pies me chocaban contra la puerta. Luego, y observando los carteles indicativos, deduje que la ambulancia había sido cedida por Japón cuando en su sistema social se les quedó obsoleta.

 

¿Y en los 700 dólares está incluido el traslado al centro de cardiología?

 

Sí.

 

Pero si esta ambulancia fue cedida por el ayuntamiento de Kobe, según dice aquí.

 

Tras el clásico silencio, el doctor serbio me respondió con un ataque que él creía furibundo.

 

Ruth, que así dijo llamarse, no ha querido venir.

 

Normal, ¿llevaría usted a una puta a un centro de cardiología tras pagarle 700 dólares por un amago de infarto?

 

¿No tiene familiares en la ciudad?

 

No que yo sepa.

 

Al llegar, un doctor japonés venido a menos –ser tokiota y cardiólogo en Camboya es como ser delantero centro de la cantera del Barça y acabar de lateral derecho en el Gante belga– me advirtió de los costes del estudio pormenorizado que iban a realizarle a mi corazón: otros mil dólares. No salté de la camilla porque llevaba el gotero y la vía puesta, pero solicité que me desengancharan de todas las máquinas y cables para marcharme a casa.

 

Es usted un inconsciente. –me dijo el doctor serbio.

 

No, lo que soy es un ahorrador. Y además, ya sé lo que me ha ocurrido: follé sin cesar, bebí sin parar, no dormí, me tomé dos Cialis, otro par de cafés, e hice la mezcla funesta: una aspirina debajo de la lengua para abrir aún más las arterias. Me vuelvo a casa a meditar. Créame: no dispongo de ese dinero.

 

Debería estar al menos 72 horas en observación.

 

Si conoce alguna ONG con cardiólogo que admita a occidentales pre-infartados me avisa.

 

Y tras sacarme todas esas agujas, cables y demás monsergas me volví a casa en un tuk-tuk que me supo a paz. El dolor en la zona izquierda de mi pecho, por supuesto, no había cesado. Pero un par de valiums me demostraron que para ganar al fuego hay que unirse a él; y que siempre hay una sustancia química que domina a otra. Dormí profundamente. Pero al levantarme caí en la cuenta de tres detalles cuanto menos peligrosos: el primero, que de la vena de mi antebrazo izquierdo salía sangre, señal de que la manada de inútiles ayudantes no había sabido cerrarla; después, que seguía aturdido por unos valiums que a lo mejor serían parte de mi futura vida; y para terminar, ¿cómo podría seguir satisfaciendo a señoras si para que se me levante, y sobre todo si he bebido y ellas no están de buen ver, necesito dopaje?

 

Un amigo me visitó para traerme valeriana, como si en vez de un pre-infarto hubiera sufrido un ataque de nervios en el supermercado porque no había yogures de fresa. Cuando se fue, me volví a poner algodón y esparadrapo sobre mi vena mal cerrada y volqué las doce pastillitas verdes de valeriana dentro de mi pecera, donde Barack y Vladimir, mis pececillos de colores, jugaron con ellas.

 

Dejar de beber será duro. Y de fumar, con lo que me gusta el Marlboro de la cajetilla roja. Sin café no sé qué haré: a lo mejor quedarme dormido por las calles, como hacen muchos asiáticos. ¿Y sin Cialis? ¿Qué llegaré a hacer sin esa necesidad básica en mi vida laboral? Deberé buscar en internet algo que lo suplante sin que me dañe al corazón. Pero lo que no podré dejar es de cobrar por follar. O eso, o me hago carnicero. Pero siendo carnicero dudo que mi vida y hazañas tuvieran espacio en bitácora alguna. Ahora me duele el pecho. Los anticoagulantes que previamente me dio el doctor serbio tampoco ayudaron a que me relajara.

 

Ya que no hay infarto hay que descartas el ictus. –me dijo, justo antes de que decidiera no hacer más rico a ese gremio.

 

Lástima que en esta vida para sentirse seguro haya que pagar mil dólares o usar preservativo. Qué injusto es el progreso.

 

Joaquín Campos, 07/01/13, Phnom Penh.

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