Publicidadspot_img
-Publicidad-spot_img
AcordeónArthur Koestler: la biografía atípica del siglo XX

Arthur Koestler: la biografía atípica del siglo XX

 

Arthur Koestler se suicidó en marzo de 1983 en su casa londinense tras ingerir una dosis mortal de barbitúricos junto a su tercera mujer, Cynthia Jefferies. El escritor tenía setenta y siete años y sufría la enfermedad de Parkinson que se había visto agravada por una leucemia linfática crónica en fase terminal. La decisión no sorprendió a nadie, ya que había pasado los últimos años de vida defendiendo la eutanasia a través de Exit, una organización que afirmaba el derecho a la muerte voluntaria. Quería controlar su fallecimiento y sabía que no iba a cumplirse ya la predicción gitana que le había asegurado un fallecimiento violento e inesperado. El escándalo no tardó en desatarse. Pocas personas pudieron comprender la decisión de su compañera, veintidós años más joven y sin ningún tipo de problema de salud, de escoltar a su esposo en el viaje definitivo con una especie de ritual satí hindú. En realidad, no se trataba de la culminación de una historia de amor incondicional, sino más bien del punto y final a una obsesión peligrosa. Era la constatación última de “la trágica devoción de una mujer”, como algún medio de comunicación británico destacó al titular la nota de prensa del suceso.

       La gran mayoría de los críticos literarios han terminado por reconocer que quizá la mayor obra de Koestler sea su vida misma, donde se entrelazó biografía e historia. Detrás de cada uno de sus trabajos más interesantes se encontraban sus experiencias vitales y su modo de enfrentarse a las circunstancias que había sufrido. George Steiner se sabía cargado de razones cuando aseguró que cualquier historiador, si pretendía comprender el siglo XX, debía acercarse a la figura de este inclasificable publicista político. Por su parte, el recientemente fallecido Tony Judt lo identificó en uno de sus ensayos como “un verdadero hijo del siglo”, cuyas obras autobiográficas acabarán por ser obligatorias para los investigadores del futuro (véase, por ejemplo, sus Memorias, recientemente editadas por Lumen). En definitiva, Arthur Koestler fue un personaje atípico y complejo que solo supo dibujar la realidad, como el apasionado devoto al ajedrez que era, en tonos blancos o negros. De ahí, por ejemplo, su extraña fijación por títulos dicotómicos para encabezar sus obras, lo que interpretó como un reflejo de su propio itinerario entre extremos.

       Asimismo, uno de sus biógrafos lo definió como un “mente sin hogar” (David Cesarini) que asumió la causa sionista del revisionista Zeev Jabotinsky y trabajó en Palestina; más tarde, tras su desencanto israelí, se afilió al Partido Comunista, una organización que abandonaría tiempo después para convertirse en un furibundo anticomunista; recorrió incansablemente medio mundo (Francia, Alemania, la Unión Soviética, América…) y estuvo condenado a muerte en la España nacional durante la guerra civil; luchó contra la pena capital posteriormente en Gran Bretaña y terminó por defender, pese a su origen judío, algunas tesis antisemitas. En resumen, al acercarnos a Koestler nos enfrentamos al perfil romántico y quijotesco de “un camaleón, un vagabundo y un peregrino, en constante cambio y reinvención” (Michael Scammell).

 

Hijo del siglo XX

Koestler nació en Budapest en 1905, dentro de una familia de la clase acomodada judía, cuando “se ponía el sol de la Era de la Razón”. Su relación con sus padres fue difícil desde que sintió la desprotección paterna durante una operación de amigdalitis sin anestesia. Tal y como rememoró en su autobiografía, “en esos momentos de absoluta soledad, abandonado por mis padres, en las garras de un poder hostil y maligno, me infundieron una especie de terror cósmico”. Su madre padecía frecuentes dolores de cabeza, que la sumían en un estado de constante irritación, y alentaba el despotismo de la criada hacia su hijo con la única pretensión de no consentirle ser un niño mimado. Fue una figura odiada y omnipresente. Mientras su padre se transformaba en la presencia ausente del hogar. Se trataba de un empresario cegado por la ilusión en el progreso y una inmoderada ingenuidad que le involucraba en los negocios más extravagantes. Todos sus recuerdos de esa época infantil estuvieron dominados por tres sentimientos: el remordimiento, el temor y la soledad. De esta forma, consideró que su infancia había sido solitaria, precoz y neurótica, acomplejado por su imposibilidad para pronunciar las erres de su nombre, por su estatura y por su apariencia juvenil.

       La familia vivió entre hoteles o de pensión en pensión, según lo permitiese o no la bonanza económica. Fue esa forma de vida la que le provocó con nueve años una sensación de culpabilidad por existencia desahogada de la que disfrutaba, mientras otros muchos muchachos no tenían nada, sumidos en la pobreza. Como él mismo recordaba, le disgustaba mucho que los ricos gastasen sin sentirse culpables. Este hecho se puede interpretar como uno de los primeros pasos emocionales que le conducirían hacia el comunismo. Sin embargo, esas comodidades desaparecieron con la Gran Guerra y el fracaso de todas y cada una de las aventuras comerciales de un cabeza de familia que, pese a la bancarrota, siguió alimentando la esperanza de recuperarse en otros tantos proyectos inútiles.

 

 

       Tras el exilio familiar durante la ocupación rumana que precedió al advenimiento del almirante Horthy en Hungría, los Koestler recalaron en la capital austriaca. Allí Koestler se acercó al sionismo a través de una fraternidad judía, donde se reproducía una camaradería regada por el alcohol y el sectarismo. Pronto se sintió extasiado por las teorías e ideas del líder revisionista Zeev Jobotinsky, radical y activo defensor de un proyecto maximalista para el futuro Estado de Israel. Koestler lo evocó con cariño y respeto durante el resto de su vida como su primer chamán político, una especie de guardián del Santo Grial de la nueva fe koestleriana. Esta convicción sionista le llevó a abandonar Viena y sus estudios para dirigirse a Palestina a trabajar como colono a un kibutz del valle de Yesreel, donde aguantó pocos días al no encajar por su extremado individualismo, y posteriormente buscando publicidad para un periódico y escribiendo algunos cuentos para poder atenuar el hambre. Sin embargo, esta travesía nacionalista terminó por desilusionarle: “yo había ido a Palestina como un joven lleno de entusiasmo, empujado por un impulso romántico. En lugar de la Utopía, había encontrado una realidad; una realidad extremadamente compleja que me atraía y me repelía”.

       Al regresar de Oriente Próximo, y tras un paso por París, se fue acercando al comunismo en Berlín, que se convertiría en su nueva fe utópica sustitutiva, donde había ascendido en su labor periodística dentro del grupo Ullstein-Verlag, como asesor científico del imperio mediático y editor de la sección dedicada a la ciencia en el Vossische Zeitung. Se afilió al partido de forma clandestina en diciembre de 1931, cuando envió una carta al comité central y le concertaron una cita con el “representante de la empresa”. Debían mantenerlo en secreto, ya que cualquier noticia del contacto podía impedirle continuar con su empleo en el periódico. Además, para los dirigentes comunistas su actividad era muy útil y desde los primeros encuentros le tuvieron que persuadir de que abandonase la idea de escapar a la Unión Soviética para colaborar con la revolución en el campo. Koestler tenía una gran sed de experiencias revolucionarias. En aquel momento tuvo que amoldarse a la jerga y la interpretación marxista, por difícil que éstas le resultaran en ocasiones. Por ello, se volcó en conocer el nuevo léxico, a veces ininteligible, que le descubría la propaganda y los diversos textos sagrados: “cuando terminé de leer el Feuerbach de Engels y Estado y Revolución de Lenin, una explosión mental me conmovió. Decir que uno Ha visto la luz es una pobre descripción del éxtasis intelectual que solo el convertido conoce (no importa cuál sea la fe a que se ha convertido). La nueva luz parece irradiar de todos lados a través de su cráneo; todo el universo se ordena, como las piezas sueltas de un rompecabezas, reunidas mágicamente de un solo golpe. Ahora toda pregunta tiene respuesta; las dudas y los conflictos pertenecen al torturado pasado; un pasado ya remoto, en el que uno vivía lamentablemente ignorante en el mundo soso y descolorido de los que no saben”. Pero también aquí apareció una constante biográfica: la dificultad para encajar en cualquier lugar por su individualismo y su arrogante ego.

       Con todo, en 1932 logró conseguir la autorización y la financiación para realizar un viaje por Rusia que estaba destinado a elaborar un libro que describiese la maravillosa situación del proletariado soviético. Sin embargo, en ese momento la revolución se estaba viendo azotada por una tremenda hambruna y se le escamoteó la realidad – por ejemplo, el tren en el que viajaba tenía las ventanas oscurecidas. Pero sí pudo comprender el ambiente opresivo en el que se vivía y escribió White Nights and Red Days (Noches blancas y días rojos). No era el libro que habían meditado que escribiera en el que un liberal desconfiado terminaba convirtiéndose a la utopía comunista. Por ello, el libro salió cercenado y sin edición en ruso al ser considerada una obra frívola y superficial. Además, vivió uno de los sucesos más tristes de su vida y que le persiguió durante años. Se enamoró de una joven rusa, Nadezha Smirnova, de la que contrajo una enfermedad venérea y a la que denunció por el supuesto robo de un telegrama de su agente literario. En este caso, volvía a aparecer el sentimiento de culpabilidad ante una falsa delación que le pudo costar muy caro a su enamorada. Por esa razón la invitó a huir con él cuando fue consciente de lo que podía sucederle, aunque ella no aceptó.

       A su regreso y después de su paso por el Instituto de Estudios del Fascismo en Francia, decidió abandonar la primera línea política y probar fortuna como escritor. Pero la tentativa fracasó y le ensimismó en una depresión que estuvo a punto de acabar con un suicidio de no ser por un libro, que de manera fortuita, frustró el intento. Más tarde, ente 1936 y 1937, retornó a la militancia activa para ser enviado como periodista a cubrir la guerra en España, aunque apenas sabía nada del país. Su misión principal como agente de la Internacional Comunista era denunciar la colaboración de los fascistas con el régimen de Franco. Tal y como escribió el historiador Raymond Carr, a pesar del creciente desencanto por parte de algunos intelectuales con la experiencia revolucionaria, la guerra civil les llevó a una segunda luna de miel, inmersos en una nueva cruzada sin cruz como la definió Koestler, para evitar la victoria del fascismo en Europa. Pero el bagaje personal del conflicto no fue nada positivo, ya que descubrió en el bando republicano que el dominio soviético se sostenía mediante el chantaje, el terror y las intrigas intestinas. Con todo, ya era consciente desde 1934 de su fracaso como comunista porque, según señalaba en sus memorias, su personalidad no podía adecuarse a la estructura férrea del partido.

 

 

       Su detención en Málaga tras la caída de la ciudad en manos de las tropas de Franco le aterrorizó. Estaba seguro de que iba a ser asesinado por sus implicaciones políticas. Permaneció durante cien días preso en la Cárcel Central de Sevilla y se le condenó a muerte, aunque la presión del gobierno británico consiguió su liberación. Esta dura experiencia le convenció de la necesidad de derogar la pena capital y le ofreció un escenario para su obra clásica sobre las purgas soviéticas. Ante la idea de una muerte cercana se sumió en un círculo psicológico desequilibrado y opresivo: “uno piensa muchísimo si no tiene otra cosa que hacer que caminar ida y vuelta, ida y vuelta, seis pasos y medio de ida y seis pasos y medio de vuelta, durante por lo menos dieciocho horas por día, y eso durante 97 días”. Además, durante el resto de su vida se sintió avergonzado y culpable (por enésima vez surgía el mismo sentimiento) por haber respondido a la pregunta de uno de los guardias que le custodiaban con un “pero si ya no soy rojo”. En realidad, ya no se sentía interiormente un militante, pero creía que este comportamiento revelaba su traicionero propósito para conseguir favores de sus enemigos. El episodio acompañó infatigablemente al espectro interior de la imagen de la abandonada Nadezha en el muelle de Bakú durante los años posteriores.

       Tras el calvario regresó a Francia, donde definitivamente abandonó la ilusión comunista y comenzó a denunciar los desmanes soviéticos. Si había recalado en el movimiento comunista en busca de “un manantial de agua fresca”, se marchaba tras comprobar que realmente eran las “aguas emponzoñadas de un río cubiertas por los restos de ciudades inundadas y por cadáveres ahogados”. Considerado un traidor, comenzó a vivir como un paria ideológico alejado de la seguridad que ofrecía el partido. Pese a ello, en plena guerra mundial fue internado en dos campos de concentración para indeseables, en Gurs y Le Vernet, donde recalaron criminales y sospechosos políticos tratados como la escoria de la tierra. Tras salir del campo de reclusión coincidió con Walter Benjamín, que le ofreció el compuesto de morfina con el que el autor de las Iluminaciones se suicidó en Port Bou, pero que a Koestler solo le produjo vómitos. No obstante, será durante conflagración mundial cuando publicó los dos relatos más importantes de su carrera como literato: The Gladiators (Los gladiadores), una novela sobre la revuelta de Espartaco en la Roma republicana, y Darkness at Noon, conocida en España por el título de su traducción francesa como El cero y el infinito. Y es que paradójicamente, y en contraposición a muchos otros compañeros de viaje, su labor literaria comenzó justo cuando había abandonado el partido. Como el propio Koestler aseguró, parecía que su militancia y su fe ciega habían ocasionado un efecto paralizador sobre sus cualidades creativas.

       La calidad de El cero y el infinito, publicado por vez primera en 1940, le llevó a la fama y el reconocimiento en multitud de países, sobre todo en Francia, e inscribió su nombre en la República de las Letras. Era un texto en el que se describía el interrogatorio y el proceso llevado a cabo contra el antiguo camarada Rubashov, que acepta su culpa para salvar la Revolución. Detrás de este personaje se encontraba la síntesis de los reconocidos revolucionarios León Trostki, Karl Radek y Nikolai Bujarin, a los que había tratado en su viaje a Moscú. En sus memorias llegó a asegurar que décadas después ya no era “capaz de distinguir los rasgos de los modelos originales de los del personaje imaginario”. Mostraba en sus páginas la tiranía soviética. Era una descripción valiosa de las purgas, donde militantes que se habían supeditado al partido comenzaban a ser atacados por oponerse a las líneas que marcaban la Historia, es decir, el comunismo. Y es que todos podían cometer errores, menos el Partido. En realidad, se trataba de explicar cómo hombres inteligentes podía haber aceptado (y participado en) el sometimiento de un sistema totalitario como el encarnado por la URSS. Por todo ello, el libro fue prohibido en los países comunistas y quemado en 1946 en las calles francesas, donde se creyó que podía tener una influencia electoral dañina a los intereses comunistas.

       Esta transformación facilitó que muchos vieran en Koestler a un converso peligroso o un propagandista de derechas que comenzaba su nueva cruzada anticomunista en el desierto y refugiado en el Reino Unido. Para sus antiguos compañeros era una especie de bestia negra que había que derrotar y el inevitable término de contrarrevolucionario que se le adjudicó comenzaba a resonar en su interior como un honor. Su notoriedad se amplificó intensamente en el universo intelectual occidental, pero nunca encajó en un ambiente como el inglés, que incluso le ridiculizó. En cualquier caso, sus iniciativas dieron algunos frutos importantes, como la creación en 1950 del Congreso para la Libertad de la Cultura en Berlín, donde se reunieron algunos de los más célebres militantes anticomunistas de la Guerra Fría, como Franz Borkenau, Melvin Laski o Arthur Schlesinger. Incluso su Manifiesto de la libertad, acompañado con algunos añadidos entre corchetes de Hugh Trevor-Roper y Alfred Jules Ayer, recorrió medio mundo. La sola presencia de Koestler prefiguraba la polémica y enfrentamientos donde era imposible encontrar los matices. La propia CIA reconoció que su labor propagandística podía ser contraproducente por excesiva y estridente. Y así su estrella se fue apagando hasta negarse a hablar de política desde el año 1955, después de un activa y publicitada campaña contra la pena de muerte. No obstante, igualmente hay que tener en cuenta para explicar este ocaso público que las denuncias posteriores de personajes como Aleksandr Solzhenitsyn hicieron que lo contenido en su obra fuera perdiendo ímpetu, ya que no había hablado del terror cotidiano, de las hambrunas o de las deportaciones masivas.

 

 

       Cualquiera podría pensar, que alejado de la primera línea de fuego política, dejaría de transitar por los extremos, pero su indomable carácter lo hacía imposible. En sus últimas décadas de vida Koestler se dedicó en cuerpo y alma a buscar un acercamiento particular a la historia de la ciencia – no hay que olvidar que sus estudios académicos habían ido en ese mismo campo- y en el análisis de lo paranormal y lo misterioso. De esta forma, se transformó en un convencido seguidor de los poderes sobrenaturales del doblacucharas israelí Uri Geller y terminó legando parte de su fortuna para que la creación de una cátedra de parapsicología en la Universidad de Edimburgo. Toda esta labor divulgativa se desarrolló bajo las constantes críticas del mundo académico británico, que lo consideraba perjudicial para el avance de la mentalidad científica. Siempre polémico también tuvo tiempo para escribir un absurdo libro sobre los orígenes de los judíos asquenazíes que fue muy bien recibido en diversos medios antisemitas europeos y, con el avance de su enfermedad, para participar activamente en la formación y promoción de la organización Exit, partidaria de la eutanasia, de la que fue nombrado vicepresidente.

 

Claroscuros de un pensador temerario

Tony Judt lo consideró un pensador ejemplar. Constantemente es recordado como una de los principales intelectuales que despertó a miles de europeos de su sueño idílico, que no quería ver la esclavitud implantada en la Unión Soviética. Por su parte, al repasar su producción bibliográfica, el especialista Michael Scammell destacó que fue indiscutiblemente un zorro en la clasificación de los intelectuales que elaboró Isaiah Berlin a partir de una cita del poeta griego Arquíloco: “El zorro sabe muchas cosas, pero el erizo sabe una gran cosa”. Koestler tenía una gran erudición y transitaba de un tema a otro como un “reportero cósmico”, en palabras de Bernard Crick, que buscaba desvelar los secretos del universo. Aunque no cabe duda de que se trata de uno de los personajes más fascinantes del siglo XX y que algunos de sus textos siguen siendo referencias incuestionables para comprender la política de su tiempo, no es menos cierto que su recorrido, personal e intelectual, está repleto de claroscuros que deben poner en tela de juicio su ejemplaridad y su responsabilidad.

       Para ello hay que tener en cuenta, en primer lugar, su relación con las mujeres. Porque algunos estudiosos, como David Cesarini, incluso lo han considerado un violador en serie. Quizá esto pueda importar poco en su valoración como intelectual, pero no se debe desdeñar del todo. No hay pruebas suficientes para mantener una interpretación tan dura como la del profesor Cesarini, pero los datos que tenemos nos demuestran que fue un hombre con un temperamento marcadamente sexista, humillador y despótico. Aunque muchos han intentado defenderle en su trato hacia las mujeres, entre ellos el mismo Tony Judt, dan excesivas piruetas verbales para terminar justificando lo injustificable. De hecho, tenemos la grave constatación de que violó, al menos, a una mujer, Jill Craigie, esposa de su amigo, y posterior líder laborista, Michael Foot. ¿Esto debe hacer que cambiemos en algo los puntos centrales de las reflexiones políticas de Koestler? No, por supuesto. Sin embargo, hay que tenerlo presente antes de considerarlo como un modelo. Para salvar El cero y el infinito, que sigue despertando entusiasmos encontrados, no hace falta adornar a la persona. Controlador, neurótico e intransigente, muchas de sus actuaciones no parecen encajar con ese papel de intelectual enamorado de la honestidad y de la libertad que muchos pretenden esbozar. Y por los datos que conocemos, no fue del todo inocente en el suicidio programada con Cynthia, a la que había atrapado en una relación contaminada y destructora.

       Pero es que tampoco se debe olvidar que el denominador común de todos sus bandazos ideológicos, al abrazar con fanatismo fes y cruzadas por doquier, fue su miedo al liberalismo. Ya lo había señalado el historiador Trevor-Roper: Koestler se dejaba llevar en exceso por su iliberalismo y esa actitud facilitó sus cambios bipolares. Si tomamos su relación con el sionismo, por ejemplo, siempre se encontró más peligrosamente próximo a los terroristas del Irgún. Y los problemas que esto suscita no son simples notas a pie de página, porque las cuestiones morales a las que se enfrentan sus obras sigan siendo vigentes. Él mismo narró un elocuente encuentro en su juventud con la poeta suiza Regina Ullman en la que ésta le dijo: “- Parece que está tan convencido de sus ideas que ya ni comprende a las personas que no las comparten, ¿no es verdad?”. No era extraño que fuera así, ya que entendió el mundo desde su niñez como una constante lucha entre la luz y la oscuridad, el blanco y el negro.

       Por ello, Koestler puede entrar en la lista de pensadores temerarios que inició Mark Lilla (Martin Heidegger, Walter Benjamin, Carl Schmitt, Michel Foucault, etcétera). Se dejó seducir constantemente por pasiones ciegas y su fascinación irresponsable no puede ser tomada como ejemplo en la actualidad. Esta afirmación puede sonar incoherente por su importante denuncia del totalitarismo comunista, pero Koestler actuó en numerosas ocasiones con una intensa ceguera política y personal. Sin duda fue una mente genial y torturada que no se debe despreciar, pero tomó en demasiadas ocasiones el camino torcido. Aunque consiguió abrir los ojos de muchos europeos ante la servidumbre política que representaba el comunismo, nunca llegó a emanciparse del impulso de ser dominado por alguna utopía que le reclamase una fe inquebrantable y la búsqueda de la redención del mundo. Quizá el último episodio triste de esa mirada ofuscada fue la compra de una costosa máquina que trataba de calibrar el peso de las personas en el momento de la levitación.

 


Más del autor