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AcordeónEl reportero, la literatura y las vías del metro

El reportero, la literatura y las vías del metro

 

Ne pas descendre sur la voie. Danger de mort.

 

Metro de París. Línea nueve. Estación Michel-Ange-Molitor. Andén dirección Mairie de Montreuil. Los convoyes irrumpen cada cuatro minutos.

 

A mi izquierda acaricio la oscuridad del túnel y la señal: danger de mort. Enfrente tengo dos grandes afiches de publicidad. En el primero, Easy Jet ofrece soleil d’hiver, vuelos a Fez, Marrakech y Tánger a partir de 38 euros. El segundo anuncia un espectáculo de luces y sonido inspirado en el milagro de Lourdes: Une femme nommée Marie.

 

Los convoyes siguen pasando cada cuatro minutos. El metro es oscuridad en movimiento: descender a la vía –advierten– es morir.

 

Me siento en un banco de plástico color azul cielo y leo la descripción que un reportero hizo del Führer frente a las masas en el Sportpalast de Berlín: “Las palabras de Hitler bambolean y peinan la muchedumbre en todas direcciones, como el viento de la llanura inclina los trigos”.

 

Es una de las primeras crónicas que Jacinto Miquelarena escribió para ABC en la Segunda Guerra Mundial. Crónicas desde Berlín y Hamburgo, desde Belgrado y Smolensk, que en 1942 seleccionó para un libro: Un corresponsal en guerra.

 

El chirrido horizontal y metálico de la línea nueve, dirección Mairie de Montreuil, es un buen hilo musical para pensar en la tensión entre la estética y la información…: “No intentaba hacer literatura en mis impresiones (y si la hay, es un error), sino que quería contar lo que veía, sencillamente”, advertía el reportero en el preámbulo de su libro.

 

Escribir que el Führer peina la muchedumbre como el viento de la llanura inclina el trigo, ¿es información o literatura?

 

Dos décadas después de esta crónica, viviendo y trabajando en París como corresponsal de ABC, Miquelarena recibió una carta de su director. Con crudeza, le reprendía por entregarse más a las aficiones literarias que a las informativas.

 

Los convoyes siguen pasando. Cada cuatro minutos. A mi lado, un mendigo negro vestido de negro está sentado de cara a la pared, inmóvil como el mármol, con sus brazos y la cabeza apoyados en los azulejos blancos y la curvatura que nos une al otro andén.

 

Los pasajeros entran y salen de los vagones, y algunos me miran… “¿Qué hace alguien observando y tomando notas en el metro mientras pasan los convoyes? ¿Es que no quiere ir a ninguna parte?”, parece que se pregunten. “Y ¿por qué nadie observa al hombre esculpido en el desconsuelo?”, me pregunto yo.

 

Cierro el libro del corresponsal de guerra y subo los 68 escalones que llevan al aire libre.

 

*

 

Salgo al cruce de las calles Michel-Ange y Molitor, que dan nombre a la estación. El cielo es plateado. En la esquina hay una floristería reventada de gardenias, hortensias, azaleas y festucas. En otra esquina, un concesionario Rolls-Royce y Maserati. Y, un poco más allá, Saint François de Molitor, la última iglesia católica construida en París, consagrada a Dios el 18 de marzo del 2005.

 

Entro en el templo. El interior es circular y los bancos no se alinean frente al altar: lo rodean y abrazan como una sala de medicina barroca abraza la disección de un cuerpo. Para escrutar una realidad interior.

 

Me siento en uno de los bancos del círculo y leo más crónicas de Miquelarena. Fue, en julio de 1941, el primer periodista español en entrar en Rusia con las tropas del Tercer Reich.

 

“Estas tumbas de los muchachos de Alemania —escribía desde algún lugar entre Lvov y Bialystok– dan una impresión de descanso de verdad, en medio de los trigos, verdes todavía. Han muerto alegremente, en la guerra, con un fusil en la mano y una canción. En el casco de uno de estos caídos sus compañeros dejaron una flor. Está colocada como en el ojal de una solapa, en el orificio del balazo que le llevó a la muerte. Cuando la muerte llega así, limpiamente, a pleno sol, es como una rosa.”

 

Un mes después, con la toma de Smolensk, Miquelarena regresó a Rusia volando en un trimotor de la Luftwaffe con dos pilotos, un radiotelegrafista y un ametrallador en la torreta, en un vuelo tan rasante “que parece que las ruedas del aparato rozan las puntas de los abetos”.

 

“Todo lo demás —escribió de la triturada ciudad de Smolensk– es una inmensa ruina ennegrecida que contempla, desde su escaparate roto y milagrosamente aislado, un maniquí de cera, desmayado y casi derretido por el calor de la hoguera.”

 

¿Qué intensidad informativa tiene un maniquí derretido en la batalla de Smolensk? ¿Qué intensidad literaria?

 

Miquelarena es hoy un reportero olvidado. Cuando recibió aquella carta tenía más de 70 años y le habían diagnosticado un cáncer. “Eran su prosa y, precisamente, su capacidad de sorpresa permanente las que podían darle un valor —escribió Eduardo Haro Tecglen–. Pero el tiempo había cambiado”.

 

Salgo de la última iglesia católica consagrada en París. Regreso al cruce de Michel-Ange con Molitor y, antes de bajar al metro, observo el quiosco de su boca. “Sólo se recuerda lo que se siente”, dice un experto británico en educación emocional, David Brierley, en la contraportada de El País.

 

*

 

Desciendo los 68 escalones y me coloco otra vez en el extremo del andén, por donde irrumpen los convoyes, y algo hace que la gente se vaya acercando hacia este límite: un operario está pegando nuevos carteles de publicidad sobre el soleil d’hiver y el milagro de Lourdes, y la escena es muy sugerente.

 

A mi izquierda sigo acariciando la misma oscuridad, la misma señal: danger de mort. El túnel es recto, tanto que, al fondo, se pueden ver los andenes de Exelmans, la estación de la que vienen los convoyes. El desnivel de la vía facilita esa visión irreal, como si la otra parada no fuera de este mundo.

 

Abro de nuevo el libro y leo cómo Miquelarena describía a los incontables soldados rusos que, derrotados, vagaban por las ruinas de Smolensk.

 

“Son tantos que ha habido que señalar su camino —‘ruta de prisioneros’, dicen los rótulos– a través de las calles, para que sepan ellos mismos dónde dirigirse. Son tantos que a veces pasan sin escolta, abatidos, remando su paso con pértigas en las que apoyan el cuerpo…”

 

El cartelista tarda dos convoyes en pegar cada afiche y, en ocho minutos, la visión del metro se transfigura. Desaparece el sol de invierno: en su lugar, la Caisse d’Épargne dice a los estudiantes que, con sólo un euro, pueden obtener una tarjeta de crédito. Desaparece el milagro de Lourdes: en su lugar, la misma entidad anuncia una nueva definición virtual del oficio de banquero… www.monbanquierenligne.fr… Desaparece el sol de invierno, desaparece el milagro de Lourdes y el hombre esculpido en el desconsuelo sigue a mi lado. Inmóvil. Con sus brazos apoyados en la pared.

 

“Siguen pasando prisioneros —Miquelarena continúa describiendo a los derrotados de Smolensk–. Es la interminable procesión de una muchedumbre nómada. Ya nadie les hace caso. Ya nadie les acompaña ni les vigila. Si quisieran huir, podrían huir. Pero no quieren. Ni pueden. Están rotos y les pesa el engaño como una losa. Avanzan como sombras hacia el campo de concentración, uno tras otro, en un silencio de muertos que andan. Lo que quieren, seguramente, es llegar y caer sobre la hierba fresca y dormir durante años seguidos.”

 

También el reportero quiso caer un día sobre la hierba fresca y dormir durante mil años seguidos.

 

A las diez de la mañana del 10 de agosto de 1962, Jacinto Miquelarena se tiró a las vías del metro al paso de un convoy. Aquí. En la línea nueve. Estación Michel-Ange-Molitor. Andén dirección Mairie de Montreuil.

 

En uno de sus bolsillos encontraron la carta del director.

 

 

 

Plàcid Garcia-Planas es reportero de La Vanguardia y autor de Jazz en el despacho de Hitler. En FronteraD ha publicado Muerte de un travesti en Afganistán. Este texto es el preámbulo de su libro Como un ángel sin permiso. Cómo vendemos misiles, los disparamos y enterramos a los muertos, que publica a fines de enero la editorial Carena.

 

 


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