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Joan Didion: la periodista para quien el centro se encontraba en cualquier lugar de la periferia

En el documental filmado por su sobrino, Griffin Dunne, El centro cederá, el momento clave es aquél en el que a la pregunta de qué sentió como periodista cuando, mientras trabajaba en un reportaje, se encontró en una habitación con una niña de cinco años drogada, con los labios tan blancos de heroína como si los hubiera hincado en una tarta. La mujer de ochenta años que ahora es Joan Didion se demora todo lo que puede en responder con sinceridad:

 

—Bueno, pues –pasan los segundos, alza los brazos, agita las manos frente a sí, como si pretendiera alejar el aura del entrevistador o el recuerdo o sencillamente la molestara que el aire sea transparente–… Te diré que valía oro –termina por decir.

 

La sinceridad es un valor escaso. En este caso, Joan Didion se nutre de aquella joven que conjugaba el periodismo con algo que uno llamaría crueldad si hubiera caído en manos de un escritor con menos talento. Y ese periodismo era un espectáculo que se conjugaba, a su vez, con la tinta de la máquina de escribir en la que tecleaba unos artículos en los que el orden contradecía la anarquía en la que, se nos dicta, estaba enfrascada su vida. Si uno sigue de cerca este documental, da la sensación de que el verdadero genio de Joan Didion consistía en salir siempre bien, muy bien, en la mejor fotografía. El documental no pretende ser objetivo y resume la vida de Joan Didion de forma sesgada. Por ejemplo, su hija aparece en un par de ocasiones: al nacer y al morir. Al margen de una intuición intercalada en la que se menciona un acto terrorista que se asemeja bastante a una película de un improvisado asalto a banco.

 

Si nos guiáramos por esos primeros años de Joan Didion, su deseo de ser protagonista en la feria de las vanidades de Nueva York y su cansancio de la misma; su retiro a una cala en California; su vida improvisada en negro sobre blanco con un hombre con el que existe un pacto de convivencia que les satisface, lo normal es que Joan Didion se hubiera suicidado en algún momento. Pero al contrario que esa salida de tono de Borges, afirmando que Hemingway se pegó un tiro el día que descubrió que era un mal escritor, Joan Didion no podía dejar pasar de largo tanto talento. Y mucho menos al partirse su vida con la muerte de su marido y, dos años más tarde, la de su hija. Dos picos tratados casi con disimulo en el documental, pero que dieron lugar a los que tal vez sean los mejores libros de Joan Didion: El año del pensamiento mágico y Noches azules. Hasta la fecha en que suceden las tragedias, todo apunta a que ella supo controlar eso que uno llamaría destino, a falta de una palabra mejor.

 

Pero ni siquiera en esos instantes Didion, ni en el documental ni en los libros, altera el tono, se modifica. La única pista que tenemos sobre su incapacidad de mantenerse inerte son sus brazos, es decir, la periferia. La figura anciana a la que entrevista su sobrino contiene en mismo gesto que la de las fotografías de las épocas más atropelladas, de su temporada de gran vividora, de esa edad en que uno no entiende que mañana la vida puede haberse modificado. Pero sus brazos giran y se extienden, son dos ramas de viejo pastor de árboles con voluntad propia, la de expresar, la de gritar lo que no ha podido hacer antes, durante ochenta años de su vida en los que se ha debido a un personaje.

 

Dado que no toda su obra está traducida al castellano, Los que sueñan el sueño dorado es la recomendación a través de la cual conocemos a Joan Didion. Se trata de una recopilación de artículos de los años sesenta y setenta, y algunos de los noventa. Pero descubrimos a una mujer en plena contracultura, que elige ser una espectadora del proyecto de vida americano, ese que, como ella misma dice, consiste en estar convencida de que John Wayne aparecerá para llevarla a vivir a la casa junto al meandro del río, entre los álamos. Y, sin embargo, para vivir la nueva idea de sueño americano, la del mundo hippie, se traslada a San Francisco, donde todo es hiperbólico. La sensación que transmite es que sabe que está viviendo el estallido de la pubertad de Estados Unidos. A la par, está estableciendo la psicología del cronista, que donde mejor se manifiesta es en este reconocimiento: “Nos han inculcado la idea de que los demás, da igual quiénes, todos los demás, son por definición más interesantes que nosotros; nos enseñan a ser tímidos, prácticamente a odiarnos a nosotros mismos”.

 

Esa idea resume cómo se educaba en una América profunda, autosuficiente y autosatisfecha, incapaz de evolucionar y por tanto mezquina. El único lugar donde consideró, entonces, que no se imitaba a esa América era Nueva York. Por otra parte, allí podría beneficiarse de la experiencia ajena. Eran años que se dedicó a construirse o a creer que se estaba construyendo o se había construido: “resultaba difícil sorprenderme. Resultaba difícil hasta conseguir mi atención”. Didion estaba absorbida por la intelectualización, por unos mecanismos obsesivo compulsivos semejantes a la codicia, por su proyección en toda la polisemia del término, incluyendo la somatización que resulta de una formación tan ambiciosa. Eran los años de The Doors y los Panteras Negras, eran los años en que, si se aspiraba todo ese aire, uno terminaba por entrar en pánico: por no ser capaz de hacer la revolución, o por comprobar cómo la revolución afectaba al sueño y a los sueños. Pero gracias a ello Didion ideó una gesta, que se llama comunidad. Algo semejante a la idea del prójimo, en el oeste de Estados Unidos vivió en casas donde las puertas estaban abiertas para todos. No cesaron de sumar experiencias vitales en todos los ámbitos menos en uno: Didion confiesa que la escritura no ayuda a entender qué quería decir nada de todo aquello.

 

Cuando regresamos a crónicas posteriores, Didion ya es consciente del laconismo de la rueda activa del modo de vida americano. Mientras sufre migrañas, entrega guiones a productores de Hollywood, lo que ella llama “apuntes para las obras de los directores”. Se embarca en giras promocionales por el éxito de alguna de sus novelas, muchas de ellas inéditas en España, aunque la calidez de Según venga el juego sea garantía más que suficiente. Y así hubiera seguido su vida de no ser por la tortura de la muerte. Fallece su marido y, con todo lo que le cuesta expresarse en un lenguaje lírico, metafórico, poético, sin alterar su estilo, escribe El año del pensamiento mágico, una de las mejores obras de literatura testimonial de todos los tiempos.

 

Pero, ¿por qué “pensamiento mágico”? El título es un choque de trenes frente a la cultura que hasta la fecha había representado en sus escritos. El pensamiento mágico es la actitud más alejada del realismo social, de farsa de clase media, tipo Carver o Cheever, al que están acostumbrados los americanos. Eduardo Lago entrevistó a Joan Didion para El País (2 de septiembre de 2006) y obtuvo la siguiente respuesta:

 

“Los antropólogos y los psiquiatras hablan de ‘pensamiento mágico’ para referirse a una actitud mental que nos hace sentirnos firmemente convencidos de que tenemos poderes para influir en el curso de los acontecimientos. El pensamiento mágico es característico de los niños. Cuando una pareja se divorcia es frecuente que los hijos se sientan culpables; tienden a creer que la causa de la separación es su mal comportamiento. Los ritos propiciatorios que buscan provocar la lluvia son un ejemplo muy característico de pensamiento mágico entre adultos. Cuando perdí a mi marido me aferré al pensamiento mágico con una intensidad que después me causó asombro. Me negaba a tirar sus zapatos porque estaba convencida de que si los conservaba, John volvería a por ellos”.

 

La inmediatez de su escritura, pues Didion apenas aguarda nueve meses de duelo antes de comenzar a escribir, y la enfermedad de la hija a la que espera la muerte, dan al libro una doble línea argumental y una unidad temática y estilística: por un lado se analiza el fallecimiento de alguien que ha estado a tu lado y a quien has querido más de lo que has entendido, y por otro la lucha por salvar a la hija de una muerte segura, dos formas de una única enfermedad que se llama duelo. El azar y la memoria se suceden con un estilo limpísimo para plantearse si existe alguna forma de afrontar el dolor, indagando, la talla de periodista ya estaba hecha, sobre cómo lo han podido integrar otras personas. Didion, escritora, testigo, tímida por haberse educado como alguien inferior a los demás, es protagonista, se niega a dejar que el sufrimiento la suceda así, sin más.

 

De ahí, por ejemplo, que el testimonio directo se imponga sobre las referencias. No estamos frente a un ensayo, en ninguno de los dos libros, estamos frente a la meditación verbalizada, frente al porqué de las cosas que es algo que no puede ser más único, más personal. La tensión sale de sí, de la escritura que es la herramienta que Didion conoce mejor, que es ella, y que sabe que no la conducirá a ninguna parte, a ninguna conclusión, porque eso es algo que ya ha sucedido antes, a lo largo de cuarenta años escribiendo. Y escribiendo sobre lo cotidiano, que sigue siendo el tema de las dos obras. A pesar de ello, sin saber bien cómo, Didion es capaz de presentarnos la degradación de la felicidad en esos actos de cada día: desayunar y lavarse los dientes, escribir, contestar al teléfono, sacar la basura o hacer la compra. No hay que ordenar el caos a través de la escritura, porque no hay caos: “La vida cambia rápidamente. La vida cambia en un instante. Te sientas a cenar y la vida que conoces termina”. No podemos dejar de recordar el inicio de La invención de la soledad, de Paul Auster: “Un día hay vida (…). Todo es como era, como será siempre (…). Y entonces, de repente, aparece la muerte”.

 

“El hombre deja escapar un pequeño suspiro, se desploma en su sillón y muere”. Las palabras siguen siendo de Auster. La memoria podría ser la de Didion, pues así es como sucedió la defunción de su marido. Lo inusitado sigue siendo la distancia emocional. Fascina. Es casi doloroso reconocerlo, pero esa misma distancia que hacía a la periodista ver una mina de oro en la noticia de una niña huérfana enfangada en droga, es la misma que hace de El año del pensamiento mágico y Noches azules dos obras maestras. Nos hace sentir cierto terror sobre quiénes somos en realidad, hasta que nos damos cuenta de que somos como los demás. Que eso es lo que Didion pretende. Esa ha sido su forma de ser sincera toda la vida. Así será cómo analizará la psicología de Ronald Reagan, reducida a marketing, o la de la primera dama, Nancy, cuya orientación ética la dicta la revista Vogue, que ella leía mientras Ronald redactaba postales a ciudadanos. Los asuntos de estado les quedaban tan lejos como la fosa de las Marianas.

 

Aun tras las pérdidas, o junto a ellas, a Didion no le abandona cierto espíritu de Peter Pan, el mejor, el compasivo. Por ejemplo, en su reivindicación contra el sentimiento de culpa que expresa en los casos de violación, cuando se acusa a la mujer de no poner suficientes trabas. Es la misma culpa con que nos educaron haciéndonos pensar que los demás son mejores que nosotros, solo que en este caso no se limita a superar las barreras de la patología, sino que maldice a toda una humanidad. Pero Didion no se queda ahí. Sigue cavilando y se da cuenta de que, frente a ese debate, existe el paradójico de la victimización social: el violador ha sufrido oprobio toda su vida, incluso la ha heredado desde la generación de sus ancestros, esclavos en las plantaciones de algodón. Didion opta por no sentimentalizar, excepto para denunciar que se imponga la violencia, porque considera que esa es la ética del género literario que ella practica, ese que conocemos como periodismo.

 

“Somos seres mortales imperfectos, conscientes de esa mortalidad incluso cuando la apartamos a empujones, decepcionados por nuestra misma complejidad, tan incorporada que cuando lloramos a nuestros seres queridos también nos estamos llorando a nosotros mismos, para bien o para mal. A quienes éramos. A quienes ya no somos. Y a quienes no seremos definitivamente un día.” (El año del pensamiento mágico, Literatura Random House). Si uno ve el documental El centro cederá se da cuenta de que ese es el espíritu que libran las manos y los brazos de Joan Didion, cuando ya el resto del cuerpo no la permite recomponerse como se hace en la juventud, pero abre el camino a que lleguen las sorpresas del mundo. No parece necesario, como expresa al final con un lirismo centenario, que pague un pasaje de vuelta al mundo exterior. Nunca lo abandonó. Siempre ha recordado quién es. Siempre nos ha mostrado que eso es lo importante.

 

 

 

 

Ricardo Martínez Llorca es autor de los libros Tan alto el silencio (Debate), El paisaje vacío (Debate, premio Jaén), El carillón de los vientos (Alcalá), Después de la nieve (Desnivel), Cinturón de cobre (Pre-textos), Al otro lado de la luz (La línea del horizonte), Hijos de Caín (Xplora) y El precio de ser pájaro (Desnivel). Ha colaborado en distintas revistas de viajes y literatura y en la Escuela Contemporánea de Humanidades. En la actualidad es crítico literario en Quimera, Revista de letras y La línea del horizonte. Dirige la sección ‘Viajes y libros’ en Culturamas. En FronteraD ha publicado, entre otros artículos, Yo y el otro, él y el otro, la identidad y el otro. La fantasía de un pasado al que es posible volverAl final de la frontera. Una literaturaEntre años salvajes, guerreros alpinos y un leñador. ¿Existe la literatura de montaña?

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