Tonalá (Jalisco, México)
Población: 478.689 habitantes
Superficie: 166.1 km²
Motivo del trámite: Cambio de placa de vehículo
Duración: 5h y 30 m.
Dirección: Centro Integral de Trámites Vehiculares, Calle Alberca s/n
Costo: 818 pesos más impuesto del 1%-5% sobre el valor del vehículo
Usuario: Tres individuos, 28-35 años
06:45 a.m. Mi esposa, que va a vender su Derby Volkswagen 2007, la compradora y yo paramos frente a un edificio de puertas cerradas. Todavía es de noche, pero ya se ven algunos vendedores de artesanía y tiliches que aprovecharán el turismo de trámites. Preguntamos a un policía por la oficina de cambio de placa vehicular. Nos informa de que el centro para nuestro trámite está allá, al doblar la esquina, abierto. Con una mano sostiene un fusil, mientras con la otra barre el suelo frente a su comisaría.
06:50 a.m. En la caseta de la entrada, un vigilante nos pide el papel de la cita. Se lo entregamos, y yo agrego ufano: “¡Nos toca a las 7:00!”. El vigilante responde que todas las citas se dan a esa hora y que antes hay más de cien personas. Ordena que nos estacionemos exactamente donde él nos indique y pasa a caminar delante del carro, hacia nuestro espacio. Con voz de ventrílocuo susurro a mi esposa que lo atropelle.
07:00 a.m. Hay que bañarse en esta luz para saber cómo alimenta plantas trepadoras que oscurecen pactos civilizatorios. Una máquina de Doritos casi cubre el letrero del baño de hombres. También hay desperdigados un garrafón con agua, dos máquinas de venta de dulces y una expendedora de Healthy Coffee™, ante la que otros usuarios hacen una larga fila. Las ventanas de atención al ciudadano están cerradas, no hay carteles explicativos y lo más similar a un puesto de información es un lugar de fotocopias con el nombre de Módulo de Apoyo al DIF[1]. Un gordito parece controlar todo esto, porque revisa afanoso una serie de carpetas y las personas se dirigen a él con humildad.
07:05 a.m. Por rumores, descubrimos que el gordito está pidiendo que se le acerquen quienes tengan una ficha. Cada citado se planta con su carpeta y el gordito decide si los documentos están en regla. Cuando lo están, manda al usuario de vuelta a su carro. Mi esposa se acerca y le pregunta quién distribuye esas fichas. El gordito responde que él mismo, pero que cuando se terminen no dará más (¿cuándo las repartió? Muchos llegaron horas antes que nosotros. Las fichas ahora se han acabado). Entonces, aclara, él pasará a revisar las carpetas de nosotros, los sin ficha. Añade que nuestro turno está fijado por el orden de aparcamiento del carro.
07:20 a.m. Tuberías pintadas del blanco de la pared. Polillas níveas forman la cara de Robert Walser. Techo de lámina por donde amanece. El gordito revisa nuestra carpeta. Parece que todo está correcto. Nos manda a esperar a nuestro carro, hasta que tres peritos pasen a estudiar el vehículo. Volvemos al Derby. Fuera, los con ficha y los sin ficha esperamos, igualados por nuestras congeladas caras de Dolly. Preguntamos a un individuo, que por ir metódicamente de un lado a otro podría trabajar aquí, cuándo aparecerán los peritos, y qué debemos hacer después de la evaluación. Él responde que si la evaluación está ok uno de los peritos nos entregará otra ficha. Otro usuario le pregunta lo mismo. Más lejos, otro le hace la misma pregunta. Más allá, misma pregunta, misma respuesta, hasta las nubes.
07:35 a.m. Cada uno de los tres peritos (barba recortada, bigote, y el último lampiño y con gorra roja de Ferrari) revisa el contenido de nuestra carpeta, que refulge y se apaga a medida que la evaluación prosigue. Ante el reglamento: No basta una palabra para derribar al centinela y tocar las leyes que nos dimos, sino que alguien metió pesados reglamentos en nuestros bolsillos, ¿quién sabe?, agujereados.
08:30 a.m. El perito de bigote, que nos entregó la ficha, nos avisa de que hemos de regresar a los dominios del gordito, para que se nos haga la revisión final de la carpeta. Allí, antes de entregar los documentos, nos damos cuenta de que estamos rodeados por decenas de cajas de cartón, acumuladas unas sobre otras. Junto a la ventanilla vemos una moneda de dos pesos. Preguntamos a la burócrata si alguien se ha dejado ese dinero. La burócrata nos hace un gesto para que tomemos la moneda. Al ir a tomarla, está pegada. De hecho, cada ventanilla tiene su moneda pegada. La burócrata nos pide nuestra ficha y un documento del que nunca hemos oído hablar. Nos advierte que el vigilante nos lo debió haber entregado a las 7:00. Volvemos a la caseta de entrada. El vigilante nos increpa por no haberle pedido el documento antes. “¿Cómo íbamos a saber que necesitábamos algo que no sabíamos que existía?”, le preguntamos, existencialistas. Pero sin elevar mucho la voz, no sea que de repente olvide que tiene el documento que nos falta.
09:00 a.m. Tras la revisión de la carpeta, la burócrata nos anuncia que en dos horas podremos regresar. Nos marchamos felices a recorrer el centro de Tonalá, pero pronto nos percatamos de que no sabemos a qué debemos volver, ni dónde, ni si ese será el último trámite. Fuera, discutimos sobre si debemos preguntarle a la burócrata, aunque se nos haya pasado el turno. También si es mejor que lo pregunte una mexicana, conocedora de los giros de los compatriotas pero desacostumbrada a levantar la voz, o un español, un bocón contento con hacer saltar las ceremonias verbales tapatías, pero fácilmente señalable como un extravagante al que ocultar el avance real del expediente. Si erramos, la burócrata puede enfadarse y eso sería el fin del trámite y un nuevo madrugón. Al final optamos porque la compradora sea quien pregunte de nuevo. Su aspecto de recién llegada es su fortaleza: Tras cada pregunta se queda tan quieta que a cada segundo parece que espera una respuesta. Con ese gesto, el éxito es seguro. Efectivamente, la burócrata responde que tras el par de horas hemos de volver a este mismo lugar, que ellos nos llamarán, pagaremos y tendremos las placas, si está todo correcto.
Salimos contentos, la alegría escasa: Hemos olvidado preguntar quiénes se comunicarán con nosotros después, quiénes son ellos. Una mujer nos escucha y se acerca. Dice que no nos preocupemos, que simplemente regresemos a las 11 a.m. y alguien dirá el número de nuestra ficha. Si está todo correcto, podremos ir a la Recaudadora. Mujer espontánea o burócrata encubierta, va vestida como una princesa, y yo obligaría a los moscos a que secundasen mi reverencia.
9:30 a.m. Los usuarios recorremos el centro de Tonalá comprando cantaritos y macetas de barro. Vamos en procesión, y si alguien cantase, todos cantaríamos. Nada tienen dentro los cantaritos, ni las macetas, pero los llevamos como si en su fondo estuvieran los dientes mágicos del gordito burócrata, con su llave que abre todas las puertas.
11:00 a.m. Una decena de personas sentadas. El de la gorra de Ferrari anuncia que pronto dirá los números que pueden pasar a la Recaudadora. Como si alguien hubiera alzado el telón, el de la gorra platica con otros burócratas que nos miran fuera de sus ventanillas, casi, casi entre nosotros; el gordito se sirve un café; el perito de bigote habla por el celular. Finalmente, el de la gorra anuncia:
“22. Número 22”.
Nadie responde. Lo repite. Silencio. Sale de escena. Murmullos. Nosotros tenemos el 26, y esperamos que tras su 22 vaya un 23, y no, por ejemplo, un 21. O peor; lo más horroroso sería que tras el 22 vinieran un 10, 21, 92, 68, 71, 9, 2015, 0. Pasan diez minutos. El de la gorra vuelve a entrar a escena:
“Número 22. ¿Se encuentra el número 22?”.
Silencio. Alguien grita: “Se ha dormido. ¡Pase al 25!”. Si tuviéramos muñones, sonreiríamos con ellos y los agitaríamos en aprobación. Pero ni sonreímos. Callamos con el rostro cosido a la tierra de la oficina. Si vuelve a repetir 22, empezaremos a pensar que 22 no significa 22, que está hablando en clave. Entonces el de la gorra roja anuncia una serie de números alternos que incluyen el 26.
11:40 a.m. Nos embriaga pagar a la Recaudadora, pero al salir estamos confusos… ¿Puede ser que no reconozcamos a ninguno de los otros usuarios?
12:15 p.m. La compradora del Derby se ofrece a llevarnos a nuestra casa. Tras un tiempo en el carro, el tráfico se interrumpe. Después de varios minutos parados, algunos conductores empiezan a salir de sus vehículos y se hablan animadamente. Una mujer nos dice que ha habido un choque y la carretera está cortada. Así permanecemos, quietos, refunfuñando, hasta que observamos que los carros que nos preceden, uno a uno, se han girado y están manejando por nuestro lado, en dirección contraria. Como desgajados, todos pasamos a enfilar en sentido contrario. Despacito, y luego con seguridad, decenas de carros también interrumpimos, brevemente, el tráfico. Hasta que entroncamos con una carretera despejada.
Jesús Pérez Caballero (Gandía, 1981) es escritor y jurista. Becario posdoctoral en el Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM (México), es autor de los libros Las Brigadas Prosublime (Sloper, 2015) y El elemento político en los crímenes contra la humanidad. La expansión de la figura al crimen organizado transnacional y el caso de las organizaciones de narcotraficantes mexicanas en el sexenio 2006-2012 (Dykinson, 2015). En FronteraD ha publicado, entre otros artículos, Una guía heterodoxa de la mentira en México. Noticias entre 1997 y 2015, El mudo virreinato de Tlaxcala. En México verás edificios con la lengua fuera, La moral de las estatuas. ¿Qué queda del socialismo en el Berlín del siglo XXI? y Geopolítica de las conspiraciones. Lectura del Euromaidán ucraniano.
[1] DIF es acrónimo de Sistema para el Desarrollo Integral de la Familia. Se trata de una institución que siempre preside la esposa del gobernador de cada entidad federativa. En el de Jalisco hice, años atrás, mi curso prematrimonial obligatorio. El psicólogo nos aconsejó que, en todo matrimonio, es preferible mentir para evitar una discusión. También nos puso cartoons ñoños donde los hombres eran cuadrados y las mujeres círculos. Las figuras unas veces se embestían iracundas y otras chocaban encariñadas.