¿Ser o no ser?, ¿entrar o no entrar?, ¿escribir o quedarse en el blanco?, ¿Tita o Esperanza? En éstas ociosas y determinante preguntas andaba Faba, al intentar dirimir el tema que finalmente trataría en su nueva entrada de los jueves en su blog fronterizo.
El día anterior se había reinsertado en su trabajo de una forma tan radical como traumática. No sólo por el roce de sus colegas, y la sombra de unos aspirantes a estudiantes de su escuela, sino por las inmersiones obligatorias en la tiniebla de la burocracia. Además de asistir al final de la mañana a una asamblea de profesores, (pues forma parte del organigrama pedagógico de un Centro de Enseñanzas Artísticas de la Administración Pública), donde habrían de decidir si se adscribían a la huelga convocada en las Enseñanzas Medias madrileñas. Por si todo eso resultara poco, pretendía resolver un problema burocrático a una amiga, (antigua compañera de clase), que ahora residía en otro hemisferio.
¡La vida social envejece tanto! En la asamblea se quedó estupefacto ante la amplificación de proporciones físicas de sus compañeras y compañeros en los últimos meses. No sólo estaban más gordas y gruesos, sino mucho, mucho más viejos. Él no tenía ni siquiera la tentación de hacerse esa pregunta a sí mismo. Es una de las ventajas que tiene estar muerto; al menos socialmente, que es donde más salud perdemos.
Cuando Faba recibió con el pecho abierto a su infarto, (como si fuera un buen amigo, al que estaba esperando); de tanto amarlo, descubrió cual había sido realmente su origen. Si en un principio la razón le había repetido obsesivamente, que todo había sido culpa de sus enemigos; al final, su corazón partido le desveló que tuvieron la misma culpa sus seres más cercanos y queridos. Una madre, un niño, su mejor amigo, aquellos cómplices vitales de siempre, gracias a los que todo había alcanzado hasta entonces sentido.
Ahora allí seguían ellos, en plena asamblea, los mismos colegas que antaño envenenaron su camino. Algunos con un pie en la calle de la jubilación, y otros con la mano acariciando la lápida de su tumba. Sólo los muertos saben de estos placeres, como el de poder percibir y casi calcular los días que le restan a los vivos, mientras ellos permanecen en el mismo sitio.
Presidían la mesa improvisada de la asamblea, tres compañeros con los que llevaba toda la mañana departiendo: un sindicalista cano, un antiguo guaperas, eclipsado por los años, y un joven interino calvo. No había ninguna mujer en la mesa. Pero todas se volvían Pasionarias en sus intervenciones. “Solidaridad, vergüenza, alarma, confusionismo, ingenuidad…”, palabras que llenaban la sala de pasión y protagonismo. Qué derroche de talentos e ingenio, –pensó Faba-; y todos allí encerrados con aquella furia y aquel miedo.
Desde el centro de la mesa, el sindicalista formuló en voz alta la más inquietante de las paradojas.
– Ah, las huelgas indefinidas, eso sí que eran huelgas, pero eran otros tiempos. A finales de los 70 y ochenta, entonces sí que se podían hacer huelgas. Como no había Ley de Huelga, ni estaba permitida, no podían quitarte el dinero de los días no trabajados, porque no había ninguna ley que así lo regulara. Pero, en cuanto la legislaron, se acabaron los tiempos felices del huelguista. Desde entonces, cada día no trabajado se te descuenta, y esto se debe a que es legal y está regulada.
A pesar de su agotamiento, el espíritu burlón de Faba se sintió sonreír por dentro.
La más radical y alarmista de las intervenciones tuvo voz de mujer. Había sido alumna suya el primer año que dio clase Faba. Pertenecía a la vanguardia de su grupo ya desde muchachita, y a pesar de su aire grunge, encontró pareja en el hijo de una ministra. Ahora lucía una voluminosa melena gris plata, recogida en una trenza baja.
– Yo alucino, de oír a mis compañeros, -comenzó a ritmo de cortacésped, totalmente crispada-. Debe ser que no ven los telediarios, ni leen los periódicos, o escuchan la radio. Será muy bueno para su salud, no querer enterarse, pero muy malo para analizar lo que está sucediendo. El tratamiento que se nos está dando -y aquí tensó su voz como una fusta en el aire- a los funcionarios, cómo se nos está poniendo de vagos, de parásitos, casi de delincuentes; y si además son profesores, con esas vacaciones que disfrutan, tienen aún más delito. Pero si ya en el colmo de males, resultan profesores artistas, ésos son los peores de todos. Ya era hora de que alguien se atreviera a meterlos en vereda. Eso, eso y no otra cosa, es lo que transpira la opinión pública. Así que mucho cuidado con lo que aquí se decida.
Como llevaba en el Centro desde primera hora de la mañana, (la misma hora en que solía acostarse durante el verano), tenía Faba todo el cuerpo dormido en aquella banca de alumno, que había sustituido a las tradicionales butaquitas con brazos, que usaban -hasta entonces- los profesores en su sala. Y como los turnos de palabra se alargaban, y ya eran más de las tres de la tarde, cogió Faba el montante, pensando que ya tendría tiempo de enterarse cómo se había todo aquello resuelto, si es que solucionarse pudiera tan fácilmente.
Y aunque tenía pensado colgar en su blog una crítica sobre la miniserie que en televisión le habían dedicado a la más mediática de nuestras baronesas, sentíase Faba en la obligación moral de tratar el tema de la enseñanza pública, tan en el candelero de la noticia, y en cuyo gremio se integraba. Sin embargo, le daba una pereza infinita del alma, reconocer por escrito, y denunciar las faltas de todo lo que como trabajador le acontecía en cada jornada laboral.
Al llegar a su casa, comió frugalmente, y antes de echarse una larguísima siesta reparadora, consultó su correo electrónico. Todos los mensajes procedían de su Escuela.