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Se quedó con el nombre hasta que casi cumplió los diez años. Tuvo, literalmente, que pelear para librarse de él. El So Big inicial (por una derivación cariñosa e infantil) se condensó en Sobig. Y el niño se quedó como Sobig DeJong, con toda su disarmonía consonántica, hasta que se convirtió en un escolar de diez años en aquel distrito increíblemente holandés al suroeste de Chicago, conocido primero como Nueva Holanda y luego como High Prairie. A los diez años, a fuerza de puños, dientes, botas con puntera de cobre y mal genio, se ganó el derecho a que lo llamaran por su verdadero nombre, Dirk DeJong. De vez en cuando, lógicamente, el apodo resurgía y había que reprimirlo en una breve e implacable refriega. Su madre, que estaba en el origen del nombre, era la peor infractora. Cuando a ella se le escapaba, él, claro está, no empleaba tácticas de patio de colegio con ella, pero se enfurruñaba, fruncía el ceño gravemente y se negaba a contestar, aunque el tono de su madre, cuando lo llamaba So Big, habría derretido el corazón de cualquiera que no fuese aquel pequeño salvaje, un niño de diez años.
El apodo venía de la temprana y estúpida pregunta que se hace invariablemente a los niños pequeños y que ellos responden, con paciencia infinita, durante sus años de infancia.
Selina DeJong, moviéndose diestramente por la cocina, de la tina a la tabla de amasar, del fogón a la mesa, o, cuando trabajaba en los campos de la granja, enderezando la espalda entumecida para tomar un breve respiro entre los apretados surcos de zanahorias, nabos, espinacas o remolachas en los que trabajaba, se enjugaba las gotas de sudor de la nariz y de la frente escondiendo rápidamente la cabeza en la concavidad del brazo. Sus bonitos ojos oscuros miraban al niño encaramado momentáneamente en una pequeña pila de sacos de patatas vacíos, uno de los cuales le servía de vestido. El pequeño se alejaba continuamente de la pila de sacos para hurgar y escarbar en el fértil y cálido légamo negro del huerto. Selina tenía poco tiempo para demostraciones de afecto. El trabajo siempre andaba pisándole los talones. Ahí estaba, una joven con un vestido azul de percal, desteñido y manchado de tierra. En sus ojos una mirada resuelta, como si, en su apresuramiento, fuera siempre un poco por delante de sí misma. Llevaba el abundante pelo moreno recogido en un práctico moño del que escapaban continuamente bucles y hebras, que remetía con al mismo gesto agobiado de cabeza y codo. Sus manos, debido el trabajo, solían estar demasiado costrosas y hundidas en la tierra en la que escarbaba. Y allí estaba él, un niño de dos años, lleno de mugre, quemado por el sol y, por lo demás, afeado normalmente por los golpes, mordiscos, arañazos y contusiones que son la suerte común del hijo de una granjera agobiada de trabajo. Sin embargo, en ese momento, cuando la mujer miraba al niño en la cálida y húmeda primavera de las praderas de Illinois, o en la abigarrada cocina de la granja, vibraba y tremolaba entre y en torno a ellos, un aura, un destello, que transmitía a ambos y a cuanto los rodeaba un misterio, una belleza, un resplandor.
—¿Cómo de grande es mi niño? –preguntaba Selina, mecánicamente–. ¿Cómo de grande es mi hombrecito?
El niño dejaba por un momento de meter los dedos regordetes en el fértil y cálido légamo, esbozaba una sonrisa gozosa aunque algo cansada y abría mucho los brazos. Ella también abría mucho, mucho, sus agotados brazos. Luego decían a dúo, la boca de él un pétalo rosa fruncido, la de ella temblando de ternura y un poco de diversión:
—¡Así-í-í de grande!
Elevaban el tono al prolongar la vocal y lo dejaban caer bruscamente en la segunda palabra.
Era parte del juego. El niño se acostumbró tanto a la pregunta que, a veces, si por casualidad Selina miraba de pronto mientras trajinaba adonde estaba el pequeño, él contestaba sin que le hicieran la pregunta habitual y lanzaba distraídamente su “¡Así-í-í de grande!” en un soliloquio obediente. Luego echaba atrás la cabeza y soltaba una risa triunfal, la boca abierta como un agujero de coral. Selina corría hacia él, se le echaba encima, hundía la cara iluminada en los cálidos pliegues de su cuello y hacía como que lo devoraba:
—¡Así de grande!
Pero, por supuesto, no lo era. No era tan grande. De hecho, nunca se hizo tan grande como los brazos amorosos y la imaginación de su madre hubieran querido. Cabría pensar que Selina se dio por satisfecha cuando, años después, él fue el Dirk DeJong cuyo nombre podía verse grabado en la cabecera de un papel color crema, tan lujoso, grueso y consistente que parecía almidonado y planchado mediante algún costoso proceso comercial norteamericano; cuya ropa era confeccionada por Peter Peel, el sastre inglés; cuyo biplaza descapotable tenía un chasis francés; cuyo mueble-bar contenía vermú italiano y jerez español; cuyas necesidades eran atendidas por un mayordomo japonés; cuya vida, en una palabra, era la de un exitoso ciudadano de la República. Pero Selina no estaba contenta. No solo no lo estaba, sino que se sentía al mismo tiempo arrepentida e indignada, como si ella, Selina DeJong, la verdulera ambulante, fuera en parte culpable de aquel éxito y, en parte, hubiera sido engañada por él.
Cuando Selina DeJong era Selina Peake había vivido en Chicago con su padre. Habían vivido también en otras ciudades. En Denver, durante los desenfrenados años ochenta. En Nueva York, cuando Selina tenía doce años. En Milwaukee, brevemente. Hubo incluso un interludio en San Francisco que siempre quedó un poco borroso en su mente y que culminó con una salida tan precipitada como para sorprender a Selina, que había aprendido a aceptar las súbitas idas y venidas sin preguntar.
—Negocios —decía siempre su padre—. Tengo un asunto en juego.
Ella nunca supo hasta el día en que murió su padre que el término “juego” podía aplicarse literalmente a sus transacciones comerciales. Simeon Peake, que viajaba por el país con su hija pequeña, era jugador profesional por temperamento y talento naturales. Cuando le sonreía la suerte, vivían como reyes, paraban en los mejores hoteles, comían raros y suculentos manjares marinos, iban al teatro, se desplazaban en coches alquilados, siempre de dos caballos. Si Simeon Peake no tenía suficiente dinero para un coche de dos caballos, iba andando. Cuando la suerte era esquiva, vivían en pensiones, comían menú de pensión y vestían ropa que habían comprado cuando la fortuna soplaba a favor. Durante todo este tiempo, Selina fue a colegios buenos, malos, privados y públicos, con sorprendente regularidad teniendo en cuenta su vida nómada. Matronas opulentas, viendo a esa niña seria y de ojos oscuros sentada sola en el vestíbulo de un hotel o en el salón de una pensión, se inclinaban hacia ella y le preguntaban, solícitas:
—¿Dónde está tu mamá, pequeña?
—Murió –respondía Selina, tranquila y educadamente.
—¡Oh, pobrecita!
Y añadían, en un rapto afectuoso:
—¿No quieres venir a jugar con mi hija? Le encanta jugar con otras niñas. ¿Eh?
Prolongaban la e de la pregunta como un tierno murmullo.
Esas buenas mujeres malgastaban su compasión. Selina lo pasaba muy bien. Exceptuando tres años, cuyo recuerdo era para ella como entrar en un cuarto oscuro y helado viniendo de otro cálido e iluminado, su vida era libre, interesante y variada. Tomaba decisiones que suelen corresponder a los adultos. Elegía su ropa. Se encargaba de su padre. Leía ensimismada libros que encontraba en salones de pensiones, hoteles y en las pocas bibliotecas públicas que existían por entonces. Pasaba sola muchas horas al día, todos los días. Muchas veces su padre, temiendo que se sintiera sola, le compraba un montón de libros y ella se daba un festín, lanzándose y sumergiéndose en ellos con la extasiada indecisión de una glotona. Así, a los quince años conoció las obras de Byron, Jane Austen, Dickens, Charlotte Brontë y Felicia Hemans, por no hablar de la señora E. D. E. N. Southsworth, Bertha M. Clay, y esa hada buena de las fregonas, el Compañero del hogar, en cuyas páginas las obreras y los duques acababan juntos tan inevitablemente como el filete y las cebollas. Estas últimas lecturas se debían, claro está, a la forma de vida de Selina, y se las prestaban bondadosas patronas, criadas y camareras desde California a Nueva York.
Sus tres años oscuros –de los nueve a los doce– los pasó con sus dos tías solteras, las señoritas Sarah y Abbie Peake, en la casa sombría y mojigata de Vermont Peake de la que su padre, la oveja negra, escapara de niño. Al morir la madre de Selina, Simeon Peake mandó a su hija de vuelta al Este en un ataque de remordimientos e indefensión temporal por su parte y en un arranque de perdón y caridad cristiana por parte de sus dos hermanas. Las dos mujeres encajaban increíblemente en el prototipo literario de la solterona de Nueva Inglaterra. Mitones, conservas, la Biblia, el gélido salón, la gata solemne y sin gatitos, el orden y “las-niñas-pequeñas-no-deben”. Olían a manzana (a manzanas pochas y con el corazón podrido). Selina encontró una vez una manzana así en el rincón de un pupitre desordenado, la olió, contempló su piel arrugada, seca y rosada y la mordió sin pensarlo, solo para escupir aquel bocado con una rociada muy poco propia de una señorita. La manzana estaba toda negra y mohosa por dentro.
En su desesperación, algo de esto debió de transmitir a su padre en una carta que eludió la censura. Él fue a buscarla sin previo aviso y, al verlo, Selina tuvo el único ataque de histeria que marcara su vida, antes o después de aquel episodio.
Así pues, de los doce a los quince años fue feliz. Llegaron a Chicago en 1885, cuando ella tenía dieciséis años, y allí se quedaron. Selina fue a la “escuela selecta para señoritas” de la señorita Fister. Cuando la llevó allí, su padre despertó cierto revuelo en el pecho de la señorita Fister, tan suaves eran su voz y sus maneras, tan triste su apariencia, tan encantadora su sonrisa. Le explicó que trabajaba en el negocio de las inversiones, acciones y ese tipo de cosas, y que era viudo. La señorita Fister dijo que sí, que se hacía cargo.
Simeon Peake no se parecía en nada al jugador profesional de nuestros días. El sombrero de ala ancha, el bigote lacio, el brillo en la mirada, los botines demasiado relucientes, el pañuelo gris, todo eso faltaba en el atuendo de Simeon Peake. Lucía, es cierto, un alfiler de diamante llamativamente blanco en la pechera de la camisa y llevaba el sombrero ligeramente ladeado. Pero por entonces ambas cosas formaban parte de la moda masculina y eran fáciles de ver. Por lo demás, era un hombre suave y elegante, delgado, ligeramente evasivo, que hablaba poco y, cuando lo hacía, mostraba un deje de Nueva Inglaterra que se notaba claramente, pues él era un Peake de Vermont.
Chicago era su pasión. La ciudad floreciente y próspera. Se le veía a diario en la casa de juegos de Jeff Hankins, con su felpa roja y sus espejos, y también en la de Mike McDonald, ambas en la calle Clark. Tenía rachas buenas y malas, pero de algún modo siempre se las arreglaba para pagar la escuela de la señorita Fister. Tenía la cara ideal para un jugador de póquer: anodina, impasible, inmóvil. Cuando andaba bien de dinero, comían en el Palmer House, y cenaban pollo o codorniz y la deliciosa sopa y la tarta de manzana que daban fama a aquel restaurante. Los camareros rondaban solícitos a Simeon Peake, aunque él raramente se dirigía a ellos y nunca los miraba. Selina era feliz. Las únicas chicas que conocía eran sus compañeras en la escuela de la señorita Fister. De los hombres, aparte de su padre, sabía lo mismo que una monja, o menos aún, pues estas criaturas enclaustradas, siquiera por el estudio de la Biblia, han de aprender mucho de las tendencias y pasiones que dominan al macho. El Cantar de los cantares de Salomón constituye en sí mismo una espléndida educación sexual. Pero la Biblia no estaba incluida en las lecturas azarosas de Selina, y el gedeonista no tenía mucho peso por entonces en el mundo hotelero.
Su mejor amiga era Julie Hempel, hija de August Hempel, el carnicero de la calle Clark. Probablemente, con suerte, posean ustedes algún acción de Hempel y coman bacón Hempel y jamones ahumados Hempel, porque en Chicago la distancia entre el carnicero de 1885 y el conservero de 1990 suponía un salto de solo cinco años.
Pasar tanto tiempo sola desarrolló en ella un don para lo imaginario. En su estilo cómodo y elegante, Selina era una mezcla de la marquesa de Dick Swiveller y de Sarah Crewe. Incluso en su infancia, extraía un placer doble de la vida, algo reservado normalmente a las mentes creativas. “Ahora hago esto, ahora lo otro”, se decía a sí misma mientras lo hacía. Observaba al mismo tiempo que participaba. Tal vez su afición al teatro tuviera algo que ver. En una época en que casi todas las niñas no solo eran ignoradas, sino prácticamente invisibles, Selina ocupaba un asiento de adulto en el teatro, la cara embelesada, los ojos serios y oscuros brillando con una especie de palidez luminosa, sentada orgullosa junto a su padre. Simeon Peake sentía la pasión del jugador por el teatro, y él mismo tenía el talento dramático necesario para ejercer con éxito su profesión.
Así que Selina, medio escondida en las profundidades del patio de butacas, se retorcía, extasiada y expectante, cuando se alzaba el telón sobre las grotescas filas de los trovadores de Haverly. Lloró (como Simeon) con las cuitas de Los dos huérfanos cuando Kitty Blanchard y McKee Rankin llegaron a Chicago con la Union Square Stock Company. Presenció aquella novedad asombrosa, una obra judía llamada Samuel de Posen. Fue Fanny Davenport en Pique. Simeon la llevó incluso a una representación de esa nueva forma de espectáculo desvergonzada y deliciosa, la extravaganza. Aquella criatura regordeta con medias y lentejuelas que bajaba por la larga escalera le pareció el ser más hermoso que había visto nunca.
—Lo que me gusta del teatro y de los libros es que puede pasar cualquier cosa. ¡Lo que sea! Nunca se sabe –dijo Selina tras una de esas veladas.
—La vida es igual –le aseguró Simeon Peake–. No te imaginas las cosas que te ocurren si simplemente te relajas y las tomas como vienen.
Curiosamente, Simeon Peake decía esto no por ignorancia, sino a propósito y por una razón. A su manera y para su época, era un padre muy moderno.
—Quiero que veas cosas de todo tipo –le decía–. Que comprendas que todo esto no es más que una gran aventura. Un bonito espectáculo. El truco está en actuar en él y contemplarlo al mismo tiempo.
—¿Qué quieres decir con “todo esto”?
—Vivir. Todo está mezclado. Cuantos más tipos de gente conoces y más cosas haces y te suceden, más rico eres. Aunque no sean cosas agradables. En eso consiste vivir. Recuerda que cuantas más cosas te pasen, da igual que sean buenas o malas, mayor es… –aquí usó un término de jugador, sin darse cuenta–, mayor es la puesta.
Pero Selina, de algún modo, lo entendió.
—¿Quieres decir que cualquier cosa es mejor que ser como la tía Sarah y la tía Abbie?
—Bueno…, sí. Solo hay dos tipos de personas en el mundo que realmente cuentan. Unas son trigo y otras esmeralda.
—Fanny Davenport es esmeralda –dijo rápidamente Selina, y se sorprendió de su respuesta.
—Sí. Eso es.
—Y el padre de Julie Hempel es trigo.
—¡Caray, Sele! –exclamó Simeon Peake–. Eres una diablilla muy lista.
Después de leer Orgullo y prejuicio decidió convertirse en la Jane Austen de su tiempo. Se volvió misteriosa y disfrutó de un breve periodo de impopularidad en la escuela de la señorita Fister por sus veladas alusiones a su “obra” y por una irritante manera de sonreír para sus adentros y golpear meditabunda con el pie como si estuviera embebida en visiones demasiado exquisitas para el ojo normal. Su amiga Julie Hempel, con razón, se enfureció por aquello y le dio a entender que debía elegir entre revelar su secreto o ser expulsada del corazón Hempel. Selina le hizo jurar que guardaría el secreto.
—De acuerdo, te lo diré. Voy a ser novelista.
Julie estaba visiblemente decepcionada. Aunque soltó un “¡Selina!”, aparentando sentirse impresionada, añadió:
—De todas formas, no entiendo a qué venía tanto misterio.
—No lo entiendes, Julie. Los escritores deben analizar la vida de primera mano, y si la gente sabe que la estás examinando no actúa con naturalidad. Escucha, el día que me hablaste de aquel chico que te miró en la tienda de tu padre y dijo…
—Selina Peake, como te atrevas a poner eso en tu libro no volveré a hablarte.
—Está bien. No lo haré. Pero a eso me refiero. ¿Lo ves?
Julie Hempel y Selina Peake, ambas productos acabados de la escuela de la señorita Fister, tenían la misma edad: diecinueve años. Aquel día de septiembre, Selina había pasado la tarde con Julie y ahora, mientras se arreglaba el sombrero antes de irse, se tapó los oídos para no oír a Julie insistiéndole en que se quedara a cenar. En verdad, la perspectiva de la cena de los lunes en la pensión de la señora Tebbitt (la suerte de los Peake era momentáneamente esquiva) no era excusa suficiente para que Selina se negara. De hecho, la cena de los Hempel, descrita plato por plato por la insistente Julie, suscitó gruñidos de hambre en Selina.
—Hay pollos camperos, tres, que un granjero del oeste ha traído a papá. Mamá los hace rellenos. Hay gelatina de mora, cebollas con nata y tomates al horno. Y de postre, bollo de manzana.
Selina ajustó el elástico que sujetaba su sombrero bajo el moño y lanzó un último y sonoro gruñido.
—Los lunes por la noche cenamos cordero frío y repollo en casa de la señora Tebbitt. Hoy es lunes.
—Entonces, tonta, ¿por qué no te quedas?
—Papá llega a casa a las seis. Si no me encuentra se llevará un chasco.
Julie, regordeta, rubia y apacible, renunció a sus zalamerías y probó su acero contra la firme decisión de Selina.
—Tu padre se va nada más terminar de cenar y te deja sola todas las noches hasta las doce o más.
—¿Y eso qué tiene que ver? –dijo Selina, con frialdad.
El acero de Julie, de inferior calidad, se derritió al instante.
—Nada en absoluto, Selie, cariño. Solo pensé que podías dejar solo a tu padre por esta vez.
—Si no estoy allí, se llevará una desilusión. Y esa horrible señora Tebbitt le hace ojitos. Papá odia ese lugar.
—Entonces no entiendo por qué os quedáis. Nunca lo he entendido. Ya lleváis cuatro meses allí. A mí me parece horrible y asfixiante, con ese hule en los escalones.
—Papá ha sufrido algunos reveses en los negocios.
El vestido de Selina daba fe de ello. Cierto, era moderno, alegre, con canesú y volantes, y su sombrero de ala corta y copa alta, con sus adornos de plumas, flores y cintas, venía de Nueva York. Pero ambos habían sido adquiridos la primavera anterior, y ya era septiembre.
Habían pasado la tarde revisando el número de ese mes del Libro de mujeres de Godey. La diferencia entre el vestido de Selina y las creaciones que allí aparecían era tan grande como la que existía entre el menú de la señora Tebbitt y el descrito por Julie. Esta, cariñosa aunque derrotada, se despidió de su amiga.
Selina recorrió rápidamente la poca distancia que había entre la casa de los Hempel y la de la señora Tebbitt, en la avenida Dearborn. En su habitación del segundo piso, se quitó el sombrero y llamó a su padre, pero todavía no había llegado. Se alegró. Temía haberse retrasado. Contempló su sombrero con cierto disgusto, decidió arrancar las mustias rosas primaverales y, al quitar un par de puntadas, vio que el material del sombrero estaba más desvaído que las rosas, y que la superficie descubierta mostraba una mancha oscura como la que deja en la pared un cuadro que llevaba mucho tiempo colgado. Así que cogió una aguja y se dispuso a coser la antiestética rosa en su lugar habitual.
Sentada en el brazo de una silla junto a la ventana, estaba dando rápidas y certeras puntadas cuando oyó un ruido. Nunca antes había oído ese ruido, un ruido peculiar, los pasos lentos y terribles de hombres cargados con un cuerpo inerte y portando con infinito cuidado algo que ya no puede dañarse. Selina nunca había oído ese ruido antes y, sin embargo, al oírlo, lo reconoció por uno de esos presentimientos que, desde hace siglos, llaman intuición femenina. Ruido sordo-arrastrar de pies-ruido sordo-arrastrar de pies, escalera arriba y a través del pasillo. Selina se puso de pie, con la aguja en la mano, expectante. El sombrero se le cayó al suelo. Tenía los ojos muy abiertos, fija la mirada, los labios entreabiertos, la expresión atenta. Lo supo al instante.
Lo supo antes incluso de oír una voz ronca que decía:
—Ponedlo por ahí, en el rincón. ¡Despacio, despaaacio!
Y el alarido de la señora Tebbitt:
—¡No pueden dejarlo ahí! ¡No debieron traerlo así!
Selina recobró el aliento. Jadeando, abrió la puerta de golpe. Un bulto tendido e inerte, cubierto parcialmente con un abrigo extendido sin ningún cuidado sobre el rostro. Los pies se bamboleaban lánguidamente en las botas de puntera cuadrada. Selina se fijó en el brillo de aquellos botines. Su padre siempre había sido muy puntilloso con esas cosas.
Habían disparado a Simeon Peake en el garito de Jeff Hankins a las cinco de la tarde. Lo irónico es que la bala no iba en absoluto dirigida a él. Su curso errado respondía a un plan femenino. Disparada por una de esas mujeres melodramáticas que, armadas con un látigo o una pistola en defensa tardía de su honor, adornaron con sus actuaciones el anodino Chicago de los años ochenta, iba destinada al famoso editor de un periódico, citado a menudo (en periódicos que no eran los suyos) como un bon vivant. El correctivo de plomo de aquella mujer debía haber sido la prueba de que era más vivo que bueno.
Esta fue, tal vez, la razón por la que se echó tierra sobre el asunto. El periódico del editor –el más importante de Chicago– apenas mencionó el incidente y confundió el nombre a propósito. La mujer, creyendo cumplida su misión, apuntó mejor con la segunda bala y se ahorró la molestia de ser juzgada por los hombres.
Simeon Peake dejó a su hija Selina una herencia de dos magníficos diamantes azulados (como buen jugador, sentía debilidad por ellos) y la suma de cuatrocientos noventa y siete dólares en metálico. Era un misterio cómo había conseguido ahorrar una cantidad semejante. Claramente, el sobre que la contenía había guardado antes una suma mayor. Había sido sellado y luego rasgado. Por fuera, Simeon Peake, con su letra elegante y casi femenina, había escrito lo siguiente: “Para mi hija Selina Peake, en caso de que algo me ocurra”. Estaba fechada siete años atrás. Nadie supo nunca cuál había sido la suma original. Que quedara algo demostraba el casi heroico autocontrol de un hombre para quien el dinero –cualquier suma de dinero en efectivo– no era sino el combustible necesario para alimentar su fiebre de jugador.
Selina tuvo que elegir entre ganarse la vida o volver al pueblo de Vermont y convertirse en una manzana mustia y reseca con el corazón podrido y mohoso, como sus tías, las señoritas Sarah y Abbie Peake. No lo dudó.
—Pero ¿qué clase de trabajo? –preguntó Julie Hempel–. ¿Qué clase de trabajo puedes hacer?
Las mujeres –es decir, las Selinas Peake– no trabajaban.
—Yo… Bueno, puedo enseñar.
—¿Enseñar qué?
—Las cosas que he aprendido con la señorita Fister.
La expresión de Julie sopesó y desacreditó a la señorita Fister.
—¿A quién vas a enseñar?
Esto, desde luego, justificaba su expresión.
—A niños. A los hijos de la gente. O en colegios públicos.
—Tienes que hacer algún tostón, como estudiar magisterio o enseñar en el campo, antes de poder enseñar en los colegios públicos. Casi todas las maestras son viejas. De veinticinco y hasta treinta años –dijo Julie, incapaz, a sus diecinueve años, de imaginarse una edad más allá de los treinta.
Que Julie pasara a la ofensiva en esa conversación y Selina a la defensiva indicaba la ofuscación de esta última. Selina ignoraba por entonces las férreas cualidades que su amiga estaba desplegando para estar con ella. La señora Hempel había prohibido a Julie que volviera a ver a la hija del difunto y disoluto jugador. Incluso había mandado una carta a la señorita Fister en la que expresaba su opinión sobre una escuela que, admitiendo a jóvenes tan groseras en su círculo selecto, exponía a otras alumnas al contagio.
Selina se repuso de la arremetida de Julie.
—Entonces, enseñaré en una escuela rural. Se me da bien la aritmética, ya lo sabes.
Julie debía saberlo, pues todas las sumas en la escuela de Fister se las hacía Selina.
—En las escuelas rurales solo se enseña aritmética, gramática y geografía.
—¡Tú, enseñando en una escuela rural!
Miró a Selina.
Vio un rostro engañosamente delicado, el cráneo pequeño y de exquisita factura. Los pómulos bastante pronunciados, o tal vez así lo parecía porque sus ojos, oscuros, suaves y luminosos, estaban más hundidos de lo normal. La cara, en vez de estrecharse en una suave curva a la altura del mentón, adquiría una fuerza inesperada en el contorno de la mandíbula. Esta línea, hermosa, dura como el acero, afilada y nítida, es la misma que se ve en las mujeres pioneras. Julie, inexperta en el arte de leer la fisonomía humana, no descifró su significado. Selina tenía el pelo abundante, largo y bonito, y se lo recogía fácilmente en los bucles y moños exigidos por la moda. La nariz, ligeramente apretada en las ventanas, era preciosa. Cuando reía, arrugaba un poco el estrecho puente en un mohín encantador y pícaro. Selina era considerada una cosita vulgar, sin serlo en absoluto. Pero eran los ojos los que llamaban la atención y se recordaban. La gente que hablaba con ella se quedaba absorta mirándolos. A menudo Selina descubría, azorada, que no estaban escuchando lo que decía. Puede que fuera la tersura aterciopelada de sus ojos lo que impidiera apreciar la firmeza del resto de su cara. Cuando los siguientes diez años le pasaron factura y Julie se acercó a ella mientras Selina saltaba ágilmente de un carromato cargado de hortalizas, convertida en una mujer curtida por el clima y el sol, desgastada por el duro trabajo, la abundante cabellera recogida en un moño sujeto con una larga horquilla gris, la falda de percal manchada del barro de las ruedas, los pequeños pies calzados con un par de recias botas de hombre, con un sombrero de su marido, viejo, grotesco y abollado, los brazos cargados de mazorcas, zanahorias, rábanos y manojos de remolachas, con la dentadura averiada, el pecho plano y un bolsillo hundido por el peso en la espaciosa falda…, incluso entonces, Julie, al mirarla fijamente, la reconoció por los ojos. Corrió hacia ella con su traje, su blusa de fina seda y su sombrero de pluma y exclamó, llorando de horror y lástima:
—¡Oh, Selina, querida! ¡Mi querida Selina!
Abrazó a Selina, las zanahorias, las remolachas, el maíz y los rábanos. Las verduras se esparcieron a su alrededor en la acera, frente a la imponente casa de piedra de Julie Hempel Arnold, en Prairie Avenue. Pero, extrañamente, fue Selina la que consoló a su amiga, palmeando su hombro cubierto de seda y repitiendo una y otra vez:
—Ea, ea. No pasa nada, Julie. No pasa nada. No llores. ¿Qué motivo hay para llorar? Shhh… No pasa nada.
Este texto corresponde al inicio de la novela ¡Así de grande!, con traducción de Íñigo Jáuregui, que Nórdica Libros acaba de publicar.
Edna Ferber (Kalamazoo, 1887 – Nueva York, 1968) fue una escritora y dramaturga estadounidense. Independiente y enérgica figura feminista avant la lettre, después de una breve experiencia periodística, de la que extrajo valiosos motivos de inspiración para sus historias sobre la pequeña y media burguesía estadounidense, debutó en 1908 con la publicación de una serie de relatos centrados en Mrs. McChesney, una ambiciosa mujer de negocios, que le valió una gran popularidad. Sus raíces profundas en el Medio Oeste y el amor por su gente y por su tierra, son algunos de los elementos inspiradores de su narrativa, caracterizada por un lúcido análisis de las tensiones sociales y dominada por un aliento épico. Es autora de obras tan conocidas como Cimarron (1930), Gigante (1950) o ¡Así de grande!, con la que obtuvo el Pulitzer.