Cuando Leonard Cohen tenía veinticinco años, vivía en Londres, donde se veía obligado a permanecer en habitaciones frías escribiendo poemas. Salía adelante gracias a los tres mil dólares de una beca que le había concedido el Consejo de las Artes de Canadá. Era 1960, mucho antes de que actuara en el festival de la isla de Wight delante de seiscientas mil personas. Por aquel entonces era un judío jamesiano, un provinciano en el extranjero, un refugiado de los ambientes literarios de Montreal. Cohen, perteneciente a una familia muy conocida y cultivada, tenía una idea bastante irónica de sí mismo. Era un bohemio con el riñón bien cubierto cuyas primeras adquisiciones en Londres fueron una máquina de escribir Olivetti y una gabardina azul comprada en Burberry. Antes de llegar a un público masivo, tenía ya una idea bastante clara de cómo quería que fuera ese público. En una carta a su editorial, proclamaba su interés por llegar a “adolescentes inconformistas, amantes de la angustia en todos sus grados, platónicos desilusionados, mirones de pornografía, monjes pajilleros y papistas”.
Cohen empezaba a estar harto de la incesante lluvia de Londres y de sus cielos grises. Un dentista inglés acababa de extraerle una de las muelas del juicio. Al cabo de varias semanas de pasar frío y aguantar interminables chaparrones, entró en un banco y le preguntó al cajero cómo podía estar tan bronceado. El hombre le respondió que acababa de volver de un viaje a Grecia. Acto seguido, Cohen corrió a comprarse un billete de avión.
Poco después, tras aterrizar en Atenas y visitar la Acrópolis, se dirigió al Pireo, montó en un ferry, y desembarcó en la isla de Hidra. Todavía sin haberse podido sacudir el frío de los huesos, Cohen se quedó mirando el puerto en forma de herradura y a las personas que bebían vasos de retsina fría y comían pescado a la plancha en los cafés situados a la orilla del mar; alzó la vista y vio los pinos y los cipreses, y las casas encaladas que trepaban por las laderas de las colinas. Había algo mítico y primitivo en Hidra. Los coches estaban prohibidos. El agua se llevaba a las casas a lomos de mulas que tenían que subir unas largas y empinadas escaleras. La electricidad funcionaba solo de manera intermitente. Cohen alquiló una vivienda por catorce dólares al mes, pero al final se compró una casa de paredes encaladas por mil quinientos dólares gracias al dinero que había heredado de su abuela.
Hidra le prometía la vida que siempre había deseado: habitaciones de invitados, la página en blanco, el eros después de la caída del sol. Reunió unos cuantos quinqués y algunos muebles de segunda mano: una cama rusa de hierro forjado, un escritorio, y unas sillas como “las que pintó van Gogh”. Durante el día trabajaba en una novela fantasmagórica de carácter erótico llamada The Favorite Game[1] y en los poemas de una colección titulada Flowers for Hitler[2]. Su vida alternaba la disciplina más extrema y el abandono más absoluto y diverso. Había días de ayuno para concentrar la mente. Y había drogas para expandirla: maría, speed, ácidos. “Me metía un viaje tras otro, sentado en mi terraza de Grecia, esperando ver a Dios –diría años más tarde–. En general, acababa con una resaca tremenda”.
De vez en cuando, Cohen veía a una noruega muy hermosa. Se llamaba Marianne Ihlen, y se había criado en el campo, en los alrededores de Oslo. Su abuela solía decirle: “Vas a conocer a un hombre que habla con un pico de oro”. La chica pensaba que ya lo había conocido: Axel Jensen, un novelista de su país, que escribía siguiendo la tradición de Jack Kerouac y de William Burroughs. Marianne se había casado con Jensen, y habían tenido un hijo, el pequeño Axel. Jensen, sin embargo, no era un marido constante y, cuando el niño tenía cuatro meses, el hombre, según decía Marianne, ya se había “vuelto a largar” con otra mujer.
Un día de primavera, Ihlen había ido con su pequeño a un establecimiento que hacía de tienda de comestibles y de café. “Estaba allí en la tienda con mi bolsa esperando para comprar un poco de agua embotellada y de leche”, recordaría la mujer décadas más tarde en un programa de radio de una emisora noruega. Cohen la invitó a sentarse fuera con él y con sus amigos. Llevaba unos pantalones de color caqui, zapatillas de deporte, la camisa remangada, y una gorra. Según recordaba Marianne, “aquel hombre parecía irradiar una empatía enorme hacia mí y mi hijo”. Se quedó colada por él. “Sentí que me recorría todo el cuerpo –dijo Marianne– una luminosidad que me inundaba por completo”.
Cohen había tenido ya algunos éxitos con las mujeres. Y llegaría a conocer muchos más. Para ser un trovador de la tristeza –más adelante lo llamarían el Padrino de la Melancolía–, Cohen solía encontrar alivio en los brazos de alguna mujer. De joven, tenía un poco el aspecto de un “Michael Corleone Antes de la Caída”, con los ojos rasgados y oscuros y los hombros un poco encorvados, pero su encanto venía de su enorme cortesía y de su soltura al hablar. Cuando tenía trece años, leyó un libro sobre hipnotismo. Intentó aplicar la nueva disciplina que había aprendido con la mujer que trabajaba de sirvienta en su casa, que acabó quitándose la ropa delante de él. A medida que pasaron los años, no todo el mundo se dejó hechizar hasta ese punto. Nico le dio calabazas y Joni Mitchell, quien durante un tiempo fue su amante y conservaría la amistad con él, lo llamaba “poeta de gabinete” con tono desdeñoso. Pero estas fueron las excepciones.
Leonard empezó a pasar cada vez más tiempo con Marianne. Iban a la playa, hacían el amor, o hacían arreglos en la casa. En cierta ocasión en la que estaban separados –Marianne y Axel en Noruega, y Cohen en Montreal intentando reunir dinero–, el artista le envió un telegrama que decía: “Tengo casa. No necesito más que a mi mujer y a su hijo. Te quiero. Leonard”.
Hubo momentos de separación, momentos de discusiones y de celos. Cuando bebía, Marianne podía ponerse hecha una furia. Y hubo infidelidades por ambas partes. (“¡Santo Dios! Todas las chicas se pirraban por él –recordaría Marianne–. Me atrevería a decir incluso que estuve a punto de matarme por eso”).
A mediados de los años sesenta, cuando Cohen empezó a grabar sus canciones y a tener éxito en todo el mundo, Marianne pasó a ser conocida entre los fans del artista como un personaje de la Antigüedad: como su musa. Una famosa fotografía suya, en la que aparece vestida solo con una toalla, sentada ante el escritorio, en su casa de Hidra, se reproduciría en la contraportada del segundo álbum de Cohen, Songs from a Room. Pero después de pasar ocho años juntos, la relación acabó por romperse poco a poco: “Como cenizas que van cayendo”, según diría Cohen.
Cohen pasaba cada vez más tiempo lejos de Hidra, pendiente de su carrera. Marianne y Axel permanecieron durante algún tiempo en la isla, y luego regresaron a Noruega. Al final, Marianne volvió a casarse. Pero la vida se cobraría un peaje muy caro, sobre todo a través de Axel, que ha tenido problemas de salud constantes. Lo que los fans de Cohen conocían de Marianne era su belleza y lo que esta había inspirado: canciones como ‘Bird on the Wire’, ‘Hey, ‘That’s No Way to Say Goodbye’ y, sobre todo, ‘So Long, Marianne’. Leonard y ella siguieron en contacto. Cuando el artista pasaba por Escandinavia durante sus giras, Marianne lo visitaba en su camerino. Se intercambiaban cartas y correos electrónicos. Si hablaban de su relación amorosa con los periodistas o con sus amigos, lo hacían siempre en los términos más cariñosos.
A finales de julio de este año, Cohen recibió un e-mail de Jan Christian Mollestad, amigo íntimo de Marianne, en el que le decía que su antigua amante estaba aquejada de cáncer. La última vez que se había puesto en contacto con él, Marianne le había dicho a Cohen que había vendido la casa de la playa para asegurarse de que Axel recibiera los cuidados necesarios, pero ni siquiera mencionó que estaba enferma. Y ahora daba la impresión de que solo le quedaban pocos días de vida. Cohen le escribió de inmediato:
Bueno, Marianne, ha llegado el momento en el que somos ya verdaderamente viejos y nuestros cuerpos se desmoronan, y creo que no tardaré mucho en seguirte. Quiero que sepas que te sigo tan de cerca que, si extiendes la mano, creo que podrás coger la mía. Y ya sabes que siempre te he querido por tu hermosura y por tu sabiduría, pero no necesito decirte nada más sobre eso, porque ya lo sabes todo. Pero lo único que quiero ahora es desearte buen viaje. Adiós, vieja amiga. Amor sin fin. Nos vemos al final del camino.
Dos días después, Cohen recibió un e-mail de un amigo de Noruega:
Querido Leonard:
Marianne se durmió y se despidió lentamente de la vida ayer por la noche. Con toda placidez, rodeada de sus amigos más íntimos.
Tu carta llegó cuando todavía estaba plenamente consciente y podía hablar y reírse. Cuando se la leímos, sonrió como solo ella sabía hacerlo. Levantó la mano, cuando decías que estabas ahí, detrás de ella, lo bastante cerca como para poder alcanzarla.
Le proporcionó una profunda paz espiritual el hecho de que supieras cuál era su estado. Y la bendición que le enviabas para el viaje que iba a emprender le dio una fuerza extra… Cuando llegó su última hora, le cogí la mano y canturreé un poco Bird on the Wire, mientras aún respiraba levemente. Y cuando abandonamos la habitación, después de que su alma saliera por la ventana en busca de nuevas aventuras, le dimos un beso en la frente y susurramos esas palabras tuyas, eternas ya:
So long, Marianne…
* * *
Leonard Cohen vive en la segunda planta de una modesta casa de Mid-Wilshire, un distrito poco glamuroso de Los Ángeles, caracterizado por su gran diversidad. Tiene ochenta y dos años. Entre 2008 y 2013, estuvo de gira casi continuamente. Es harto improbable que su salud le permita volver a someterse a tanta tensión. Tiene un álbum que está a punto de salir en octubre –obsesionado con la inmortalidad, empapado de Dios, pero divertido a un tiempo, que lleva por título You Want It Darker–, pero sus amigos y sus socios del mundo de la música dicen que les sorprendería mucho volver a verlo en un escenario, como no sea de manera limitada: a lo sumo, una única actuación o una breve serie de conciertos en un local cerrado. Cuando le escribí un e-mail a Cohen para invitarlo a cenar en algún sitio por ahí, dijo que se encontraba, como quien dice, más o menos “acuartelado”.
No hace mucho tiempo que una de las personas que visitan con más asiduidad a Cohen y que además es un viejo amigo mío, Robert Faggen, profesor de literatura, me llevó con él a dar un paseo y pasamos por delante de la casa del artista. Faggen había conocido a Cohen veinte años antes en una tienda de comestibles, al pie de Mount Baldy, el pico más alto de la sierra de San Gabriel, a una hora y media de distancia al este de Los Ángeles. Los dos vivían cerca de la cima de la montaña: Bob, en una cabaña en la que escribía sobre Robert Frost y Herman Melville y desde la que bajaba a dar sus clases en el Claremont McKenna College; Cohen, en un pequeño monasterio budista zen, en el que había recibido las órdenes de monje. Mientras Faggen estaba comprando fiambres, oyó al otro lado del establecimiento una voz de bajo que le sonó familiar; miró al fondo del pasillo y vio a un hombre pequeño, delgado, con la cabeza afeitada, que hablaba acaloradamente con un dependiente sobre las variedades de ensalada de patata. Los conocimientos musicales de Faggen están más cerca de los lieder de Mahler que de las canciones pop, pero es un admirador de la obra de Cohen y no dudó en presentarse ante él. Son amigos íntimos desde entonces.
Cohen nos saludó. Estaba sentado en un gran sillón ortopédico de color azul, para aliviar el dolor causado por las fracturas por compresión que tenía en la espalda. Ahora está muy delgado, pero aún es un hombre apuesto, con la cabeza cubierta de pelo gris y una mirada penetrante que se adivina en sus ojos oscuros. Llevaba un traje hecho a medida de un azul noche –incluso en los años sesenta solía vestir de traje– y un alfiler en la solapa. Tendió su mano hacia nosotros como si fuera un afable capo de la mafia retirado.
—Hola, amigos –dijo–. Por favor, por favor, sentaos aquí. La profundidad de su voz hace que Tom Waits parezca Eddie Kendricks.
Y luego, como si fuera mi madre, nos ofreció lo que no habría podido ser más que el catálogo completo de su despensa: agua, zumos, vino, una tajada de pollo, un trozo de tarta, “o tal vez alguna otra cosa”. Durante las horas que pasamos juntos, nos ofreció numerosos tentempiés, y siempre con la mayor amabilidad. “¿Os apetecen un poco de queso y aceitunas?” no es el tipo de invitación que cabría esperar de alguien como Axl Rose. “¿Una copa de vodka? ¿Un vaso de leche? ¿Un licor?”. Y, como sucede cuando voy a ver a mi madre, en ocasiones más (te) vale decir que sí. Un día, nos puso delante una hamburguesa con queso y todos sus sacramentos que le encargó a un Fatburger ubicado en su misma calle, y otro nos invitó a varias tajadas de gefilte fisch con rábano picante.
Hacía solo unas semanas de la muerte de Marianne, y Cohen todavía no se podía creer que su carta –un e-mail enviado a una amiga moribunda– se hubiera hecho viral, al menos en el universo de los apasionados seguidores de Cohen. No había albergado el propósito de hacer públicos sus sentimientos, pero cuando uno de los amigos más íntimos de Marianne en Oslo le pidió permiso para publicar la nota, no vio ningún inconveniente.
—Y como hay una canción relacionada con ella, y hay toda una historia… –dijo–. No es más que una historia tierna, así que, en ese sentido, la cosa no me desagrada.
Como todas las personas de su edad, Cohen cuenta las pérdidas de las personas de su entorno como algo rutinario. No parecía tan desolado por la muerte de Marianne como abrumado por el recuerdo del tiempo que habían pasado juntos.
—Siempre había una gardenia en mi escritorio perfumando toda la habitación –comentó–. A mediodía, siempre había un pequeño bocadillo. Cariño, cariño por todas partes.
Las canciones de Cohen están obsesionadas con la muerte, pero además lo han estado desde los primeros versos que escribió su autor. Hace medio siglo, un ejecutivo de una discográfica dijo: “Cambia de dirección, chaval. ¿No eres ya un poco viejo para eso?”. Pero, a pesar del deterioro de su salud, Cohen aún conserva la misma clarividencia de siempre y trabaja con el mismo ahínco, mostrando una fidelidad militar a sus costumbres. Se levanta antes del amanecer y se pone a escribir. En la pequeña habitación en la que nos recibió, había un par de guitarras acústicas apoyadas en la pared, un sintetizador, dos ordenadores portátiles y un sofisticado micrófono para grabar la voz. En cooperación con un viejo colaborador, Pat Leonard, y su hijo, Adam, que se encarga de las labores de productor, realizó buena parte de su trabajo para You Want It Darker en el salón de su casa, enviando por correo electrónico archivos adjuntos a sus compañeros para que hicieran los ulteriores arreglos. La vejez y la edad avanzada proporcionan un aire de tranquilidad muy útil, aunque no precisamente deseado.
—En cierto sentido, esta situación en particular cuenta con muchas menos distracciones que otras épocas de mi vida, y en realidad me permite trabajar con un poco más de concentración y continuidad que cuando tenía que ganarme la vida, cuando tenía que ser esposo y padre –dijo–. Esas distracciones han disminuido de forma radical en este momento. Lo único que me impide llevar a cabo una producción más completa es el estado en que se encuentra mi cuerpo.
“Por alguna curiosa razón –prosiguió–, aún tengo las cosas claras en mi cabeza, de momento. Dispongo de muchos recursos, algunos cultivados a nivel personal, pero otros también circunstanciales: mi hija y sus niños viven en el piso de abajo, y mi hijo vive en esta misma calle, a dos manzanas de aquí. Así que puedo considerarme muy afortunado. Tengo un ayudante que está entregado a mí y es sumamente habilidoso. Tengo un amigo como Bob y otro amigo u otros dos que han enriquecido mucho mi vida. Así que, en cierto modo, nunca me han ido mejor las cosas. En un determinado momento, si aún tienes las cosas claras y no necesitas hacer frente a retos económicos serios, tienes a tu alcance la posibilidad de poner tu vida en orden. Es un lugar común, pero como analgésico a todos los niveles es algo que se subestima demasiado. Poner tu vida en orden, si puedes hacerlo, es una de las actividades más reconfortantes, y sus beneficios son incalculables.
* * *
Cohen alcanzó la mayoría de edad cuando ya había acabado la guerra. Sin embargo, su Montreal no tenía nada que ver con la Newark de Philip Roth, ni con la Brownsville de Alfred Kazin. Leonard se crio en Westmount, un barrio predominantemente anglófono en el que vivían los judíos ricos de la ciudad. Los varones de su familia, sobre todo por parte de padre, eran los “capos” de la Montreal judía. Su abuelo, según me dijo Cohen, “probablemente fuera el judío más importante de Canadá”, fundador de toda una serie de instituciones hebreas; tras los pogromos antisemitas del Imperio ruso, se encargó de que numerosísimos judíos pudieran trasladarse a Canadá en calidad de refugiados. Nathan Cohen, el padre de Leonard, era el director de Freedman Company, la empresa de confección de la familia. Su madre, Masha, provenía de una familia de inmigrantes más recientes. Era una mujer cariñosa, depresiva, “chejoviana” en toda la amplia gama de sus emociones, según Leonard: “Reía y lloraba con todas sus ganas”. El padre de Masha, Solomon Klonitzki-Kline, era un distinguido estudioso del Talmud originario de Lituania que llegó a compilar un Léxico de homónimos hebreos. Leonard fue a buenas universidades, incluidas McGill y, durante un tiempo, Columbia. Nunca se sintió molesto por la fortuna de su familia.
—Tengo un sentido tribal muy profundo –me dijo–. Crecí en una sinagoga que mis antepasados habían construido. Me sentaba en la tercera fila. Mi familia era honrada. Era buena gente, gente que estrecha la mano a los demás. Nunca tuve sentimientos de rebeldía.
Cuando Leonard tenía nueve años, su padre falleció; aquel momento, una herida primordial, fue la primera vez que utilizó el lenguaje como una especie de rito sagrado. “Guardo algunos recuerdos de él”, dijo Cohen, y contó la historia del funeral de su padre, que se celebró en su propia casa.
—Bajamos las escaleras y el ataúd estaba en el salón.
Contrariamente a lo que es la costumbre judía, los empleados de la funeraria habían dejado el ataúd abierto. Era invierno, y Cohen pensó en los enterradores: les costaría trabajo cavar la sepultura en la tierra helada. Contempló a su padre mientras lo descendían hasta el fondo de la fosa.
—Luego volví a casa, me dirigí a su armario y encontré una pajarita anudada de fábrica. No sé por qué hice aquello, ni siquiera ahora lo entiendo, pero corté una de las alas de la pajarita y escribí algo en un papel…, creo que era una especie de despedida para mi padre…, y la enterré en un pequeño agujero en el patio trasero de casa. Y metí allí aquella nota tan curiosa. No era más que una atracción por una respuesta ritual a un acontecimiento imposible.
Los tíos de Cohen se encargaron de que Masha –y sus dos hijos, Leonard y su hermana Esther– no sufrieran ningún menoscabo económico tras la muerte de su marido. Leonard fue a la universidad; trabajó en una fundición propiedad de su tío, W. R. Cuthbert & Company, vertiendo el metal para la fabricación de fregaderos y tuberías, y en la fábrica de confección, en la que se ejercitó en una habilidad muy útil para su carrera como músico obligado a andar siempre de gira: aprendió a doblar los trajes para que no se arrugaran. Pero, como anotó en uno de sus diarios, siempre se imaginó que se convertiría en escritor, “vestido con gabardina, con un sombrero maltrecho echado hacia abajo sobre unos ojos de mirada intensa, con una historia de la injusticia en el fondo del corazón, un rostro demasiado noble para vengarse, paseando por la noche a lo largo de un bulevar mojado, seguido por la simpatía de un público innumerable…, amado por dos o tres mujeres hermosas que no podrían tenerlo nunca”.
Sin embargo, no podía estar más lejos de su imaginación la idea de llevar una vida de rock and roll. Tenía la intención de ser escritor. Como pone de manifiesto Sylvie Simmons en su excelente biografía, I’m Your Man[3], el aprendizaje de Cohen se centró en el mundo de las letras. Cuando era un adolescente, sus ídolos eran Yeats y Lorca (precisamente llamó Lorca a su hija). Cuando estaba en la Universidad McGill, leyó a Tolstói, Proust, Eliot, Joyce y Pound, y entró en contacto con un círculo de poetas, en particular con Irving Layton. Cohen, que publicó su primer poema, ‘Satán en Westmount’, cuando tenía diecinueve años, dijo en cierta ocasión refiriéndose a Layton: “Yo le enseñé a vestir y él me enseñó a vivir para siempre”.
Cohen se sintió también fascinado por la música. De chaval, se había aprendido las canciones incluidas en la vieja colección de temas populares de carácter izquierdista The People’s Song Book, escuchaba a Hank Williams y a otros cantantes country por la radio y, a los dieciséis años, se puso la vieja chaqueta de ante de su padre y tocó en un conjunto de música country llamado The Buckskin Boys. Cuando tenía veintitantos años recibió de manera informal algunas clases de guitarra de un español a quien conoció cerca de unas pistas de tenis de su ciudad. Al cabo de unas semanas había aprendido a tocar unas cuantas progresiones de acordes de flamenco. Cuando el hombre no se presentó a darle la cuarta clase, Cohen llamó por teléfono a su casera y se enteró de que el español se había suicidado. En un discurso que pronunció muchos años después en Asturias, Cohen dijo: “No sabía nada de aquel hombre, por qué había venido a Montreal…, por qué había aparecido por las pistas de tenis, por qué se había quitado la vida… Fueron esos seis acordes, fue ese patrón armónico de guitarra el que ha constituido la base de todas mis canciones y de toda mi música”.
A Cohen le encantaban los maestros del blues –Robert Johnson, Sonny Boy Williamson, Bessie Smith– y los cantantes y cantautores franceses como Édith Piaf y Jacques Brel. Echaba monedas en las máquinas de discos para oír ‘The Great Pretender’, ‘Tennessee Waltz’ y cualquier tema de Ray Charles. Y, sin embargo, la llegada de los Beatles lo dejó indiferente. “Me interesan las cosas que contribuyen a mi supervivencia –diría–. Tenía novias que realmente me irritaban por su entusiasmo por los Beatles. No envidiaba el interés que suscitaban, aunque había canciones como ‘Hey Jude’ que yo también podía apreciar. Pero no me parecían esenciales para el tipo de alimento que yo ansiaba”.
Este texto pertenece al libro Sostener la nota. Perfiles de música popular, antología de crónicas que, con traducción de Juan Rabasseda Gascón y Teófilo de Lozoya, ha publicado Random House.
Notas:
[1] Cf. versión española: Leonard Cohen, El juego favorito, Fundamentos, Madrid, 1974.
[2] Cf. versión española: Leonard Cohen, Flores para Hitler, Visor, Madrid, 1981.
[3] Cf. versión española: Soy tu hombre: La vida de Leonard Cohen, Lumen, Barcelona, 2012.